Creo que hoy más que nunca padezco la crisis del doctorado. Recuerdo a mis amigos muertos y sus efigies magníficas. También, y hasta hoy lo percibo, las horas se mueven más lento, como esperando desencantadas a su redentor. Sísifo. Hace unos días, mientras dormía, estuve a punto de morir aplastado por una sección amarilla que se cayó de una repisa. Me salvé, pues la guía de la ciudad de México le aplana el cráneo a cualquiera. Ésa es una ventaja de dormir de lado. Además, de nuevo me doy cuenta de que necesito una señora que haga el quehacer: por más que me he esforzado, no logro que los recovecos del escusado queden limpios. Por eso, después de más de doce años, he decidido volver a componer canciones; mis guitarras siguen en buen estado y están menos empolvadas que mi casa. Supongo que eso será mejor que elaborar un modelo teórico sobre descolonización y resistencias culturales. La gota que derrama el vaso es que al rato voy al aeropuerto a conocer al hijo de Jermoc (el miserable no quiso presentárnoslo: "no le voy a enseñar a mi hijo una banda de borrachos perdidos"); le llevo un suetercito que le regala Miriam. Es multicolor. Seguramente, como el chamaco es mitad alemán y crece rápido, se lo pondrán sólo algunos meses. A Miriam le gustó mucho, dijo que estaba divino. De hecho fueron sus últimas palabras: hoy en la mañana, después de tres años, decidimos tomar caminos distintos.
CAS
viernes, octubre 31, 2003
martes, octubre 28, 2003
Me acabo de encontrar este texto; lo escribí hace casi siete años. Quizás publicarlo sea un exceso pero me sirve de terapia. Así me ahorro el psicoanalista.
Paz
Fue Sergio Valero quien me dijo, "vamos al baile, Carlos". Yo en realidad no supe qué decir. Por un lado soy pésimo bailarín, sobre todo cuando se trata de salsa. Pero lo que más me causó aversión fue que el celebrado baile tendría lugar en el comedor universitario de CU, el lugar que más odié durante mis primeros años en la licenciatura. Quién haya comido alguna vez en el comedor sabe a qué me refiero. La comida cuesta --hace cinco años costaba-- entre tres y cuatro pesos, y le servían a uno algo así como salchichas, de muy dudosa procedencia, con algo de papas; en el mejor de los casos había huevos estrellados, que la gente comía con la boca a escasos cinco centímetros del plato en aquellas mesas solitarias y desencantadas. Patético. Sólo fui un par de veces y juré no regresar.
Sin embargo esa noche había que hacer algo, teníamos que movernos. Estaba con Sergio y Alan Sandoval en el metro Miguel Ángel de Quevedo y accedí a ir al baile. Sergio, con el aire de seguridad propio solamente de quien da órdenes, dijo: "Perfecto, nada más llamo al chofer". El chofer que pasaría por nosotros era la chava en turno de Sergio, de la que por razones de pudor, autocensura y seguridad, omitiré su nombre. Por supuesto que no es gratuito. Para empezar se trataba de una mujer que era ex de otro amigo nuestro, con el que había pasado los últimos siete años y que la cambió por una niña de dieciocho que escribía cuentos sobre gatos y choques eléctricos. Cuando esta mujer, que para darle cierto rasgo de carácter llamaré Juana Inés, fue abandonada por el otro (por cierto, la última vez que los vimos juntos fue en una comida en casa de Rodrigo Alemany y Claudia, cuando éstos todavía andaban juntos; el ambiente fue inquisitorial y peligroso por los ojazos de pistola que se echaban entre todos), intentó cerrar un capítulo en su vida y se dedicó a ligarse a los amigos de su ex. El primer intento fue con Cuitláhuac Quiroga, con quien quedó de verse un viernes en el bar clandestino en casa de Natalia Toledo. Pero Cuitláhuac, muy hábilmente sabiendo de qué tipo de mujer se trataba, no llegó nunca a la cita. Lo peor fue que yo ese día también estaba en casa de Natalia y, como es de suponer en un lugar tan pequeño, me la encontré, no sin que antes pasara tres veces frente a mí como diciéndome I?m here, you stupid bastard. Hubiera sido ridículo que pasara una cuarta, así que decidí saludarla. Platicamos un buen rato, habrá sido una hora, en la que ella habló 58 minutos y yo dos y únicamente con onomatopéyicos. Después le dije que tenía que ir con mis amigos. Nos despedimos, no sin que antes me escribiera su teléfono en un papelito, diciéndome con sonrisa entrecortada que fuera a su casa para que me preparara un café turco.
Hay veces que uno presiente cierto tipo de cosas, como arriesgadas o comprometedoras, y es cuando se deben seguir los pasos de los amigos. Como lo hizo Cuitláhuac, no le hablé nunca, no tenía ganas de averiguar los enigmas nocturnos del café turco. El que sí lo hizo fue Sergio. Uno de esos días famosos a principios de 1996, estaba yo en mi casa con Rodrigo, quien se ponía un borrachera de miedo. Entre una cuba y otra me dice: "Sabes que Sergio anda con Juana Inés. Ya viven juntos". No era posible. Acababa de ver a Sergio una semana antes y me había dicho que su corazón estaba en Jalapa. Como no le creí a Alemany, que para ese momento ya había vomitado por primera vez, le hablé a Sergio a su nueva casa y me contestó Juana Inés. Después de las formalidades que implica un saludo por teléfono me pasó a Sergio y pude constatar que Alemany tenía razón: Sergio, efectivamente, había sucumbido ante Juana Inés. Después me enteré que se habían encontrado en casa de Natalia y Sergio había decidido probar el café turco esa misma noche.
Sergio y Juana Inés vivieron cuatro meses juntos, mismos que Sergio padeció un sentimiento encontrado: quería irse y no; aun cuando no sintiera nada por ella, no pagaba un centavo de renta, pues vivían en casa de ella, pero, sobre todo, por instinto de supervivencia: las primeras tres semanas Juana Inés ya le había echado el coche encima un par de veces cuando Sergio le decía "Ya me voy". Era tal el grado de esquizofrenia de Juana Inés que un "ya me voy [al trabajo]", lo interpretaba como un "ya me voy [de la casa]". Cuatro meses después, cuando Sergio ya había aprendido a lidiar autos, decidió tomar el toro por los cuernos y marcharse de la casa. Me parece que la osadía le costó golpes y mordidas en brazos y piernas, un encierro de una hora en la farmacia de la esquina porque Juana Inés no lo dejaba salir y haber perdido en la trifulca el ejemplar de mi tesis que le había regalado. Pero antes de que todo esto sucediera, en una noche lluviosa de junio, el chofer pasó por nosotros a la estación de metro Miguel Ángel de Quevedo.
Al llegar al comedor, entramos muy seguros de nosotros mismos, con caras de Antonio Banderas dispuestos a ligar a la primera chavita que pasara frente nosotros. Pasaron varias y ninguna quiso saborear las delicias de un escritor en brama, que les recitaría versos repletos de lascivia al oído mientras bailaban con los cuerpos pegados, hinchados, llenos de sudor y las mejillas en el pecho, escuchando los latidos de un corazón pedestre y arisco, que en clave morse expresaría frases tan imprescindibles como las de los hombres verdaderos, aquéllos que le faltan al respeto al más pintado para después ser puestos en el suelo con volados retardados de izquierda.
