No lo había querido decir, pero por un ejercicio expiatorio lo haré de una vez por todas: el 25 de noviembre fue mi cumpleaños. Ese día, varios años antes, había nacido otro insigne sagitario: Augusto Pinochet.
CAS
jueves, noviembre 27, 2003
Hace rato estuve chupando con Willy Fadanelli. El güey me preguntó: "¿qué es un blog?" No mames, si tú tienes uno. "Yo no lo hago, pero me han dicho que existe". No mames. ¿Neto...? Creo que es de un fan. Nomames. Por Dios.
CAS
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martes, noviembre 25, 2003
lunes, noviembre 24, 2003
Le dio una chupada al cigarro y miró el cielo, como anhelando que la lluvia inexistente trabara las palabras. Adolorido la miró de nuevo y tiró la colilla con el índice. El aire era tenue y amable. Ella puso la mano en el hombro de él y lo apretó un poco. Así, con la complacencia encontrada en ese tendón desconcertado, ella musitó desviando la mirada:
--Aprende a perdonarme.
CAS
--Aprende a perdonarme.
CAS
sábado, noviembre 22, 2003
Las gallardas secuelas de una Revolución
Dificilmente se puede escapar a la ley de la gravedad, ésa que hace que las cosas vuelvan a ser como antes y aparezcan, sin más, diligentemente depositadas en un inodoro (fue el día de la Revolución y tuve, de nuevo, que consultar esto para no sentirme solo). Ayer Turner pasó por un café y Nicoménicus por un tónico. Los eufemismos sobran en esta vida: no fue uno de ninguno de los dos. Turner se fue por lo de Isa y Nicoménicus y yo recalamos en el Corona. En el camino repitió sin cesar "amo a una mujer"; ya con la cerveza enfrente confesó: "quedé con ella de contratar a alguien para madrear a su marido". Alcé mi trago y brindé por tiempos mejores. Acto seguido, él se levantó y le declaró su amor a cada una de las mujeres bellas que departían tranquilas en tan insigne sitio. Sólo cuando llegó a una mesa del fondo supe que debía ir a por él y llevarlo a descansar; pero esperé un poco. La escena fue reveladora. Justo cuando unos malhechores golpeaban a un desarrapado, Nicoménicus aprovechó para abordar a la mujer de la víctima. "Te amo", le dijo. Un chisguete de sangre invadió la mesa. "¡Ayúdenlo, por favor!", chillaba exasperada la mujer. Domingo y sus hijos acudieron a la cita y separaron a los rijosos. Nicoménicus insistió: "Le decía que estoy enamorado de usted". El otro sangraba con la boca reventada. Domingo terminó también con la camisa enrojecida. Bebí un sorbo de cerveza al tiempo que Domingo llegaba a la mesa sumamente enfurecido: "¡Llévate a ese cabrón; le está declarando su amor a la vieja del güey madreado. No quiero otra madriza aquí!" Fue así como tuve que ir a por Nicoménicus y hacerlo entrar en razón, aunque todavía en el camino me obligó a pararme en plena colonia Obrera. Había una patrulla. Pensé en una regurgitación. Fallé: meo la patrulla. Huímos. Él dijo eres Automán. No contesté nada, aunque era cierto que le estaba salvando el pellejo. Así, al final todavía cruzamos dos alcoholímetros con la destreza de dos chilangos que han vivido un par de meses en la ignominia. Al llegar a mi casa cometí un error más que pasará a formar parte del volumen Efemérides de un mortal erróneamente conspicuo: le telefoneé a la única persona a quien no debía.
