lunes, diciembre 08, 2003

Gastritis

El reflujo viene como letra capitular en una edición decimonónica con lomo de oro: implacablemente. Sucede, entonces, el sudor y la falta de oxígeno por lo de la revolución interna. La opresión en el pecho, no está de más decirlo, es la del toro al ser marcado por un fierro al rojo vivo (quizá su nombre sea Asterión). Se dice, por tanto, que la única manera de calmar el estallido es atacarlo por dentro. ¿Cómo se apaga el fuego interior de una entraña indescifrable? La espada, Tristán, la imposibilidad. Y aunque el revulsivo sea contundente, los minutos de punzada son similares a parir un dragón. ¡Damas y caballeros, el parto del fuego! En sí, las tesis más arriesgadas revelan una postura conservadora. P-E-R-O-G-R-U-LL-O; explican un asunto acerca de hoyos, de úlceras dantescas duras de combatir. Haré, pues, una analogía: la ebullición en ascenso es como el instante antes de la muerte de los suicidas. El lago Wannsee y dos corazones detenidos o el buque Orizaba y un Hart Crane ahogado; quizás la sensación pueda ser la misma que observar a dos mariquitas pelear a orillas del río Neckar. Mi idea, sin embargo, es la siguiente: verter alcohol en la herida para cauterizar el pasado, al cabo es nuestro deber olvidarlo. El contraveneno correcto hay que llevarlo invariablemente en la cartera; es de sabor espeso y, se dice, hace que a los hombres les crezca el pecho, casi como senos de mujer lactante. Para aquéllos que duden del antídoto, diré hoy y siempre: va mi sable en prenda por una ranitidina.

CAS

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