Lo primero que vimos fue a Claudia, la ex de Alemany, acompañada de varios amigos. Teníamos como tres meses sin verla porque, cuando terminó con Rodrigo, decidió cortar de tajo la relación con todos los amigos de Alemany. Ya cuando la dejábamos para pasar a lo que íbamos, el tiempo se detuvo por algunos minutos. Ahí estaba ella, esa mujer vestida de negro que no dejaba de mirar al frente como observando la eternidad, como arguyendo sílabas inconexas que se le quedaban en la garganta, detenidas al subir sus cejas de escuadra, su sonrisa altiva pero seductora, su cabello que por la oscuridad se proyectaba seco y parco pero brillando sobre toda la mesa. Era, sin saberlo, el leit motiv de mis impulsos, de la estética, de la única mujer que me había capturado con sólo verla en los últimos diez meses. Saludó a Sergio muy efusivamente, como lo había hecho conmigo también el día en que nos conocimos. Quise hacer los mismo pero mi pudor, la ausencia de una razón extremadamente poderosa para seducir a alguien nueve años mayor o quizás la calma, la oscuridad, Claudia, Alan, Juana Inés que nos miraba sorprendida, me evidenciaron y fueron capaces de que mi ingenuidad disfrazada de indiferencia, transgrediera de nuevo las reglas naturales, haciéndome dar la vuelta y encontrar la pista repleta también de mujeres hermosas, que pasaban otra vez sin verme, para encontrarse con sujetos arrabaleros, de playeras rotas y aretes dorados en las fosas nasales. Sin voltear me di cuenta de cuando Sergio la dejó, para que volviera a sentarse y ubicar sus brazos chilenos sobre la mesa, beber un sorbo de la cerveza de seis pesos y sostener de nuevo la situación sobre sus cejas. Era Paz, chilenísima como la Claudia, como Alemany, como las empanadas de carne molida que había comido los últimos meses. Era Paz Echenique, que después sería como también en un instante dejaría de ser. Supe que puso la cerveza sobre la mesa y me miró. Nadie me lo dijo, lo sentí sobre mi espalda, como caricia. Supe que me miró una segunda vez y me di cuenta de que la noche no sería corta.
PD. El tiempo, sin embargo, es pernicioso: mi amigo Alan murió dos años después, a los treinta; a Sergio lo sigo viendo seguido y, además de ser vuevamente becario del Fonca, escribe la biografía de un exboxeador; en Monterrey, Cuitláhuac salió del clóset; Juana Inés se casó con un muchacho 15 años menor que ella, tuvieron un chamaco y ya se separaron; yo aprendí a bailar salsa y me cambió la vida; de lo que pasó con Paz ya hablaré después. Hacía tiempo que no sabía de ella, pero me encontré a un ex suyo y me dijo que tenía un hijo y era feliz.
CAS
Paz
Fue Sergio Valero quien me dijo, "vamos al baile, Carlos". Yo en realidad no supe qué decir. Por un lado soy pésimo bailarín, sobre todo cuando se trata de salsa. Pero lo que más me causó aversión fue que el celebrado baile tendría lugar en el comedor universitario de CU, el lugar que más odié durante mis primeros años en la licenciatura. Quién haya comido alguna vez en el comedor sabe a qué me refiero. La comida cuesta --hace cinco años costaba-- entre tres y cuatro pesos, y le servían a uno algo así como salchichas, de muy dudosa procedencia, con algo de papas; en el mejor de los casos había huevos estrellados, que la gente comía con la boca a escasos cinco centímetros del plato en aquellas mesas solitarias y desencantadas. Patético. Sólo fui un par de veces y juré no regresar.
Sin embargo esa noche había que hacer algo, teníamos que movernos. Estaba con Sergio y Alan Sandoval en el metro Miguel Ángel de Quevedo y accedí a ir al baile. Sergio, con el aire de seguridad propio solamente de quien da órdenes, dijo: "Perfecto, nada más llamo al chofer". El chofer que pasaría por nosotros era la chava en turno de Sergio, de la que por razones de pudor, autocensura y seguridad, omitiré su nombre. Por supuesto que no es gratuito. Para empezar se trataba de una mujer que era ex de otro amigo nuestro, con el que había pasado los últimos siete años y que la cambió por una niña de dieciocho que escribía cuentos sobre gatos y choques eléctricos. Cuando esta mujer, que para darle cierto rasgo de carácter llamaré Juana Inés, fue abandonada por el otro (por cierto, la última vez que los vimos juntos fue en una comida en casa de Rodrigo Alemany y Claudia, cuando éstos todavía andaban juntos; el ambiente fue inquisitorial y peligroso por los ojazos de pistola que se echaban entre todos), intentó cerrar un capítulo en su vida y se dedicó a ligarse a los amigos de su ex. El primer intento fue con Cuitláhuac Quiroga, con quien quedó de verse un viernes en el bar clandestino en casa de Natalia Toledo. Pero Cuitláhuac, muy hábilmente sabiendo de qué tipo de mujer se trataba, no llegó nunca a la cita. Lo peor fue que yo ese día también estaba en casa de Natalia y, como es de suponer en un lugar tan pequeño, me la encontré, no sin que antes pasara tres veces frente a mí como diciéndome I?m here, you stupid bastard. Hubiera sido ridículo que pasara una cuarta, así que decidí saludarla. Platicamos un buen rato, habrá sido una hora, en la que ella habló 58 minutos y yo dos y únicamente con onomatopéyicos. Después le dije que tenía que ir con mis amigos. Nos despedimos, no sin que antes me escribiera su teléfono en un papelito, diciéndome con sonrisa entrecortada que fuera a su casa para que me preparara un café turco.
Hay veces que uno presiente cierto tipo de cosas, como arriesgadas o comprometedoras, y es cuando se deben seguir los pasos de los amigos. Como lo hizo Cuitláhuac, no le hablé nunca, no tenía ganas de averiguar los enigmas nocturnos del café turco. El que sí lo hizo fue Sergio. Uno de esos días famosos a principios de 1996, estaba yo en mi casa con Rodrigo, quien se ponía un borrachera de miedo. Entre una cuba y otra me dice: "Sabes que Sergio anda con Juana Inés. Ya viven juntos". No era posible. Acababa de ver a Sergio una semana antes y me había dicho que su corazón estaba en Jalapa. Como no le creí a Alemany, que para ese momento ya había vomitado por primera vez, le hablé a Sergio a su nueva casa y me contestó Juana Inés. Después de las formalidades que implica un saludo por teléfono me pasó a Sergio y pude constatar que Alemany tenía razón: Sergio, efectivamente, había sucumbido ante Juana Inés. Después me enteré que se habían encontrado en casa de Natalia y Sergio había decidido probar el café turco esa misma noche.
Sergio y Juana Inés vivieron cuatro meses juntos, mismos que Sergio padeció un sentimiento encontrado: quería irse y no; aun cuando no sintiera nada por ella, no pagaba un centavo de renta, pues vivían en casa de ella, pero, sobre todo, por instinto de supervivencia: las primeras tres semanas Juana Inés ya le había echado el coche encima un par de veces cuando Sergio le decía "Ya me voy". Era tal el grado de esquizofrenia de Juana Inés que un "ya me voy [al trabajo]", lo interpretaba como un "ya me voy [de la casa]". Cuatro meses después, cuando Sergio ya había aprendido a lidiar autos, decidió tomar el toro por los cuernos y marcharse de la casa. Me parece que la osadía le costó golpes y mordidas en brazos y piernas, un encierro de una hora en la farmacia de la esquina porque Juana Inés no lo dejaba salir y haber perdido en la trifulca el ejemplar de mi tesis que le había regalado. Pero antes de que todo esto sucediera, en una noche lluviosa de junio, el chofer pasó por nosotros a la estación de metro Miguel Ángel de Quevedo.