CAS
Dificilmente se puede escapar a la ley de la gravedad, ésa que hace que las cosas vuelvan a ser como antes y aparezcan, sin más, diligentemente depositadas en un inodoro (fue el día de la Revolución y tuve, de nuevo, que consultar esto para no sentirme solo). Ayer Turner pasó por un café y Nicoménicus por un tónico. Los eufemismos sobran en esta vida: no fue uno de ninguno de los dos. Turner se fue por lo de Isa y Nicoménicus y yo recalamos en el Corona. En el camino repitió sin cesar "amo a una mujer"; ya con la cerveza enfrente confesó: "quedé con ella de contratar a alguien para madrear a su marido". Alcé mi trago y brindé por tiempos mejores. Acto seguido, él se levantó y le declaró su amor a cada una de las mujeres bellas que departían tranquilas en tan insigne sitio. Sólo cuando llegó a una mesa del fondo supe que debía ir a por él y llevarlo a descansar; pero esperé un poco. La escena fue reveladora. Justo cuando unos malhechores golpeaban a un desarrapado, Nicoménicus aprovechó para abordar a la mujer de la víctima. "Te amo", le dijo. Un chisguete de sangre invadió la mesa. "¡Ayúdenlo, por favor!", chillaba exasperada la mujer. Domingo y sus hijos acudieron a la cita y separaron a los rijosos. Nicoménicus insistió: "Le decía que estoy enamorado de usted". El otro sangraba con la boca reventada. Domingo terminó también con la camisa enrojecida. Bebí un sorbo de cerveza al tiempo que Domingo llegaba a la mesa sumamente enfurecido: "¡Llévate a ese cabrón; le está declarando su amor a la vieja del güey madreado. No quiero otra madriza aquí!" Fue así como tuve que ir a por Nicoménicus y hacerlo entrar en razón, aunque todavía en el camino me obligó a pararme en plena colonia Obrera. Había una patrulla. Pensé en una regurgitación. Fallé: meo la patrulla. Huímos. Él dijo eres Automán. No contesté nada, aunque era cierto que le estaba salvando el pellejo. Así, al final todavía cruzamos dos alcoholímetros con la destreza de dos chilangos que han vivido un par de meses en la ignominia. Al llegar a mi casa cometí un error más que pasará a formar parte del volumen Efemérides de un mortal erróneamente conspicuo: le telefoneé a la única persona a quien no debía.
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martes, noviembre 18, 2003
lunes, noviembre 17, 2003
Silveti
No había querido escribir acerca del suicidio de David Silveti porque era hacer leña de árbol caído; eso independientemente de que a los suicidas siempre los he despreciado. Pero ayer, platicando con mi mamá y unos amigos, pensé, sin cambiar de opinión sobre las personas que se quitan la vida, que quizás debiera hablar un poco de Silveti, sobre todo porque, sin yo ser un experto en toros, fue al primer torero que vi y por el que me aficioné a la tauromaquia. Me parecía sorprendente que un ser humano hubiera podido tener tantas operaciones y seguir dando naturales con la destreza del más fino esteta. Era entonces Silveti el estereotipo de un hombre biónico y el referente inmediato de la insanidad, si se me permie el término. A ningún torero he visto acercarse tanto a los pitones, mucho menos, con tanta quietud, con tanta temeridad, con tanta, perdón, estupidez. Quizás hoy día sólo José Tomás lo logre. Y está claro que Silveti lo hacía simplemente porque sus rodillas no daban para más y la manera de maquillar su mella física era quedarse quieto como los hombres y esperar la embestida fatal. Lo mejor que le podía pasar era que el toro lo enviara por los aires sin cornarlo y esperar que con la caída no sufriera una rotura de vértebras. Varias veces lo vimos terminar la faena con la taleguilla destazada y someterse a memorables y ovacionadas vueltas al ruedo. Y eso de terminar, lo sabe cualquiera que lo haya visto torear, es un miserable eufemismo, pues Silveti no sabía matar. Al momento de la suerte suprema todo espectador sabía, el propio matador en carne propia sabía, que la posibilidad de una estocada bien puesta era, en sus manos, una broma de mal gusto. Silveti, quizás sin tener conciencia de ello, intuía que a algunos rivales había que dejarlos vivos en el campo de batalla, sin esperar la posibilidad de indulto del juez de plaza. Es probable que su regreso a los ruedos (fue el triunfador en la pasada temporada grande de la Plaza México) estuviera relacionado ya con la idea de quitarse la vida, pues torear en sus condiciones era, en sí, un suicido declarado. Pero nos quedó mal. El miercoles pasado llegó al rancho de su familia en Salamanca; después de saludar a su padre le dijo que se iría a su cuarto para meditar unas horas. Al poco rato un sonido seco y estruendoso le quitaría la vida.
