miércoles, septiembre 03, 2003

Otro texto escrito hace siete años:

Crónica de un primer año clínico y convulso

El ejercicio de recordar rebasa las cualidades humanas y trasciende como una verdad extraña. La memoria se impregna de un escepticismo viscoso y oculta los límites entre el pasado y el presente. Como si el ser humano se llamara REMEMBER. Nací el 25 de noviembre de 1972, en una familia que en teoría era de clase media alta, pero en la que inexplicablemente a veces sólo había dinero para comer arroz y frijoles. Mis padres, Tere y Carlos, enfermera y cantante de ópera, vivían con mis abuelos paternos en la colonia Lindavista de la Ciudad de México y pasaban largas temporadas en la casa de mis bisabuelos de Cuernavaca. Desde el vientre materno tenía ya esa cualidad dickensiana de vivir entre las dos ciudades.

Corría la mitad de noviembre del 72, y mi mamá empezó a sentir mis pataditas en su vientre, que dicho sea de paso no tenían nada de pequeñas porque ahora calzo del 33, y dijo que había llegado la hora. Toda la familia, ante la expectativa de que la llegada del primer nieto varoncito se acercaba, salieron de inmediato hacia el sanatorio Guadalupe Tepeyac, al que entraron en fila india, para salir de igual forma veinte minutos después cuando el doctor le dijo a mi mamá que todavía faltaba para que me recibieran en el mundo exterior.

No fue sino hasta finales de mes que los alcancé en el tiempo para que me padecieran en el futuro. Siguiendo la mecánica acostumbrada, entró toda la familia al hospital, anhelando que no se repitiera el ridículo de días anteriores. En esa ocasión no los hice quedar mal. Mi mamá, al verme, dijo hola niño y mi tía, enfermera también y que había estado en el parto, cómo que hola niño, si es tu hijo. Mi papá, como buen tenor y avezado en las cuestiones vocales, comentaría después que su hijo había llorado con voz de bajo. Yo lo primero que vi fue la radiante intensidad de un foco de 100 watts.

Puede pensarse que el primer año de cualquier infancia es monótono y aburrido porque uno no recuerda nada; sin embargo, por la solicitud demandante de mi falsa modestia, me es obligatorio relatarlo, si no con lujo de detalle, sí con ciertas particularidades que me parece importante resaltar. Como puede suponer la gente allegada a mí, nunca fui un niño remilgoso, es más, si a mis padres se les olvidaba darme leche caliente con chocolate antes de dormir, lo más seguro es que recibieran de mi puño un recto al mentón, acompañado de lágrimas y gritos que les harían pasar una noche insufrible. Por lo tanto, la decencia de quien siempre ha tenido buen diente se imponía en el lugar y le dio un giro radical a la cotidianidad que existía en una casa en la que el jefe, mi abuelo, era excelente vendedor de desinfectantes para baño, que podía tener, como todo, buenas y malas jornadas, pero que cuando se trataba de las segundas, lo más probable era que no hubiera dinero para comer el día siguiente; y mi papá, artista y promotor cultural, habiéndose quedado en el sexto semestre de derecho, hacía el nada agradable papel de gato-gato en la compañía de Patentes y Marcas del jeque de la familia, mi tío abuelo José de la Sierra, alias Bubi. A los seis meses de trabajar con él, abandonó su despacho y se dedicó a hacer conciertos por toda la república. Mi mamá era su representante y yo su hijo, al que trataban de dejar a como diera lugar con su misma madre y los abuelos, porque si me llevaban lo más seguro habría sido que me quedara encerrado en el baño del hotel y él tuviera que gastar el dinero ganado por el concierto en un cerrajero, como había sucedido en San Luis Potosí y en Querétaro. Habría que acotar aquí que aprendí a caminar a los nueve meses, a hablar para que me entendieran como al año y medio y a pegarles a mis hermanas pequeñas tan pronto salieron del útero materno.