Al llegar al comedor, entramos muy seguros de nosotros mismos, con caras de Antonio Banderas dispuestos a ligar a la primera chavita que pasara frente nosotros. Pasaron varias y ninguna quiso saborear las delicias de un escritor en brama, que les recitaría versos repletos de lascivia al oído mientras bailaban con los cuerpos pegados, hinchados, llenos de sudor y las mejillas en el pecho, escuchando los latidos de un corazón pedestre y arisco, que en clave morse expresaría frases tan imprescindibles como las de los hombres verdaderos, aquéllos que le faltan al respeto al más pintado para después ser puestos en el suelo con volados retardados de izquierda.
Lo primero que vimos fue a Claudia, la ex de Alemany, acompañada de varios amigos. Teníamos como tres meses sin verla porque, cuando terminó con Rodrigo, decidió cortar de tajo la relación con todos los amigos de Alemany. Ya cuando la dejábamos para pasar a lo que íbamos, el tiempo se detuvo por algunos minutos. Ahí estaba ella, esa mujer vestida de negro que no dejaba de mirar al frente como observando la eternidad, como arguyendo sílabas inconexas que se le quedaban en la garganta, detenidas al subir sus cejas de escuadra, su sonrisa altiva pero seductora, su cabello que por la oscuridad se proyectaba seco y parco pero brillando sobre toda la mesa. Era, sin saberlo, el leit motiv de mis impulsos, de la estética, de la única mujer que me había capturado con sólo verla en los últimos diez meses. Saludó a Sergio muy efusivamente, como lo había hecho conmigo también el día en que nos conocimos. Quise hacer los mismo pero mi pudor, la ausencia de una razón extremadamente poderosa para seducir a alguien nueve años mayor o quizás la calma, la oscuridad, Claudia, Alan, Juana Inés que nos miraba sorprendida, me evidenciaron y fueron capaces de que mi ingenuidad disfrazada de indiferencia, transgrediera de nuevo las reglas naturales, haciéndome dar la vuelta y encontrar la pista repleta también de mujeres hermosas, que pasaban otra vez sin verme, para encontrarse con sujetos arrabaleros, de playeras rotas y aretes dorados en las fosas nasales. Sin voltear me di cuenta de cuando Sergio la dejó, para que volviera a sentarse y ubicar sus brazos chilenos sobre la mesa, beber un sorbo de la cerveza de seis pesos y sostener de nuevo la situación sobre sus cejas. Era Paz, chilenísima como la Claudia, como Alemany, como las empanadas de carne molida que había comido los últimos meses. Era Paz Echenique, que después sería como también en un instante dejaría de ser. Supe que puso la cerveza sobre la mesa y me miró. Nadie me lo dijo, lo sentí sobre mi espalda, como caricia. Supe que me miró una segunda vez y me di cuenta de que la noche no sería corta.
PD. El tiempo, sin embargo, es pernicioso: mi amigo Alan murió dos años después, a los treinta; a Sergio lo sigo viendo seguido y, además de ser vuevamente becario del Fonca, escribe la biografía de un exboxeador; en Monterrey, Cuitláhuac salió del clóset; Juana Inés se casó con un muchacho 15 años menor que ella, tuvieron un chamaco y ya se separaron; yo aprendí a bailar salsa y me cambió la vida; de lo que pasó con Paz ya hablaré después. Hacía tiempo que no sabía de ella, pero me encontré a un ex suyo y me dijo que tenía un hijo y era feliz.
CAS
martes, octubre 21, 2003
Mañana miércoles presentamos el libro colectivo de ensayos Juan José Arreola. Aproximaciones. El bisne es en la sala Adamo Boari del H. Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México a las siete de la noche. Los presentadores serán Felipe de Jesús Hernández, Felipe Vázquez, Alberto Cue y su servilleta. Habrá chupe y bocadillos de honor. La importancia de asistir al antes mencionado convite es que ahí se darán los detalles, señales y pelos de la fiesta del próximo viernes patrocinada por Pinkililinki. Va y salú.
CAS
CAS
domingo, octubre 19, 2003
El miércoles una alumna me preguntó: "¿Podemos traer a nuestros novios a la clase?" Siempre he sido un obstinado del lenguaje y más allá de que la palabra que más utilice, como buen mexicano, sea el término "güey" (según el docto criterio de los maestros del Diccionario de la Real Academia, "persona tonta o palabra para dirigirse a alguien que se ha tropezado"), hay términos que me ponen entre la espada y la pared. Recuerdo que en Historia del cerco de Lisboa de José Saramago, el corrector del libro sobre el cerco aumenta una palabra, un insignificante "no". La historia portuguesa, entonces, cambia en su totalidad. Asimismo, me viene a la mente la vez en que este muchacho delincuente que debiera estar en la cárcel, Óscar Espinosa Villarreal, en una entrevista de banqueta dijo "El problema es que hemos dejado que la policía se corrompa en exceso". Esto cuando era regente del D.F. Y ahora que mis bienamadas alumnas me pedían lo anterior, sólo pude pensar en una horda de bárbaros atomizando mi clase, haciéndoles cuchi-cuchi a sus respectivas susodichas. Además, la comisionada de dicha increpación no me preguntó "¿Puedo traer a mi novio?", sino que utilizó impunemente un plural caótico y, digamos, incomprensible para un servidor. La palabra "nuestros" de entrada me hizo pensar en una cofradía de sementales que, entre otras muchos servicios, se prestaban como siervos de compañía en las clases de redacción y si en algún momento el maestro osaba corregir a su ama(da), le cortaban un dedo al mentor con una daga escrupulosamente escondida en su librea. Eso independientemente de que más de uno ya le ha gruñido al antes mencionado personaje cuando llega a impartir cátedra cada semana. No habría problema, por lo demás, si ese personaje fuera alguien desconocido, cosa que, hoy día, es algo que empiezo a anhelar, pues nuestros nombres coinciden en todas sus letras. Creo que de hoy en adelante empezaré a enviarlo a él para quedarme en casa. Finalmente, pensar en esa ya consumada legión de novios, puede tener sus ventajas: utilizarlos como mulas de carga y fuetearlos cuando levanten la mirada. De eso me encargo, pues esto de ser maestro tiene sus prerrogativas y beneficios. Por eso, sin pensarlo mucho y emulando a Saramago, dije sin más "no".