Sigo sin justificar los suicidos, pero he de reconocer que la vida de Silvetti por la gloria de las causas y efectos, sólo pudo tener ese desenlace. Quizás lo que defina su vida de matador sean las palabras que R. Vaillalobos escribió para El País, a propósito de su última corrida en el coso de Insurgentes: "David Silveti perdió cuatro orejas porque no se puede estar peor con la espada, pero tampoco más sublime con la muleta. A pesar de escuchar tres avisos, lo sacaron a hombros y el público salió toreando".
CAS
No había querido escribir acerca del suicidio de David Silveti porque era hacer leña de árbol caído; eso independientemente de que a los suicidas siempre los he despreciado. Pero ayer, platicando con mi mamá y unos amigos, pensé, sin cambiar de opinión sobre las personas que se quitan la vida, que quizás debiera hablar un poco de Silveti, sobre todo porque, sin yo ser un experto en toros, fue al primer torero que vi y por el que me aficioné a la tauromaquia. Me parecía sorprendente que un ser humano hubiera podido tener tantas operaciones y seguir dando naturales con la destreza del más fino esteta. Era entonces Silveti el estereotipo de un hombre biónico y el referente inmediato de la insanidad, si se me permie el término. A ningún torero he visto acercarse tanto a los pitones, mucho menos, con tanta quietud, con tanta temeridad, con tanta, perdón, estupidez. Quizás hoy día sólo José Tomás lo logre. Y está claro que Silveti lo hacía simplemente porque sus rodillas no daban para más y la manera de maquillar su mella física era quedarse quieto como los hombres y esperar la embestida fatal. Lo mejor que le podía pasar era que el toro lo enviara por los aires sin cornarlo y esperar que con la caída no sufriera una rotura de vértebras. Varias veces lo vimos terminar la faena con la taleguilla destazada y someterse a memorables y ovacionadas vueltas al ruedo. Y eso de terminar, lo sabe cualquiera que lo haya visto torear, es un miserable eufemismo, pues Silveti no sabía matar. Al momento de la suerte suprema todo espectador sabía, el propio matador en carne propia sabía, que la posibilidad de una estocada bien puesta era, en sus manos, una broma de mal gusto. Silveti, quizás sin tener conciencia de ello, intuía que a algunos rivales había que dejarlos vivos en el campo de batalla, sin esperar la posibilidad de indulto del juez de plaza. Es probable que su regreso a los ruedos (fue el triunfador en la pasada temporada grande de la Plaza México) estuviera relacionado ya con la idea de quitarse la vida, pues torear en sus condiciones era, en sí, un suicido declarado. Pero nos quedó mal. El miercoles pasado llegó al rancho de su familia en Salamanca; después de saludar a su padre le dijo que se iría a su cuarto para meditar unas horas. Al poco rato un sonido seco y estruendoso le quitaría la vida.
Sigo sin justificar los suicidos, pero he de reconocer que la vida de Silvetti por la gloria de las causas y efectos, sólo pudo tener ese desenlace. Quizás lo que defina su vida de matador sean las palabras que R. Vaillalobos escribió para El País, a propósito de su última corrida en el coso de Insurgentes: "David Silveti perdió cuatro orejas porque no se puede estar peor con la espada, pero tampoco más sublime con la muleta. A pesar de escuchar tres avisos, lo sacaron a hombros y el público salió toreando".
