El hombre de La esquina del mal y otros artificios para recuperar el Yo
El otro día Sandrine me preguntó: "¿Tú sabes quién eres?". La pregunta no sólo me cayó por sorpresa sino que me desconcertó porque era demasiado temprano para ese tipo de increpaciones. Balbuceando, y después de darle un trago a mi pulque de avena, le dije que la vida se me había ido tratando de resolver el enigma (todo empezó, no obstante, por una canción de Nacha Pop llamada "¿Quién soy?"). Recurrí, entonces, a la vieja frase del Ojitos Meza para considerar el intríngulis: "Todo está escrito pero no todo está leído". Acto seguido, consideré que la respuesta podía estar en las últimas tres veces que visité la Esquina del Mal (dicho sea de paso, un sitio en donde he documentado a plenitud la vileza humana; otro día, no tan de paso, platicaré mis motivos). Una noche, mi amigo Carlos Martínez Rentería, y a increpación expresa de mi parte por considerarlo foxista, me dijo "Tú no sabes quién soy yo". Segundos más tarde, me injurió mientras daba la vuelta a una de las tantas esquinas malignas que tienen esos congales. Una semana después me lo encontré en el Covadonga; vino a mi mesa y se disculpó por el exabrupto, lo cual no impide que yo lo siga considerando foxista. La penúltima vez fue un poco más peligroso pero igualmente edificante. Mientras yo bailaba un poco, tranquilo como lo demuestra mi siempre conocida efigie de hombre íntegro, se me acercó un narco con su guarura; me increpó, creo, o me dijo algo que ahora no recuerdo porque, aunque hombre íntegro, mi estado en ese momento era poco conveniente. Más adelante entendí lo que había pasado y me acerqué a su mesa; se paró; su guarura hizo lo mismo llevándose la mano a un costado. Sin embargo, su jefe lo atajó y le dijo que no había problema. Discutimos. Le hice ver que uno puede ser generoso con la banda, aun estando en la Esquina del mal, y cohabitar armónicamente con los numerosos rara avis que acuden con regularidad. Concedió. Nos acatempeamos. Ya cuando me iba me dijo: "¿Tú sabes quién soy yo, verdad?". Asentí al tiempo que él hacía un gesto de apuntarme con una pistola y disparar. La última revelación fue la semana pasada. Yo estaba chupando tranquilo con María y, de buenas a primeras, alguien me brinca al cuello, me da un abrazo efusivo y me dice: "Tú y yo somos iguales". Después de decirle que yo no podía ser igual a nadie, precisamente por las particularidades de mi ya mencionada naturaleza de hombre íntegro, observé que era un individuo al que yo había visto desnudo en una publicación poco seria. Era Pancho Cachondo. Después de seguir brindando por algún rato, me dio su teléfono. "Podemos hacer muchas cosas juntos", dijo.
Leemos en el Quijote: "Yo sé quién soy". Más allá de considerar que la conclusión del maestro Alonso Quijano era un artilugio para despistar al enemigo, no nos ayuda mucho para resolver el dilema. Quizás si acudimos a la vieja frase "No sé lo que soy, no soy lo qué sé", acuñada por ese viejo lobo franciscano Angelus Silesius en el siglo XVII, nos acercaríamos un poco más. Sin embargo, está claro que, al final, para saber quién es uno, hay que acudir siempre a la sabiduría de Nuestro Señor. Cuando Moisés, en el Sinaí, le preguntó a Dios quién era, Nuestro Señor, con su bien conocida solvencia, respondió: "Yo soy el que soy". Pasado el lapsus, le dije a Sandrine que debíamos probar el curado de maracuyá. Estuvo muy bueno, por cierto.
CAS
El otro día Sandrine me preguntó: "¿Tú sabes quién eres?". La pregunta no sólo me cayó por sorpresa sino que me desconcertó porque era demasiado temprano para ese tipo de increpaciones. Balbuceando, y después de darle un trago a mi pulque de avena, le dije que la vida se me había ido tratando de resolver el enigma (todo empezó, no obstante, por una canción de Nacha Pop llamada "¿Quién soy?"). Recurrí, entonces, a la vieja frase del Ojitos Meza para considerar el intríngulis: "Todo está escrito pero no todo está leído". Acto seguido, consideré que la respuesta podía estar en las últimas tres veces que visité la Esquina del Mal (dicho sea de paso, un sitio en donde he documentado a plenitud la vileza humana; otro día, no tan de paso, platicaré mis motivos). Una noche, mi amigo Carlos Martínez Rentería, y a increpación expresa de mi parte por considerarlo foxista, me dijo "Tú no sabes quién soy yo". Segundos más tarde, me injurió mientras daba la vuelta a una de las tantas esquinas malignas que tienen esos congales. Una semana después me lo encontré en el Covadonga; vino a mi mesa y se disculpó por el exabrupto, lo cual no impide que yo lo siga considerando foxista. La penúltima vez fue un poco más peligroso pero igualmente edificante. Mientras yo bailaba un poco, tranquilo como lo demuestra mi siempre conocida efigie de hombre íntegro, se me acercó un narco con su guarura; me increpó, creo, o me dijo algo que ahora no recuerdo porque, aunque hombre íntegro, mi estado en ese momento era poco conveniente. Más adelante entendí lo que había pasado y me acerqué a su mesa; se paró; su guarura hizo lo mismo llevándose la mano a un costado. Sin embargo, su jefe lo atajó y le dijo que no había problema. Discutimos. Le hice ver que uno puede ser generoso con la banda, aun estando en la Esquina del mal, y cohabitar armónicamente con los numerosos rara avis que acuden con regularidad. Concedió. Nos acatempeamos. Ya cuando me iba me dijo: "¿Tú sabes quién soy yo, verdad?". Asentí al tiempo que él hacía un gesto de apuntarme con una pistola y disparar. La última revelación fue la semana pasada. Yo estaba chupando tranquilo con María y, de buenas a primeras, alguien me brinca al cuello, me da un abrazo efusivo y me dice: "Tú y yo somos iguales". Después de decirle que yo no podía ser igual a nadie, precisamente por las particularidades de mi ya mencionada naturaleza de hombre íntegro, observé que era un individuo al que yo había visto desnudo en una publicación poco seria. Era Pancho Cachondo. Después de seguir brindando por algún rato, me dio su teléfono. "Podemos hacer muchas cosas juntos", dijo.
Leemos en el Quijote: "Yo sé quién soy". Más allá de considerar que la conclusión del maestro Alonso Quijano era un artilugio para despistar al enemigo, no nos ayuda mucho para resolver el dilema. Quizás si acudimos a la vieja frase "No sé lo que soy, no soy lo qué sé", acuñada por ese viejo lobo franciscano Angelus Silesius en el siglo XVII, nos acercaríamos un poco más. Sin embargo, está claro que, al final, para saber quién es uno, hay que acudir siempre a la sabiduría de Nuestro Señor. Cuando Moisés, en el Sinaí, le preguntó a Dios quién era, Nuestro Señor, con su bien conocida solvencia, respondió: "Yo soy el que soy". Pasado el lapsus, le dije a Sandrine que debíamos probar el curado de maracuyá. Estuvo muy bueno, por cierto.
CAS
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