CAS
CAS
miércoles, octubre 15, 2003
Proxenetismo y De la Cruz
Si alguna vez me veo en dificultades y el lado ingrato de la literatura me atrapa para ya no darme de comer, me dedicaría a proxeneta. La habilidad para facilitar amores ilícitos o peligrosos la arrastro desde que a mi primo Xavier le presenté a mi amiga Libertad, un affaire incomprensible que tuvo sus instantes endémicos en un cuarto de azotea en la H. colonia de la Sta. María La Ribera de la ciudad de México. La ruta trágica siguió con el romance entre mi amigo José Carlos y mi prima Cris, que terminó cuando la ingrata, que vivía en Irlanda, tuvo la oportunidad de engañarlo con un Johnny Walker cualquiera, quien por cierto tenía la osadía de beber Guiness. Otro éxito como empresario amoroso fue cuando presenté a mi primo Cacho con una vieja compañera de la universidad llamada Laura. Creo que se llevaron bien mientras duró, esto es, cuando Laura se enteró de que Cacho tenía un par de novias más. Enloquecida después de beberse un litro de tequila, se tragó un frasco de tranquilizantes y quiso electrocutar a mi primo con la puerta eléctrica de su casa. Minutos después, en un momento de lucidez, concluyó que lo mejor era echarle gasolina y prenderle fuego. Cacho logró convencerla de que eso no era lo adecuado, pero lo que no pudo evitar fue que le arrancara un pedazo de carne del antebrazo. Además, también hice lo propio con el Serge y Dianchen y, tiempo después, con el Fuc y otra amiga de la que todavía no puedo decir su nombre.
Estas experiencias me llevan a la conclusión de que tendría mínimo las cartas credenciales para poderme dedicar a tan digna profesión, sobre todo cuando empiezan a suceder en mi casa y el mismo día en que introduzco a los actores. Mi amigo Gerardo de la Cruz, escritor, domador de gatos, bebedor de café con marihuana y corrector del Plan Nacional de Cultura de Sari Bermúdez, llegó un día a mi casa. Cabe destacar que, en ese tiempo, vivía a tres cuadras en un departamento que conocí antes que él, incluso hice una fiesta ahí. Era casa de una amiga gringa, Kim Silver, muy parecida a Delacroix pero con la salvedad de que su gato estaba lisiado por haber perdido una de sus vidas al caerse a la calle desde el tercer piso. Coincidencias de la vida, y yo que pensaba no volver a ver ese insigne sitio. Pero regresando, Delacroac-bebedor-además-de-whisky llegó a mi casa cuando yo estaba con dos amigas. A este miserable siempre le brillan los ojitos cuando la aritmética tiende tanto a los números pares como a las igualdades genéricas, en este caso, dos güeyes y dos viejas. Pero tampoco existió la posibilidad de decirle que la cosa era tranquila. Al cabo de unos tragos, una de ellas se fue y quedamos sólo tres, si las matemáticas no me fallan ahora, como me fallaron esa noche. Dos segundos después entendí qué pasaba; les dije que me iba a dormir pero no me hicieron caso. Sólo alcancé a estirarle un condón y darle una palmada paternal en la espalda. A las seis de la mañana me despierta mi amiga diciéndome: “Acompáñame al metro”. Las mujeres, en sentido estricto, tienen ciertos momentos en que carecen de cualquier sentido, incluso del estricto, y ahora, después de haberse tirado a Delacrush en la sala de mi casa, venía a que la acompañara.
–Dile a ese güey que te acompañe, al cabo que vive por ahí.
–Pero si apenas lo conozco.
El conocimiento entre los seres humanos, bien dicen los especialistas en la materia, sucede con el paso de muchos años, y a veces ni siquiera se logra. Por eso se piensa que el entendimiento del alma es lo más complicado que existe en la vida; el contacto físico, en cambio, se lleva a cabo sin que nos enfrentemos a problemas éticos o morales. De ahí que podamos saludar de mano a un desconocido, besar en la mejilla a alguien que recién nos presentaron, darle un abrazo a quien nunca hemos visto y acaba de perder a un ser querido o cogerse a la amiga de un amigo después de escasas tres cubas.
Pero Delascruzadas aparece en otra anécdota oscura que bien cabría de nuevo en la temática. Un día, viernes en la noche, me habla:
–¿Qué onda?
–Pues hay una fiesta en casa de Tom, un amigo belga –le digo.
–OK. Te caigo ahorita en tu casa para calentar motores.
De la + llegó con una amiga de la que me reservo el nombre, pues es la protagonista de la historia. Llegamos en banda, como diez amigos más, a la fiesta. Nos abrió la puerta Kent, camarada que tiene una chava que se llama Barbie Malibú; los dos son pintores. Parece que en París vendían bien su trabajo, pero en México se dieron cuenta de que la cosa sería más difícil. Así, tuvieron que trabajar de modelos. También les iba bien. Ahora me dicen que están en Milán dedicándose a lo que verdaderamente les alimenta el espíritu: el arte. No quiero ser inmoral, pero en Milán están los diseñadores y las pasarelas más importantes del mundo.
–¡Quiubo, Kent! ¿Cómo estás?
Como sucede en las fiestas de extranjeros en cualquier país, en ellas se encuentra por completo la legión extranjera, y ésta no fue la excepción. La amiga de Delacroce ubicó de inmediato a un alemán que parecía diez años menor que ella. Después de un rato, como debíamos ir a otra fiesta, tuvimos que arrancarla literalmente de esas garras teutonas, muy a su pesar desde luego, pero ella manejaba una de las naves. El otro reven nos decepcionó, no porque no estuviera prendido sino porque era pura música electrónica y todavía faltaban tres dj’s por tocar. Regresamos a la fiesta de Tom belga y la amiga preguntó por el alemán. Se había ido. La cara de la pobre se descompuso. Instantes después recuperó el semblante cuando alguien le dijo que era muy probable que estuviera arriba. Entonces... la azotea. Delacrucifixión y yo nos sentamos en un sillón de primera fila, al tiempo que el alemán bajaba y hacía el gesto de inflar un globo a todo mexicano que veía. Por fin encontró a un benefactor oleaginoso y pudo regresar arriba. Creo que fue una hora lo que tardó en bajar la amiga de Delacrujía13. Su cara de felicidad sólo la entendimos cabalmente cuando espetó: “Tenía un año sin hacerlo”.
Parece que una semana después el alemán, del que hay que repetir tenía diez años menos que ella, se fue a vivir a su casa, aunque según cuenta Delacrusli, sólo fueron tres meses, cuando ella se dio cuenta de que dos horas más con el chamaco y hubiera terminado en la ruina económica.
Ser alcahuete en todas sus vertientes es una labor caprichosa pero benévola. En lo particular me gustaría encontrarle un galán a mi vecina Juanita; el problema es que el candidato debe ser algo así como Dorian Gray para que estén en igualdad de condiciones. Y pido muy poco: sólo quiero que se la lleve a otra casa, a otro país, al otro mundo. Siempre he fracasado pero no pierdo la esperanza, pues eso de ser celestino es una actividad divina que, si se realiza con devoción, puede abrirnos incluso el reino de los cielos, aunque sea porque alguien nos pegue un balazo.
CAS
Si alguna vez me veo en dificultades y el lado ingrato de la literatura me atrapa para ya no darme de comer, me dedicaría a proxeneta. La habilidad para facilitar amores ilícitos o peligrosos la arrastro desde que a mi primo Xavier le presenté a mi amiga Libertad, un affaire incomprensible que tuvo sus instantes endémicos en un cuarto de azotea en la H. colonia de la Sta. María La Ribera de la ciudad de México. La ruta trágica siguió con el romance entre mi amigo José Carlos y mi prima Cris, que terminó cuando la ingrata, que vivía en Irlanda, tuvo la oportunidad de engañarlo con un Johnny Walker cualquiera, quien por cierto tenía la osadía de beber Guiness. Otro éxito como empresario amoroso fue cuando presenté a mi primo Cacho con una vieja compañera de la universidad llamada Laura. Creo que se llevaron bien mientras duró, esto es, cuando Laura se enteró de que Cacho tenía un par de novias más. Enloquecida después de beberse un litro de tequila, se tragó un frasco de tranquilizantes y quiso electrocutar a mi primo con la puerta eléctrica de su casa. Minutos después, en un momento de lucidez, concluyó que lo mejor era echarle gasolina y prenderle fuego. Cacho logró convencerla de que eso no era lo adecuado, pero lo que no pudo evitar fue que le arrancara un pedazo de carne del antebrazo. Además, también hice lo propio con el Serge y Dianchen y, tiempo después, con el Fuc y otra amiga de la que todavía no puedo decir su nombre.