CAS
jueves, noviembre 13, 2003
El factor epazote
En mi casa de Cuernavaca viven Juanito, su marido Pedro y su hija Silvia. Pedro es jardinero y una vez a la semana se encarga de jardín; Juanito, por su parte, del quehacer de la casa. Silvia estudia la preparatoria. Los tres armonizan perfectamente el ambiente familiar junto con mi mamá y una de mis hermanas. Por cierto, para evitar suspicacias de la gente inteligente, Juanito es mujer. Cuando la bautizaron, en algún lugar de la sierra de Hidalgo, sus papás le dijeron al cura en cuestión que querían que se llamara así. "Pero ése es nombre de hombre", atajó el sacerdote. Después de la subsecuente traducción a los padres que nada más hablaban náhuatl, éstos dijeron en tono molesto que se llamaría Juanito y se lo fuera poniendo así, rapidito, si no quería una rebelión indígena en su parroquia. Por eso es Juanito y no Juanita (por lo demás, con una Juanita tengo; por cierto tengo planeado ahogarla a la medianoche), como mis amigos se empeñan en llamarle. Cuando dicen "Buenos días, Juanita", ella lo toma como una ofensa y defiende su verdadero nombre: "Buenos días, señor Francisca", responde fastidiada.
Como paréntesis diré que no pasa nada si a las mujeres se les ponen nombres masculinos: ellas se han cansado de hacer a los hombres a su imagen y semejanza y ponerles nombres femeninos como si pretendieran la castidad divina, entre otros, Guadalupe o María. Algunos padres también andan con la brújula norteada (si se me permite, lector, la tautología) e insisten en llamar a sus hijas "José". Ambos pueden ser, en todo caso, el antecedente de los misteriosos she-male (cuando era niño y aprendía inglés uno de mis traumas era que nunca pude traducir al español el nombre He-man). En Caminos sin ley, la crónica de Graham Greene sobre su primera visita a México en 1938, el maestro inglés hablaba que durante su recorrido por el sórdido estado de Tabasco --recuérdese la persecución católica de Tomás Garrido Canabal y sus camisas rojas-- no dejó de escuchar acerca de un cura alcohólico que deambulaba por ahí. Cuenta Greene que este personaje solía, en estado inconveniente, bautizar a los niños; normalmente daba gato por liebre. Se sabe de una vez en que unos campesinos querían llamar a su niño Fernando y el Padrecito insistió en llamarlo "Brígida". "Pero Padre, si es un hombrecito", "¡Se llamará Brígida, señores, y no quieran enfrentar la ira del Señor!", gritó el cura bebiendo un sorbo de whisky. Sobra decir que este personaje es el origen del whisky priest de El Poder y la gloria. Un caso similar y reciente, le ocurrió a un futbolista de los Tigres. Sus padres querían llamarlo Sidney, como la capital de Australia. Cuando la secretaria que llenaba el acta les preguntó cómo se escribía eso, los padres deletrearon la palabra para que fuera escrita "Sindey". Ahora, algunos compañeros le llaman "El pecado de Dios".
Juanito, más allá de ser la dueña de la casa, pues es la que más tiempo está en ella, tiene ciertas mañas que he intentado quitarle pero no he podido. En particular hay una que me angustia un poco: tiene una extraña propensión al epazote, esto es: le causa un placer místico. La he observado cuidadosamente y su goce es similar al de un raver bebiendo una tacha. No obstante, el problema no es ése, pues propiamente sería un asunto que me tendría sin cuidado. Lo verdaderamente preocupante es que TODO lo cocina con epazote: huevos, frijoles, ensaladas, salsas y un día le puso a un arroz con leche. Vanos han sido mis esfuerzo cuando le digo que, por lo menos-por lo menos-por lo menos, no se lo ponga a los frijoles, pero siempre hace caso omiso de mi sugerencia. Un día estuve tres horas frente a la olla de los frijoles para evitar que les pusiera, pero no sé cómo me distrajo y les puso un poco. Un día mi mamá le dijo a Pedro que quitara algo de epazote del jardín (una franja de diez metros está llena de la plantita) y le contestó muy preocupado que a Juanito le gustaba mucho. Era obvio que le temía más a su esposa que a mi mamá. Por lo demás, cuando Juanito está nerviosa toma un poco de café con epazote y prepara infusiones concentradas para aromatizar el hall de la casa; las visitas dicen siempre que la casa tiene un olor "muy peculiar". Por eso creo que esa distintiva filiación con tan penetrante yerba tiene que ver con el problema de su nombre y ha decidido, acaso sin saberlo, vengarse del mundo miserable que ha tenido a mal nombrarla con nombre de hombre. A fuerza de ser sinceros, he de decir sin cortapisas que ha triunfado.
