Las gallardas secuelas de una Revolución
Dificilmente se puede escapar a la ley de la gravedad, ésa que hace que las cosas vuelvan a ser como antes y aparezcan, sin más, diligentemente depositadas en un inodoro (fue el día de la Revolución y tuve, de nuevo, que consultar esto para no sentirme solo). Ayer Turner pasó por un café y Nicoménicus por un tónico. Los eufemismos sobran en esta vida: no fue uno de ninguno de los dos. Turner se fue por lo de Isa y Nicoménicus y yo recalamos en el Corona. En el camino repitió sin cesar "amo a una mujer"; ya con la cerveza enfrente confesó: "quedé con ella de contratar a alguien para madrear a su marido". Alcé mi trago y brindé por tiempos mejores. Acto seguido, él se levantó y le declaró su amor a cada una de las mujeres bellas que departían tranquilas en tan insigne sitio. Sólo cuando llegó a una mesa del fondo supe que debía ir a por él y llevarlo a descansar; pero esperé un poco. La escena fue reveladora. Justo cuando unos malhechores golpeaban a un desarrapado, Nicoménicus aprovechó para abordar a la mujer de la víctima. "Te amo", le dijo. Un chisguete de sangre invadió la mesa. "¡Ayúdenlo, por favor!", chillaba exasperada la mujer. Domingo y sus hijos acudieron a la cita y separaron a los rijosos. Nicoménicus insistió: "Le decía que estoy enamorado de usted". El otro sangraba con la boca reventada. Domingo terminó también con la camisa enrojecida. Bebí un sorbo de cerveza al tiempo que Domingo llegaba a la mesa sumamente enfurecido: "¡Llévate a ese cabrón; le está declarando su amor a la vieja del güey madreado. No quiero otra madriza aquí!" Fue así como tuve que ir a por Nicoménicus y hacerlo entrar en razón, aunque todavía en el camino me obligó a pararme en plena colonia Obrera. Había una patrulla. Pensé en una regurgitación. Fallé: meo la patrulla. Huímos. Él dijo eres Automán. No contesté nada, aunque era cierto que le estaba salvando el pellejo. Así, al final todavía cruzamos dos alcoholímetros con la destreza de dos chilangos que han vivido un par de meses en la ignominia. Al llegar a mi casa cometí un error más que pasará a formar parte del volumen Efemérides de un mortal erróneamente conspicuo: le telefoneé a la única persona a quien no debía.
CAS
sábado, noviembre 22, 2003
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