Estas experiencias me llevan a la conclusión de que tendría mínimo las cartas credenciales para poderme dedicar a tan digna profesión, sobre todo cuando empiezan a suceder en mi casa y el mismo día en que introduzco a los actores. Mi amigo Gerardo de la Cruz, escritor, domador de gatos, bebedor de café con marihuana y corrector del Plan Nacional de Cultura de Sari Bermúdez, llegó un día a mi casa. Cabe destacar que, en ese tiempo, vivía a tres cuadras en un departamento que conocí antes que él, incluso hice una fiesta ahí. Era casa de una amiga gringa, Kim Silver, muy parecida a Delacroix pero con la salvedad de que su gato estaba lisiado por haber perdido una de sus vidas al caerse a la calle desde el tercer piso. Coincidencias de la vida, y yo que pensaba no volver a ver ese insigne sitio. Pero regresando, Delacroac-bebedor-además-de-whisky llegó a mi casa cuando yo estaba con dos amigas. A este miserable siempre le brillan los ojitos cuando la aritmética tiende tanto a los números pares como a las igualdades genéricas, en este caso, dos güeyes y dos viejas. Pero tampoco existió la posibilidad de decirle que la cosa era tranquila. Al cabo de unos tragos, una de ellas se fue y quedamos sólo tres, si las matemáticas no me fallan ahora, como me fallaron esa noche. Dos segundos después entendí qué pasaba; les dije que me iba a dormir pero no me hicieron caso. Sólo alcancé a estirarle un condón y darle una palmada paternal en la espalda. A las seis de la mañana me despierta mi amiga diciéndome: “Acompáñame al metro”. Las mujeres, en sentido estricto, tienen ciertos momentos en que carecen de cualquier sentido, incluso del estricto, y ahora, después de haberse tirado a Delacrush en la sala de mi casa, venía a que la acompañara.
–Dile a ese güey que te acompañe, al cabo que vive por ahí.
–Pero si apenas lo conozco.
El conocimiento entre los seres humanos, bien dicen los especialistas en la materia, sucede con el paso de muchos años, y a veces ni siquiera se logra. Por eso se piensa que el entendimiento del alma es lo más complicado que existe en la vida; el contacto físico, en cambio, se lleva a cabo sin que nos enfrentemos a problemas éticos o morales. De ahí que podamos saludar de mano a un desconocido, besar en la mejilla a alguien que recién nos presentaron, darle un abrazo a quien nunca hemos visto y acaba de perder a un ser querido o cogerse a la amiga de un amigo después de escasas tres cubas.
Pero Delascruzadas aparece en otra anécdota oscura que bien cabría de nuevo en la temática. Un día, viernes en la noche, me habla:
–¿Qué onda?
–Pues hay una fiesta en casa de Tom, un amigo belga –le digo.
–OK. Te caigo ahorita en tu casa para calentar motores.
De la + llegó con una amiga de la que me reservo el nombre, pues es la protagonista de la historia. Llegamos en banda, como diez amigos más, a la fiesta. Nos abrió la puerta Kent, camarada que tiene una chava que se llama Barbie Malibú; los dos son pintores. Parece que en París vendían bien su trabajo, pero en México se dieron cuenta de que la cosa sería más difícil. Así, tuvieron que trabajar de modelos. También les iba bien. Ahora me dicen que están en Milán dedicándose a lo que verdaderamente les alimenta el espíritu: el arte. No quiero ser inmoral, pero en Milán están los diseñadores y las pasarelas más importantes del mundo.
–¡Quiubo, Kent! ¿Cómo estás?
Como sucede en las fiestas de extranjeros en cualquier país, en ellas se encuentra por completo la legión extranjera, y ésta no fue la excepción. La amiga de Delacroce ubicó de inmediato a un alemán que parecía diez años menor que ella. Después de un rato, como debíamos ir a otra fiesta, tuvimos que arrancarla literalmente de esas garras teutonas, muy a su pesar desde luego, pero ella manejaba una de las naves. El otro reven nos decepcionó, no porque no estuviera prendido sino porque era pura música electrónica y todavía faltaban tres dj’s por tocar. Regresamos a la fiesta de Tom belga y la amiga preguntó por el alemán. Se había ido. La cara de la pobre se descompuso. Instantes después recuperó el semblante cuando alguien le dijo que era muy probable que estuviera arriba. Entonces... la azotea. Delacrucifixión y yo nos sentamos en un sillón de primera fila, al tiempo que el alemán bajaba y hacía el gesto de inflar un globo a todo mexicano que veía. Por fin encontró a un benefactor oleaginoso y pudo regresar arriba. Creo que fue una hora lo que tardó en bajar la amiga de Delacrujía13. Su cara de felicidad sólo la entendimos cabalmente cuando espetó: “Tenía un año sin hacerlo”.
Parece que una semana después el alemán, del que hay que repetir tenía diez años menos que ella, se fue a vivir a su casa, aunque según cuenta Delacrusli, sólo fueron tres meses, cuando ella se dio cuenta de que dos horas más con el chamaco y hubiera terminado en la ruina económica.
Ser alcahuete en todas sus vertientes es una labor caprichosa pero benévola. En lo particular me gustaría encontrarle un galán a mi vecina Juanita; el problema es que el candidato debe ser algo así como Dorian Gray para que estén en igualdad de condiciones. Y pido muy poco: sólo quiero que se la lleve a otra casa, a otro país, al otro mundo. Siempre he fracasado pero no pierdo la esperanza, pues eso de ser celestino es una actividad divina que, si se realiza con devoción, puede abrirnos incluso el reino de los cielos, aunque sea porque alguien nos pegue un balazo.
CAS
viernes, octubre 10, 2003
Loor de una contestadora
En una sociedad disipada en la que los vehículos de comunicación pasan casi estrictamente por los mass media o la prensa escrita, es necesario señalar un canal alterno, acaso menos pernicioso que los demás (ya lo ha dicho el presidente Fox, "que bueno que no leen, se sentirán mejor"). Sin saldar cuentas con los que no estén en favor, aludo sin más a las contestadoras telefónicas. Herederas de una tradición que pasa por las misivas decimonónicas, la cinematografía de Fritz Lang y las misteriosas señales de humo, estos aparatos documentan una historia extravagante que se extiende hasta el presente: son portadoras de una inmediatez sostenida, pues las voces cuando suenan después de apretar play se reproducen en un estadio de insondable actualidad. Los mensajes en una contestadora, como sucede con las cartas, son en principio deseos esperanzadores que tienen como esencia la expectativa de ser escuchados y luego respondidos con otra llamada telefónica. Quien deja el registro de una voz, propicia, sin saberlo pues no hay tiempo para pensarlo, su inmortalidad.
La secuencia de voces anónimas, un bodegón caótico al más puro estilo de Lichtenstein, simula el coro de las tragedias griegas: un mural acústico cuya principal función es iluminar la parte oscura del depositario de los mensajes, su alter ego, su historia de hombre ilustrado a la manera de Ray Bradbury. Pero la expectativa de quien habla también tiene su contraparte en quien escucha. Cuando la persona que llama no deja un mensaje y se oye simplemente el teléfono colgado, el oyente crea una expectativa a la inversa y se lamenta ad infinitum por la privación de un potencial mensaje, nunca dicho y, por tanto, perdido en una realidad alterna; la cuarta dimensión, dirían los científicos. Una contestadora puede ser, asimismo, un arma perniciosa que atente contra uno mismo; esto si no existe el cinismo suficiente para asumir con sobrada responsabilidad un "me valen madres las llamadas colgadas". No obstante, quien lo asuma como tal es un vulgar mentiroso.
Las contestadoras sirven también como un momento de suspensión entre su dueño y la realidad exterior. Dicho de otro modo, promueven la posibilidad de privilegiar al interlocutor o aventajar a quien llama al responderle la llamada en un momento más adecuado, es decir, cuando le venga en gana. En la taxonomía de gente que enfrenta a la grabadora se incluyen varios personajes: los que dejan mensajes, los que cuelgan y los persistentes que se niegan a hablar con una máquina y amedrentan violentamente con un "¡Contesta, hijo de tu pinche madre; sé que estás ahí!" Consideremos, sin ánimo de ofender a nadie, que esta persona guarda un trauma de infancia del orden "mis papás nunca me pelaron y pensé en matarlos". Sobra decirlo, pero en estos casos hay que contestar sin considerarlo mucho. Otro caso sucede con los mensajes de amor o las voces desconocidas que invitan ir al Más Allá o al véngase pa' cá. Aquí hay que irse con mucho tiento, pues uno se puede llevar un chasco de dimensiones espectaculares. Sin misoginia implícita, a esas mujeres hay que dejarlas en la contestadora.
Mención aparte merecen los mensajes de bienvenida, verbigracia, "no estoy, deja tu mensaje", "te hablo después" o "si quieres mandar un fax inicia la vaca porque no tengo fax". Mi amigo el Mat es especialista en ellos, pues van desde grabar el último comunicado del Supmarcos hasta un "¡Arriba los Pumas, cabrones! Deja tu mensaje si eres tan amable", cuando ganan los mininos. Están los que aman el arte conceptual y ponen completa una rola de Velvet Underground antes de que suene el bip para dejar el mensaje. Evidentemente ya no hay espacio para el mismo y sólo se alcanza decir "Hola, soy...", y pluc, uno se hace Ulises en el acto (para los escépticos, "Nobody", in other words). Aquí suele darse una circunstancia que me encanta: los mexicanos padecen en gran medida, y sin saberlo, el síndrome "Hugo Sánchez", es decir, hablar de uno mismo en tercera persona. Así, los mensajes que abundan en la cintas de contestadora, empiezan contundentemente con "Habla Lupita, Pedrito o Juan de las Pitas" o "Es María, José o el Niño Dios", en lugar de decir "Soy tal o cual güey".
Otro uso de las contestadoras, quizás poco practicado pero sumamente funcional, es el chantaje. Los mensajes grabados son la evidencia perfecta para la coacción de los amigos que tarde o temprano se harán famosos. Por ejemplo, en mi colección de cintas de contestadora hay varios que puedo utilizar en mi favor cuando me encuentre en la inopia. Hay uno alalimón del Fuc y el Olis antológico, que bien podría ser objeto de estudio para los especialistas en problemas alcohólicos; se trata de una borrachera in crescendo. Ese día yo estaba con ellos pero me fui temprano, como a las tres de la madrugada. Así, en lo sucesivo, mi contestadora se llenó de mensajes increpadores que empezaban invariablemente con un "Pinche puto". La última llamada llegó a las nueve de la mañana. La voz del Fuc hacía imaginar lagañas diligentemente incrustadas en su garganta: "Pinche güey, nos abandonaste; necesitamos ayuda, estamos muy mal. Ya salió el sol; mira, salgo a que me dé un poco y tú jetón. ¡Culero, nos abandonaste!" Como ambos aspiran cuando menos a sendos nóbeles, ya estoy preparando mi carta intimidatoria para recibir la parte del premio que me merezco. Otro caso fue el de Jermoc. Un día, cuando vivía todavía en México y abusaban de él en La Jornada, le pidieron un trabajo vejatorio. Corría el 31 de diciembre de 1999 y le tocaba hacer guardia en el periódico para esa noche de año y siglo nuevo (aunque fuera sólo por el primer dígito); su jefe lo llamó para decirle "Jerónimo, se me acaba de ocurrir una idea genial: vamos a publicar el primer nacimiento y la primera muerte del siglo en México; a ti te toca la segunda". Sin estar de acuerdo con la orden del jefe, pero con la firme certeza de que no podía perder la chamba, el buen Jermoc se dirigió el Hospital de Cardiología de la ciudad de México, según las estadisticas, el hospital con mayor índice de mortalidad en el país. Así, mientras la mayoría de la gente festejaba el nuevo siglo, Jermoc acompañaba a los familiares de una persona a punto de morir, aunque él estuviera ahí para hacer su trabajo. "Vida de mierda", pensó al tiempo que injuriaba también a su jefe. Pero el primer muerto del año no llegó en Cardiología sino en la calle. Minutos después de las doce, un abuelo salió con su nieta a comprar unos refrescos. Nunca llegaron: un imbécil alcoholizado a bordo de su auto los arrolló. Las fotos de Jermoc son de la niña en la morgue; cabe decir que nunca la tomó de cuerpo entero sino que fueron placas de muchísimo sentido común: de los pies desde abajo, del cuerpo con la sábana, etc. Las fotos, por suerte, nunca salieron en La Jornada. Lo que vino a continuación fue una serie de disquisiciones acerca de la ruindad humana dejadas en mi contestadora. Todo eso lo escuché una semana más tarde, después de que regresé de vacaciones, y fue algo estremecedor. La última llamada había sido desde un puente del Periférico, adonde se había ido con una amiga a beber champaña. Por algunos días consideré borrarlo, pero después de pensarlo bien, creí que podía utilizarlo para cuando Jermoc gane el Pulitzer. Está de más mencionarlo, pero estamos ante una joya.
Las contestadoras, en resumen, son artefactos que una vez adquiridos no se puede vivir sin ellos. Están a la altura de un refrigerador, una computadora o una wafflera. Sin exagerar la nota, con ellas hay una extraña sensación de sentirse queridos.
CAS
En una sociedad disipada en la que los vehículos de comunicación pasan casi estrictamente por los mass media o la prensa escrita, es necesario señalar un canal alterno, acaso menos pernicioso que los demás (ya lo ha dicho el presidente Fox, "que bueno que no leen, se sentirán mejor"). Sin saldar cuentas con los que no estén en favor, aludo sin más a las contestadoras telefónicas. Herederas de una tradición que pasa por las misivas decimonónicas, la cinematografía de Fritz Lang y las misteriosas señales de humo, estos aparatos documentan una historia extravagante que se extiende hasta el presente: son portadoras de una inmediatez sostenida, pues las voces cuando suenan después de apretar play se reproducen en un estadio de insondable actualidad. Los mensajes en una contestadora, como sucede con las cartas, son en principio deseos esperanzadores que tienen como esencia la expectativa de ser escuchados y luego respondidos con otra llamada telefónica. Quien deja el registro de una voz, propicia, sin saberlo pues no hay tiempo para pensarlo, su inmortalidad.
La secuencia de voces anónimas, un bodegón caótico al más puro estilo de Lichtenstein, simula el coro de las tragedias griegas: un mural acústico cuya principal función es iluminar la parte oscura del depositario de los mensajes, su alter ego, su historia de hombre ilustrado a la manera de Ray Bradbury. Pero la expectativa de quien habla también tiene su contraparte en quien escucha. Cuando la persona que llama no deja un mensaje y se oye simplemente el teléfono colgado, el oyente crea una expectativa a la inversa y se lamenta ad infinitum por la privación de un potencial mensaje, nunca dicho y, por tanto, perdido en una realidad alterna; la cuarta dimensión, dirían los científicos. Una contestadora puede ser, asimismo, un arma perniciosa que atente contra uno mismo; esto si no existe el cinismo suficiente para asumir con sobrada responsabilidad un "me valen madres las llamadas colgadas". No obstante, quien lo asuma como tal es un vulgar mentiroso.
Las contestadoras sirven también como un momento de suspensión entre su dueño y la realidad exterior. Dicho de otro modo, promueven la posibilidad de privilegiar al interlocutor o aventajar a quien llama al responderle la llamada en un momento más adecuado, es decir, cuando le venga en gana. En la taxonomía de gente que enfrenta a la grabadora se incluyen varios personajes: los que dejan mensajes, los que cuelgan y los persistentes que se niegan a hablar con una máquina y amedrentan violentamente con un "¡Contesta, hijo de tu pinche madre; sé que estás ahí!" Consideremos, sin ánimo de ofender a nadie, que esta persona guarda un trauma de infancia del orden "mis papás nunca me pelaron y pensé en matarlos". Sobra decirlo, pero en estos casos hay que contestar sin considerarlo mucho. Otro caso sucede con los mensajes de amor o las voces desconocidas que invitan ir al Más Allá o al véngase pa' cá. Aquí hay que irse con mucho tiento, pues uno se puede llevar un chasco de dimensiones espectaculares. Sin misoginia implícita, a esas mujeres hay que dejarlas en la contestadora.
Mención aparte merecen los mensajes de bienvenida, verbigracia, "no estoy, deja tu mensaje", "te hablo después" o "si quieres mandar un fax inicia la vaca porque no tengo fax". Mi amigo el Mat es especialista en ellos, pues van desde grabar el último comunicado del Supmarcos hasta un "¡Arriba los Pumas, cabrones! Deja tu mensaje si eres tan amable", cuando ganan los mininos. Están los que aman el arte conceptual y ponen completa una rola de Velvet Underground antes de que suene el bip para dejar el mensaje. Evidentemente ya no hay espacio para el mismo y sólo se alcanza decir "Hola, soy...", y pluc, uno se hace Ulises en el acto (para los escépticos, "Nobody", in other words). Aquí suele darse una circunstancia que me encanta: los mexicanos padecen en gran medida, y sin saberlo, el síndrome "Hugo Sánchez", es decir, hablar de uno mismo en tercera persona. Así, los mensajes que abundan en la cintas de contestadora, empiezan contundentemente con "Habla Lupita, Pedrito o Juan de las Pitas" o "Es María, José o el Niño Dios", en lugar de decir "Soy tal o cual güey".
Otro uso de las contestadoras, quizás poco practicado pero sumamente funcional, es el chantaje. Los mensajes grabados son la evidencia perfecta para la coacción de los amigos que tarde o temprano se harán famosos. Por ejemplo, en mi colección de cintas de contestadora hay varios que puedo utilizar en mi favor cuando me encuentre en la inopia. Hay uno alalimón del Fuc y el Olis antológico, que bien podría ser objeto de estudio para los especialistas en problemas alcohólicos; se trata de una borrachera in crescendo. Ese día yo estaba con ellos pero me fui temprano, como a las tres de la madrugada. Así, en lo sucesivo, mi contestadora se llenó de mensajes increpadores que empezaban invariablemente con un "Pinche puto". La última llamada llegó a las nueve de la mañana. La voz del Fuc hacía imaginar lagañas diligentemente incrustadas en su garganta: "Pinche güey, nos abandonaste; necesitamos ayuda, estamos muy mal. Ya salió el sol; mira, salgo a que me dé un poco y tú jetón. ¡Culero, nos abandonaste!" Como ambos aspiran cuando menos a sendos nóbeles, ya estoy preparando mi carta intimidatoria para recibir la parte del premio que me merezco. Otro caso fue el de Jermoc. Un día, cuando vivía todavía en México y abusaban de él en La Jornada, le pidieron un trabajo vejatorio. Corría el 31 de diciembre de 1999 y le tocaba hacer guardia en el periódico para esa noche de año y siglo nuevo (aunque fuera sólo por el primer dígito); su jefe lo llamó para decirle "Jerónimo, se me acaba de ocurrir una idea genial: vamos a publicar el primer nacimiento y la primera muerte del siglo en México; a ti te toca la segunda". Sin estar de acuerdo con la orden del jefe, pero con la firme certeza de que no podía perder la chamba, el buen Jermoc se dirigió el Hospital de Cardiología de la ciudad de México, según las estadisticas, el hospital con mayor índice de mortalidad en el país. Así, mientras la mayoría de la gente festejaba el nuevo siglo, Jermoc acompañaba a los familiares de una persona a punto de morir, aunque él estuviera ahí para hacer su trabajo. "Vida de mierda", pensó al tiempo que injuriaba también a su jefe. Pero el primer muerto del año no llegó en Cardiología sino en la calle. Minutos después de las doce, un abuelo salió con su nieta a comprar unos refrescos. Nunca llegaron: un imbécil alcoholizado a bordo de su auto los arrolló. Las fotos de Jermoc son de la niña en la morgue; cabe decir que nunca la tomó de cuerpo entero sino que fueron placas de muchísimo sentido común: de los pies desde abajo, del cuerpo con la sábana, etc. Las fotos, por suerte, nunca salieron en La Jornada. Lo que vino a continuación fue una serie de disquisiciones acerca de la ruindad humana dejadas en mi contestadora. Todo eso lo escuché una semana más tarde, después de que regresé de vacaciones, y fue algo estremecedor. La última llamada había sido desde un puente del Periférico, adonde se había ido con una amiga a beber champaña. Por algunos días consideré borrarlo, pero después de pensarlo bien, creí que podía utilizarlo para cuando Jermoc gane el Pulitzer. Está de más mencionarlo, pero estamos ante una joya.
Las contestadoras, en resumen, son artefactos que una vez adquiridos no se puede vivir sin ellos. Están a la altura de un refrigerador, una computadora o una wafflera. Sin exagerar la nota, con ellas hay una extraña sensación de sentirse queridos.
CAS
lunes, octubre 06, 2003
Me ha escrito gente para decirme que no existe alguien que pueda robarse una tapa de alcantarilla en el pantalón y mucho menos alguien lo suficientemente idiota para autonombrarse Nicoménicus. En efecto, tienen razón: lo inventé. Lo curioso es que mi mitomanía me ha traído problemas mayores, como el llamado síndrome Monterroso, verbigracia, que hoy cuando desperté la pinche alcantarilla seguía afuera de mi casa.