CAS
En mi casa de Cuernavaca viven Juanito, su marido Pedro y su hija Silvia. Pedro es jardinero y una vez a la semana se encarga de jardín; Juanito, por su parte, del quehacer de la casa. Silvia estudia la preparatoria. Los tres armonizan perfectamente el ambiente familiar junto con mi mamá y una de mis hermanas. Por cierto, para evitar suspicacias de la gente inteligente, Juanito es mujer. Cuando la bautizaron, en algún lugar de la sierra de Hidalgo, sus papás le dijeron al cura en cuestión que querían que se llamara así. "Pero ése es nombre de hombre", atajó el sacerdote. Después de la subsecuente traducción a los padres que nada más hablaban náhuatl, éstos dijeron en tono molesto que se llamaría Juanito y se lo fuera poniendo así, rapidito, si no quería una rebelión indígena en su parroquia. Por eso es Juanito y no Juanita (por lo demás, con una Juanita tengo; por cierto tengo planeado ahogarla a la medianoche), como mis amigos se empeñan en llamarle. Cuando dicen "Buenos días, Juanita", ella lo toma como una ofensa y defiende su verdadero nombre: "Buenos días, señor Francisca", responde fastidiada.
Como paréntesis diré que no pasa nada si a las mujeres se les ponen nombres masculinos: ellas se han cansado de hacer a los hombres a su imagen y semejanza y ponerles nombres femeninos como si pretendieran la castidad divina, entre otros, Guadalupe o María. Algunos padres también andan con la brújula norteada (si se me permite, lector, la tautología) e insisten en llamar a sus hijas "José". Ambos pueden ser, en todo caso, el antecedente de los misteriosos she-male (cuando era niño y aprendía inglés uno de mis traumas era que nunca pude traducir al español el nombre He-man). En Caminos sin ley, la crónica de Graham Greene sobre su primera visita a México en 1938, el maestro inglés hablaba que durante su recorrido por el sórdido estado de Tabasco --recuérdese la persecución católica de Tomás Garrido Canabal y sus camisas rojas-- no dejó de escuchar acerca de un cura alcohólico que deambulaba por ahí. Cuenta Greene que este personaje solía, en estado inconveniente, bautizar a los niños; normalmente daba gato por liebre. Se sabe de una vez en que unos campesinos querían llamar a su niño Fernando y el Padrecito insistió en llamarlo "Brígida". "Pero Padre, si es un hombrecito", "¡Se llamará Brígida, señores, y no quieran enfrentar la ira del Señor!", gritó el cura bebiendo un sorbo de whisky. Sobra decir que este personaje es el origen del whisky priest de El Poder y la gloria. Un caso similar y reciente, le ocurrió a un futbolista de los Tigres. Sus padres querían llamarlo Sidney, como la capital de Australia. Cuando la secretaria que llenaba el acta les preguntó cómo se escribía eso, los padres deletrearon la palabra para que fuera escrita "Sindey". Ahora, algunos compañeros le llaman "El pecado de Dios".
Juanito, más allá de ser la dueña de la casa, pues es la que más tiempo está en ella, tiene ciertas mañas que he intentado quitarle pero no he podido. En particular hay una que me angustia un poco: tiene una extraña propensión al epazote, esto es: le causa un placer místico. La he observado cuidadosamente y su goce es similar al de un raver bebiendo una tacha. No obstante, el problema no es ése, pues propiamente sería un asunto que me tendría sin cuidado. Lo verdaderamente preocupante es que TODO lo cocina con epazote: huevos, frijoles, ensaladas, salsas y un día le puso a un arroz con leche. Vanos han sido mis esfuerzo cuando le digo que, por lo menos-por lo menos-por lo menos, no se lo ponga a los frijoles, pero siempre hace caso omiso de mi sugerencia. Un día estuve tres horas frente a la olla de los frijoles para evitar que les pusiera, pero no sé cómo me distrajo y les puso un poco. Un día mi mamá le dijo a Pedro que quitara algo de epazote del jardín (una franja de diez metros está llena de la plantita) y le contestó muy preocupado que a Juanito le gustaba mucho. Era obvio que le temía más a su esposa que a mi mamá. Por lo demás, cuando Juanito está nerviosa toma un poco de café con epazote y prepara infusiones concentradas para aromatizar el hall de la casa; las visitas dicen siempre que la casa tiene un olor "muy peculiar". Por eso creo que esa distintiva filiación con tan penetrante yerba tiene que ver con el problema de su nombre y ha decidido, acaso sin saberlo, vengarse del mundo miserable que ha tenido a mal nombrarla con nombre de hombre. A fuerza de ser sinceros, he de decir sin cortapisas que ha triunfado.
