Groucho Marx
Conocí a Groucho Marx en Chihuahua hace tres años. En realidad no era el verdadero maestro Marx, pero con esas espesas cejas y pronunciadas entradas en la frente, consideré que con un bigote bien puesto y un puro entre los dientes sería el doble de ese viejo lobo de la comedia. Las enseñanzas de Groucho, entonces, se contaron por montones desde nuestro primer encuentro en las Barrancas del Cobre. De entrada dio cátedra de los principios fundamentales para ser millonario. "Hay que dejar la literatura y ser empresarios", dijo con la solvencia propia de alguien que sabe aprovechar in extremis los beneficios de la plusvalía. "Pero si tú eres editor de una transnacional culera", respondí en defensa de mi inopia. "Pues sí, pero tú no tienes mil cabezas de ganado en Nogales". Tuve que capitular: no sólo era, y sigue siendo, el segundo de abordo en Random House-Mondadori sino que se había revelado como un próspero ganadero del norte mexicano. Nuestra experiencia chihuahueña (todo mundo sabe que la gente de Chihuahua considera este gentilicio como una ofensa; "no somos perros", aducen. Y aunque prefieran "chihuahuenses", los chihuahueños siguen siendo perros caros y de moda, aunque sean aterradores) terminó con un encuentro con el ejército mexicano. En la sierra, rumbo al pueblo de Creel, nos topamos con un retén militar. Un sargento subió al camioncito repleto de escritores drogadictos y, ante el pavor de los ídem por que fueran a revisar el equipaje, le preguntó al conductor: "¿Es usted el chofer?" Está claro, por este tipo de preguntas, que el ejército mexicano se encuentra entre los menos capaces del mundo y un solo contingente de artillería de la milicia hondureña acabaría con el total de efectivos mexicanos en una semana. Sin embargo, fue Groucho el que evitó que nos pasaran por las armas (cualquiera que éstas hayan sido). El sargento lo vio, lo auscultó con la pericia de alguien que ve por primer vez a un cíclope y le preguntó a su cabo: "Oye, cabrón, ¿no es éste un actor muerto hace algunos años?" El cabo, fiel al designio de no contradecir a un superior, asintió sin más. Así, después de que el sargento olió a Groucho un poco más, determinó que no éramos narcos y podíamos seguir nuestro camino si el actor era lo suficientemente generoso y le daba un autógrafo.
No obstante, la presencia providencial de sus cejas y entradas en la frente tipo trompa de camión foráneo, contrasta con su actitud ante la vida. Dicho por una amiga, Groucho, después de David Beckham, es el estereotipo del metrosexual. Imaginad, fiel lector, lo siguiente. Un hombre sale de su casa y desayuna un café con bollos y un poco de huevo con machaca; antes de llegar a la oficina, compra un bocadillo para la media mañana, léase las 11, para que la digestión no se suspenda. A la una y media en punto, la hora del lunch, sale a comer no un lunch sino una bien preparada y nutrida comida que alimentaría con creces a dos bueyes maduros de la huasteca potosina. Café y regreso al trabajo con el tentempié de media tarde. A las siete u ocho, merienda de churros con chocolate caliente y a las diez, cena fuerte de bife de medio kilo casi crudo. Y es que Groucho tiene mal el metabolismo y, aunque eso no lo hace metrosexual, es un primer dato que denota su exquisitez culinaria. Una vez en Morelia observó el menú y una sonrisa envidiable evidenció sus dotes histriónicas. "Voy a tomar el cocodrilo", le dijo al mesero. Así, en lo sucesivo recorrió la carta de comida exótica que preparaban en ese lugar y no regresó al DF hasta que pudo probar todos los platillos. Cuando por fin estuvo de vuelta, le preguntamos cómo había estado la cocina exótica. "Estuvo bien, salvo por las tapas de escorpión, eran nada más tres y costaron cuatrocientos pesos". "¿Y a qué sabían?" "Pues a escorpión, pero me tocaron unos un poco salados".
El punto culminante de su esencia como metrosexual, amén de su guardarropa de Soho o las cremas nocturnas traídas de Marrakech, lo ubiqué la semana pasada. Nos invitó a una carne asada en su casa. "Les voy a preparar carne sonorense y van a ver lo que es una verdadera parrillada: carne, tortillas y salsa, y ya". La experiencia no fue mala, incluso puedo decir que resultó insuperable en muchos aspectos, incluso en los detalles técnicos: cuando Groucho vio que el fuego de la carne no iba a prender de ninguna forma, recurrió a un recurso implacable, propio únicamente de un habitante de time square: sacó del baño la secadora de pelo y encendió el fuego para asar más memorable que jamás existió en la colonia Del Valle de la ciudad de México. Y con la aparato en la mano, una arrachera seca por el aire caliente, diez beodos discutiendo sobre el fin del arte, un alma en pena puso en el estéreo "Light my fire" de los Doors. Sin embargo era la rola equivocada: sin dejar que terminara la canción, la música dio una vuelta de tuerca generacional y, los presentes, ya borrachos o algo, comenzamos a bailar la épica "Fuego" de Menudo.
CAS