CAS
CAS
Siempre me gustó el box. El sábado pasado, por azar, vi la pelea de Guty Espadas frente al maestro Erick "El terrible" Morales. Sin esforzarse mucho, "El terrible" noqueó en el tercero con un certero volado a la oreja. Yo estaba en un antro cubano con una amiga, calentando motores para lo que vendría después: una noche de salsa de carrera larga. Por la pelea y el lugar, quise recordar un poco más a los grandes boxeadores cubanos que hicieron su carrera en México. Pensé en Mantequilla, en Ultiminio. El baile pasó, por unos instantes célebres, a segundo término; no obstante, regresó al primero cuando me acordé de que ahora Mantequilla tiene un grupo de salsa. Lo que vino después no tuvo que ver propiamente con box, aunque también se incluyeran ejecuciones cuerpo a cuerpo y cara a cara. Sin saber cómo, de repente y sin proponérmelo, me encontré chupando al lado de jugadores del Zacatepec. Mi amiga me dijo "Te acuerdas que una vez me dijiste que Mario Grana sería el hombre de mi vida, pues creo que sí". En realidad no tenía ni idea de por qué le había dicho eso y ni siquiera de habérselo dicho, pero ya estabamos ahí chupando tranquilos con ellos por los buenos oficios de mi amiga. Resulta que lo vio y dijo ahorita vengo. Lo ubicó cuando el jugador argentino salía del baño y se topó con él, pero no toparse de "cruzarse con él" sino de literalmente clavarle su nariz en el esternón. Perdón, sonrisa y ciao: no funcionó. Pero como el que persevera alcanza, de nuevo el baño, la salida y el esternón. Y ahora sí "Estamos predestinados, ¿verdad?". Y bueno, pues los tragos, eso sí, sin dejar de increparlos: "¿Cómo se revientan si mañana juegan?" "No, jugamos hoy contra las Cobras (equipo de Ciudad Juárez que creo que por allá no conocen) y ganamos 2-0". Sin en algún momento de mi vida tengo que hacer una confesión dura creo que será ahora: el Zacatepec fue mi equipo de la infancia pero dejé de irle cuando descendió la última vez a segunda división y los hinchas cortaron la porterías a machetazos (con qué más). Era ese gran equipo del Harapos Morales, Mario Hernández, Blanco, Castro, los Larios (de hecho Pablo Larios fue el último jugador de segunda división que estuvo en la selección nacional). En fin, ignoro si mi amiga logró hacer migas, llamas, camas o algo con Grana, pues mientras ella hacía su luchita, yo le cuestionaba a Jorge Jerez su mal carácter y qué pensaba de la palabra "hácesela". El Zacatepec es ahora dirigido por el turco Antonio Mohamed y están haciendo una buena campaña.
Todo esto sucedía en el lugar de salsa y yo en ese momento quería, ya fuera, bailar o acordarme de boxeadores importantes y no platicar con futbolistas argentinos de segunda división. Por suerte se fueron temprano y pasamos a la segunda fase de la farra: la borrachera, el dancing y los desaguisados. Puedo decir, sin cortapisas, que soy una persona tolerante, pero hay momentos en que mi tolerancia la canalizo de otra forma; según dice mi mamá, me transformo en un hombre ideático. Yo le llamo, más bien, salud mental. En general hay pocas cosas en la vida que no soporto: los triunfos del América, un tenedor que no esté paralelo o un martini mal preparado; sin embargo, hay situaciones que me desagradan sobremanera, pues me hacen ver la vileza del ser humano. Y es algo, por lo demás, un poco raro. Me refiero a los mingitorios. Y digo "raro" porque normalmente el olor a baño o una orina recién puesta, esto es, con espuma, los soporto sin muchos problemas; incluso una de las mayores diversiones en la vida --permitidas sólo para los hombres-- es tratar de partir el bloque de hielo que se pone en los mingitorios (a esta actividad se le conoce como romper el hielo). Empero, hay una circunstancia que, como las caricaturas, puede hacerme llorar: no soporto orinar en un mingitorio que tenga una colilla de cigarro. Ese día fui al baño, ya no aguantaba y tenía que hacerlo en algún lado ya. El único libre era uno en el que había una colilla. En realidad hubiera optado por un lavabo pero también estaban llenos, así que cerré los ojos y dije va. Me deprimí; olvidé a los boxeadores, al Zacatepec, la táctica de estenón de mi amiga y salí del tocador como alma en pena buscando la indulgencia del mejor postor. En la mesa, mi amiga bailaba con el mesero (más adelante me diría "Voy subiendo de nivel, ¿no?" La última vez había bailado con un garrotero). Mi desgracia era sólo con mi conciencia. Ya en su casa, con la minifalda subida más allá de donde debe subirse una minifalda, me dijo "¿Quieres que te haga un strip tease?" Sin contestarle, terminé mi mezcal y le dije me voy. En el coche de regreso, pensé en la posible derrota de "El Terrible" y las consecuencias al respecto. No había vuelta de hoja: me hubiera deprimido antes de tiempo.
CAS
Todo esto sucedía en el lugar de salsa y yo en ese momento quería, ya fuera, bailar o acordarme de boxeadores importantes y no platicar con futbolistas argentinos de segunda división. Por suerte se fueron temprano y pasamos a la segunda fase de la farra: la borrachera, el dancing y los desaguisados. Puedo decir, sin cortapisas, que soy una persona tolerante, pero hay momentos en que mi tolerancia la canalizo de otra forma; según dice mi mamá, me transformo en un hombre ideático. Yo le llamo, más bien, salud mental. En general hay pocas cosas en la vida que no soporto: los triunfos del América, un tenedor que no esté paralelo o un martini mal preparado; sin embargo, hay situaciones que me desagradan sobremanera, pues me hacen ver la vileza del ser humano. Y es algo, por lo demás, un poco raro. Me refiero a los mingitorios. Y digo "raro" porque normalmente el olor a baño o una orina recién puesta, esto es, con espuma, los soporto sin muchos problemas; incluso una de las mayores diversiones en la vida --permitidas sólo para los hombres-- es tratar de partir el bloque de hielo que se pone en los mingitorios (a esta actividad se le conoce como romper el hielo). Empero, hay una circunstancia que, como las caricaturas, puede hacerme llorar: no soporto orinar en un mingitorio que tenga una colilla de cigarro. Ese día fui al baño, ya no aguantaba y tenía que hacerlo en algún lado ya. El único libre era uno en el que había una colilla. En realidad hubiera optado por un lavabo pero también estaban llenos, así que cerré los ojos y dije va. Me deprimí; olvidé a los boxeadores, al Zacatepec, la táctica de estenón de mi amiga y salí del tocador como alma en pena buscando la indulgencia del mejor postor. En la mesa, mi amiga bailaba con el mesero (más adelante me diría "Voy subiendo de nivel, ¿no?" La última vez había bailado con un garrotero). Mi desgracia era sólo con mi conciencia. Ya en su casa, con la minifalda subida más allá de donde debe subirse una minifalda, me dijo "¿Quieres que te haga un strip tease?" Sin contestarle, terminé mi mezcal y le dije me voy. En el coche de regreso, pensé en la posible derrota de "El Terrible" y las consecuencias al respecto. No había vuelta de hoja: me hubiera deprimido antes de tiempo.
CAS
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