Y como el contacto a los nueve meses era constante con el piso, la primera palabra que dije, para indignación de mis padres, fue Peki, nombre de la perrita pekinés con maltés (siempre me dijeron que esa era su raza), que teníamos en la casa. ¡Cómo no fue a decir lo que dice cualquier niño normal, mamá, papá o caca!, dijeron. El caso es que cuando uno tiene un año de edad lo que importa son las cosas importantes, así que para mí la Peki, de eterna mirada melancólica y pelo hacia atrás como peinado con gel, lo era. Después aprendí las palabras acostumbradas, formadas por repeticiones de sílabas, y mis papás se tranquilizaron.

Siempre fui un niño muy sano, salvo contadas excepciones coyunturales en las que nada tuve que ver. Al año de nacido, ya vivíamos casi todo el tiempo en Cuernavaca y, como buen lugar caluroso, las inclemencias del clima jugaron un papel fundamental en la vida cotidiana. Por razones que todavía no me explico y ante las que mis papás, sufriendo una demencia muy sospechosa, me dijeron que no supieron qué pasó, me deshidraté en un tiempo record: tres horas. En el hospital el médico dijo que la siguiente expulsión habría sido la del intestino delgado. Para fortuna de todos, en algunos días ya estaba recuperado.

A los pocos meses, una epidemia de sarna invadió la casa. Todos teníamos que bañarnos mínimo dos veces diarias, lavar las sábanas también dos veces, aplicarnos una pomada infumable, etcétera. Yo sé que en esos momentos de preocupación había que extremar los cuidados. El problema fue que mi mamá las extremó en extremo y, sin mala intención, ingenua y clandestinamente puso insecticida en mi cuna cuando no estaba. Ni para darme cuenta. Como ya lo había sugerido, yo era un niño inquieto, fuerte y simpático, pero ante una ración doble de DDT entre las sábanas no pude hacer nada. Trataba de pararme en la cuna para pedir mi leche y me desvanecía rápidamente sobre el colchoncito. Mis papás me vieron y pensaron que estaba jugando. Qué chistoso, mira cómo se cae. Pero no fue chistoso cuando ya no me levanté y vieron que tenía los ojos desorbitados, como los del chimpancé eléctrico que tocaba lo platillos, mi juguete preferido en mi temprana niñez, que estaba al lado de la cuna.

El cantante de ópera y la maestra de enfermería se espantaron y salieron como Dios sólo sabe dar a entender, directo a la Cruz Roja. Y nada. Me estaba muriendo y los incompetentes médicos del hospital, seguramente con la característica típica de los hospitales provincianos, dijeron que con unas aspirinas me aliviaba. Mis papás ni siquiera esperaron que terminaran de decir la palabra aspirina y salieron del hospital. ¿Qué hacer? Pues la última opción: una ambulancia y vámonos a México. Y así fue como por primera vez me sentí en una serie televisiva estadounidense. Mi papá adelante en su coche, abriendo paso a una ambulancia cuyo chofer en su vida había manejado en la gran ciudad y atrás mamá, con lágrimas en las mejillas diciendo "no te mueras mijito, por favor" y su servidor pensando, "ya mamita, ni es para tanto. Sólo fue una pequeña dosis de insecticida. Ya me recuperaré, no te preocupes". Llegamos al hospital, no recuerdo cuál, pero seguramente fue uno bueno, en donde –en teoría– pudieran salvarme la vida. Así fue. Sin embargo, no todo en este mundo es tan maravilloso. A mis papás les dijeron que estaba a salvo de la intoxicación, pero que durante mi breve paso por la Cruz Roja de Cuernavaca había pescado una bacteria que sólo vive en los hospitales. Mi mamá, con su experiencia en este tipo de lides, entendió de inmediato lo que era una seudomona. Yo todavía sigo sin comprender qué es.

Con estas primeras experiencias en los hospitales, cada vez que me acuerdo o paso por uno se me enchinan los pelillos de la nuca y estornudo entre nueve y diez veces. Mi hermana menor es médica (en la casa se le conoce como la doctora Titi). Cuando de repente me sale un fuego en el labio, en lugar de que me diga tienes un fuego horripilante comenta, con propiedad médica, tienes herpes zoster. Yo sólo encojo los hombros y me chupo las comisuras; para eso no hay que ir a atenderse a una clínica.

CAS

No hay comentarios.: