Tu barro suena a plata. El Santo revisitado
Una máscara. Una tapa que
habla entre incienso. Un misterio inexistente, pues la incógnita se presenta
como verdad palmaria, señera. El rostro no importa: no ha lugar a la duda sobre
una persona, sobre el contorno epidérmico debajo del trapo plateado. Cara y
tela se mimetizan en una sola expresión de firmeza y perennidad. Así, debajo de
la máscara hay otra más, y abajo otra, y abajo otra. ¿Por qué importa tanto el
talante cuando, sin el enigma del paño, sería uno más de los rostros anónimos
que adoquinan el mapa de las lamentaciones cotidianas, el subtexto vivencial en
el que se muere porque que no hay leyenda que mantenga la huella transcurrida?
Todo semblante se desvanecerá como los de los sueños, el crimen perfecto de
realidades que no fueron plateadísimas, argentas de sangre, corazón y lona. Y
hay pocos así, de trascendencia férrea y fugitiva. Nadie recuerda el rostro de
Rudy Guzmán; sin embargo, todos en México conocen la careta del Santo, el enmascarado
de plata.
A 31 años de su muerte, su hechura sigue vigente, más viva y
actual que nunca. El Santo cristalizó una de las consignas sagradas de la lucha
libre: la eterna rivalidad entre el Bien y el Mal. El encordado luchístico es
el último reducto en el que ocurre esta dualidad elemental de la vida: la
representación de la buenaventura como deber ser y la atomización de las
fuerzas del mal por parte de rudos encarnizados y de un réferi que jamás será
el abanderado de la justicia. Ahí el Santo era idolatrado, incluso en esos
momentos de amnesia o problemas pasajeros de identidad que le hacían coquetear
con el lado oscuro: siempre regresó al sendero de la bonhomía y ahí se mantuvo,
con arte y presteza, sorteando todo tipo de desavenencias bizarras.
El punto relevante fue cuando tuvo que combatir a sus
enemigos más allá del ring, cuando la ignominia venía de poderes siniestros que
atentaban en contra de la humanidad. En esos momentos de zozobra aparecía el
Santo conduciendo un descapotable a gran velocidad para llegar a enfrentarse a
mujeres vampiro, zombies chilangos o momias de Guanajuato. ¿Qué ocurría en estas
representaciones entre lo bueno y lo malo? El Santo, a diferencia de los
superhéroes gringos, era de carne y hueso, podía ser lastimado, sufría como
cualquier otro ser humano, pero se levantaba del perjuicio para salir
victorioso de gestas destinadas, en principio, al naufragio. Por eso en la
lucha libre nunca han sido famosos gladiadores llamados Batman, Robin o Linterna
verde: ellos pertenecen a la ficción. El Santo, sin embargo, es real. Y sólo
hay uno. Para muestra un botón: los superhéroes gringos salieron de la
artificialidad de un cómic para luego tener presencia de carne y hueso; el
Santo, en cambio, a partir de su lidia en el cuadrilátero y el cine, apareció
en las historietas. El héroe de carne y hueso fue representado en la gráfica
para darle mayor impacto, para que se conocieran sus hazañas, se supieran sus
desafíos como ola expansiva. La culminación de esa sinergia entre el lector del
cómic y su personaje querido es que el fin de semana esas proezas estarían en la
arena en la función dominical, se podría pedirle autógrafo al ídolo amado y
constatar, después de unas palmadas en la espalda sudada, que en realidad sí
existía.
Hay que hacer notar que el mismo nombre Santo le hace guiños
a la divinidad, a esa aspiración mágica de la religión católica que busca el
bienestar terrenal. Decía el gran cronista deportivo Ángel Fernández: “Lo peor
de pedirle deseos a un santo es que te los cumpla”. Desde luego, porque para el
devoto sería la constatación de la existencia de una deidad omnímoda, aunque
para el escéptico seguiría siendo una coincidencia o un paso más del azaroso
recorrido del destino. La gran virtud del Santo era que los deseos o peticiones
se hacía más reales, más posibles, más vertiginosos. El ícono de la iglesia se
trasladó al ícono de la cultura popular y su pináculo tuvo efectos más
efectivos y verosímiles en la sociedad. La gente iba a la arena para ver ganar
al Santo; sabía que, como persona de sangre y músculo, sería presa del dolor,
pero también que al final su sufrimiento, como aquellos que fueron clavados a una
cruz, tendría una razón de ser que crearía sentido beatífico en una comunidad y
siempre, por sobre todas las cosas, arribaría a buen puerto.
El 12 de septiembre de 1982, el Santo se retiró para siempre
de los encordados. Sus compañeros en la lucha estrella en relevos atómicos
fueron el Huracán Ramírez, el Solitario y su gran pareja de años atrás y a
quien habían sacado del retiro para que luchara en el festejo, Gory Guerrero. Hace
más de treinta años de ello y ninguno de estos luchadores vive hoy día. Sus
rivales fueron Los Misioneros de la muerte (el Signo, el Texano y el Negro
Navarro), jóvenes que subían como la espuma, y el célebre Can de Nochixtlán,
don Pedro “el Perro” Aguayo. La lucha fue una masacre. Los Misioneros y el
Perro, valiéndose de todas las tretas y amaños posibles, golpearon y vejaron a
cuatro leyendas de la lucha mexicana y al final perdieron por descalificación
en dos caídas seguidas. La sensación, sin embargo, de quienes vimos esa lucha
fue de orfandad, un extraño ánimo que corría por la venas mexicanas como
malestar solidario; nunca más el Santo subiría al ring a defender el honor y el
emblema de las causas justas; no obstante había estado ahí, una vez más, con el
misticismo de su tapa plateada para sufrir y triunfar ante sus últimos rivales en
el pancracio. Dos años más tarde, el Santo el insigne enmascarado de plata,
sufriría un infarto devastador y su corazón dejaría de latir. La gran hombrada,
desde el Más allá y como voluntad celestial de un santo, fue que el corazón le salió
del pecho y siguió latiendo y compartiendo sus venturas y aventuras en el territorio
de lo fugitivo. Por eso el Santo vive. Por eso estamos aquí hablando de él, por
una necesidad cultural y vivencial que nos hace mentar de nuevo su nombre. He
aquí, entonces, uno de los sinónimos de la inmortalidad.
En “Suave patria”, el gran poeta zacatecano Ramón López
Velarde escribió:
Tu barro suena a plata, y en tu puño
su sonora miseria es alcancía;
y por las madrugadas del terruño,
en calles como espejos se vacía
el santo olor de la panadería.
La tapa plateada del
Santo viene del barro de esta tierra, de sus calles como espejos y de la vida diaria,
como el santo olor de la panadería. Por esas razones, por aquello de las llaves
mal habidas, los lances inesperados de la brega cotidiana y la evoluciones
malsanas desde la tercera cuerda, siempre habrá que pensar, como forma de salir
al paso, en una De a caballo bien puesta. Por ello también, por las dudas de
los misioneros de la muerte y otros oficiantes igual de pecaminosos, habría que
decir hoy y para siempre que todos somos el Santo, ¡el enmascarado de plata!
Texto leído en el Ciclo
El Santo, el enmascarado de plata, el 10 de marzo de 2015 en el Centro de creación literaria Xavier Villaurrutia de la ciudad de México.
CAS