CAS
lunes, noviembre 10, 2003
sábado, noviembre 08, 2003
Pareciera que el simple hecho de realizar películas familares es una garantía de calidad fílmica. El tema, por ejemplo, de que un hermano escriba el guión y otro dirija es tópico común hoy día (aunque, a fuerza de ser sinceros, en esa dinámica sólo se salvan Ethan y Joel Cohen). En México, dicho sea de paso, tenemos la propuesta autóctona y empeñosa de los hermanos Cuarón. Pero también existen hermanos que llevan a cabo proyectos individuales y sumamente contrastantes, como el maestro Ridley Scott y su hermano idiota, Tony. El término Bros es, entonces, un ícono histórico de la cinematografía que la gran industria de Hollywood se ha dedicado a reproducir como una patente antológica. En ese tenor, los hermanos Wachowsky han comprobado que los genes dominantes en la consanguinidad fílmica son aquéllos que hacen a los hombres un poco más crueles, un poco más frágiles y, sobre todo, un poco más pendejos.
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miércoles, noviembre 05, 2003
La idea era tener una sesión de películas de los hermanos Cohen. Era de suponer lo que iba a pasar, pero como la buena voluntad todavía existe planeamos todo a la perfección, incluso pusimos fotos de George Clooney en la pared y compramos palomitas. La tragedia empezó cuando alguien dijo "un traguito, ¿no?" Acabo de salir al lugar de los hechos y sólo hay vasos a medias y ceniceros a plenitud. Sobra decir que las películas las dejamos para mejor ocasión. Ahora tengo que ir a dar mi clase a la universidad y no sé qué les voy a decir a los alumnos. Creo que les pasaré Fargo, la tengo aquí a lado; también puedo hacerles una historia del Cruz Azul; quizás lo mejor sea hablarles de las mentiras en la cocina, ésas que abanderan pillos de baja estofa. Así, podré decirles que en Suiza no hay enchiladas suizas, que el pan francés es exclusivo de México, que el café americano sólo se puede pedir en un Vip's o que las milanesas no son de Milán.
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martes, noviembre 04, 2003
Qué horror: acabo de ver que estoy en Amazon. El único problema es que los culeros me mandan mails para que compre mi propio libro.
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lunes, noviembre 03, 2003
El maestro Arnulfo, que vive enfrente de mi casa y con quien me estoy poniendo de acuerdo para liquidar a Juanita, vino a arreglar mi repisa. Lo que hizo fue resanar el hoyo de la pared y poner de nuevo los remaches. Cuando acabó le dije "¿Cuánto le debo, maestro?", como siempre que me hace un trabajo. "Ahorita nada, pero ahí se las voy acumulando" (hace poco me había arreglado el bóiler). Entonces me espanté y le di cincuenta pesos ("Tome aunque sea esto ahorita, maestro"). Mi duda es la siguiente: ¿le di poco?, pues cuando lo recibió hizo un gesto así como de "pinche güey malagradecido". Ahora creo, tristemente, que abortará la misión Killing Juanita.
CAS
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El grave problema de los aficionados de los Pumas es que cada vez más se parecen a los fanáticos del América; de ahí se desprende, entonces, que su equipo empiece a ser tan odiado como los Cremas. Por lo demás, siempre olvidan la historia y que un equipo grande se hace con estrellas, y los Pumas sólo tienen dos. ¿Alguien sabrá cuántas tiene el Cruz Azul?
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