lunes, noviembre 17, 2003

Silveti

No había querido escribir acerca del suicidio de David Silveti porque era hacer leña de árbol caído; eso independientemente de que a los suicidas siempre los he despreciado. Pero ayer, platicando con mi mamá y unos amigos, pensé, sin cambiar de opinión sobre las personas que se quitan la vida, que quizás debiera hablar un poco de Silveti, sobre todo porque, sin yo ser un experto en toros, fue al primer torero que vi y por el que me aficioné a la tauromaquia. Me parecía sorprendente que un ser humano hubiera podido tener tantas operaciones y seguir dando naturales con la destreza del más fino esteta. Era entonces Silveti el estereotipo de un hombre biónico y el referente inmediato de la insanidad, si se me permie el término. A ningún torero he visto acercarse tanto a los pitones, mucho menos, con tanta quietud, con tanta temeridad, con tanta, perdón, estupidez. Quizás hoy día sólo José Tomás lo logre. Y está claro que Silveti lo hacía simplemente porque sus rodillas no daban para más y la manera de maquillar su mella física era quedarse quieto como los hombres y esperar la embestida fatal. Lo mejor que le podía pasar era que el toro lo enviara por los aires sin cornarlo y esperar que con la caída no sufriera una rotura de vértebras. Varias veces lo vimos terminar la faena con la taleguilla destazada y someterse a memorables y ovacionadas vueltas al ruedo. Y eso de terminar, lo sabe cualquiera que lo haya visto torear, es un miserable eufemismo, pues Silveti no sabía matar. Al momento de la suerte suprema todo espectador sabía, el propio matador en carne propia sabía, que la posibilidad de una estocada bien puesta era, en sus manos, una broma de mal gusto. Silveti, quizás sin tener conciencia de ello, intuía que a algunos rivales había que dejarlos vivos en el campo de batalla, sin esperar la posibilidad de indulto del juez de plaza. Es probable que su regreso a los ruedos (fue el triunfador en la pasada temporada grande de la Plaza México) estuviera relacionado ya con la idea de quitarse la vida, pues torear en sus condiciones era, en sí, un suicido declarado. Pero nos quedó mal. El miercoles pasado llegó al rancho de su familia en Salamanca; después de saludar a su padre le dijo que se iría a su cuarto para meditar unas horas. Al poco rato un sonido seco y estruendoso le quitaría la vida.

Sigo sin justificar los suicidos, pero he de reconocer que la vida de Silvetti por la gloria de las causas y efectos, sólo pudo tener ese desenlace. Quizás lo que defina su vida de matador sean las palabras que R. Vaillalobos escribió para El País, a propósito de su última corrida en el coso de Insurgentes: "David Silveti perdió cuatro orejas porque no se puede estar peor con la espada, pero tampoco más sublime con la muleta. A pesar de escuchar tres avisos, lo sacaron a hombros y el público salió toreando".

CAS

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