A finales de los años veinte y principios de los treinta del siglo pasado, mi bisabuelo, el gran José de la Sierra, abrió en Cuernavaca una casa de huéspedes llamada el Cuernavaca Tourist Mansion. Y como era necesario un eslogan publicitario que atrajera a los turistas se le ocurrió el siguiente: "Cuernavaca, la ciudad de la eterna primavera". Quién iba a pensar que con esa frase, hoy día, se conocería a la capital de Morelos en el mundo entero. Quizás, si la hubiera patentado, no tendría yo que estar dando clases en la UNAM, ganando 350 pesos a la quincena. No obstante, hay un asegún en esa definición: pareciera que más allá de ser una ciudad de perenne primavera, es un sitio de estricto clima camaleónico. Me explico. Ayer amaneció nublado pero sin lluvia (una amiga que había venido a la casa a tomar el sol interpretó mal el reporte meteorológico: "me falta color en todo el cuerpo por eso traje mi bikini de tanga", había dicho. No pudo tomar nada); a mediodía fuimos a Huitzilac, un pueblo a diez kilómetros de la ciudad, a comprar un poco de pulque. Digamos que no sólo estaba nublado, sino que el cielo se caía de lluvia y la niebla impedía ver a menos de un metro de nuestras narices. Además hacía un frío del carajo. Ella comió un caldo de borrego y yo un curado de tuna. Regresamos a la casa y el sol ya había salido: eran entonces las cinco de la tarde. Tomamos el sol, nadamos. Y cuando creíamos que ya habíamos experimentado todas las estaciones posibles en esta ciudad, notamos que pequeños fragmentos blancos aterrizaban en nuestros cabellos. Sin descartar la posibilidad de nieve (aquí nunca ha nevado) estudiamos con diligencia la partícula. Nos acercamos al coche y nuestras sospechas se cristalizaron: señoras y señores, las montañas estaban de parto y su fuente de ceniza caía indulgentemente sobre los cuerpos débiles. Era el único invitado que faltaba: el clima volcánico. Hoy ya nadie lo recuerda: el sol a plomo hace ver a Cuernavaca como un miserable país bananero.
CAS
miércoles, julio 02, 2003
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