I´m back
Estoy de vuelta. En realidad decir que dejaba el blog fue un ardid publicitario para sentirme querido en un momento de desavenencia. Sin embargo, sí lo iba a abandonar en serio pero me ganó la nostalgia de alguna vez haber sido bloguita. Eso independientemente de los rumores que empezaron a circular en el blogworld acerca de una supuesta cobardía. Pero sobre todo decidí retractarme debido a que recibí un mail del glorioso Hyépez, en el que me conminaba afectuosamente (en realidad me dijo que no fuera puto y regresara en el acto) a retomarlo. No tuve de otra.
He aquí las razones nodales por las que le hice caso. A Yépez lo conocí en septiembre pasado en Chihuahua. Me cayó bien, aunque se le malograran todos los ligues que había pretendido (me ganó, yo nomás tuve un fracaso). Pero la imagen más fuerte que mantengo de él es dándole de comer a un perro, bajo la lluvia en las Barrancas del cobre. Ahora sé que en Tijuana no llueve y tenía que aprovechar, pero a mí me pareció una escena digna de un cuadro de Goya, y yo amo el arte. No obstante, lo más significativo vino después: también en la lluvia, enfrente de un grupo de personas que se hacían llamar escritores, orinó una vía del tren y tres o cuatro durmientes. Ahí fue cuando pensé, el día que Yépez me pida retomar mi blog lo haré sin chistar.
Por lo demás, la gota que derramó el vaso para que optara por tan precipitada decisión, ocurrió el viernes pasado. Había una cena-fiesta en casa de Sotol (nunca le dije a la pobre que había comido una hora antes de llegar a su casa) y quedé con el Olis de tomar unos tragos previos al convite. Nicoménicus, que en realidad no había sido requerido a la party pero al que le dijimos que sí, llegó también a la cantina. Entonces ahí empezó el principio del fin; yo estaba terminando mi relación con Miriam y les dije que estaba considerando acabar también con el blog, esto por aquello de las etapas de la vida que de repente hay que cerrar de tajo. Fue, así, como Nicoménicus me miró con los ojos extraviados y me dijo que no podía dejarlo, pues había hecho de mí un soberbio personaje y sería un sacrilegio defraudar a la banda. Yo le contesté, muy serio como lo demandaba la conversación, bíblicamente (“Yo soy el que soy”), quijotescamente (“Yo sé quién soy”) y chilangamente (“No mames”). Fue más adelante, mientras les explicaba la diferencia entre un verdadero oficial de la PFP y otro apócrifo, que me cayó el veinte y tomé la decisión. Nicoménicus había dicho minutos antes: “Me dijeron que por lo que escribo en mi blog soy la voz de una generación”. Ya no le pregunté que de cuando acá las generaciones eran de cuatro gatos porque estaba plenamente conmocionado. Seguimos adelante.
La fiesta de Sotol fue el acabóse. Lo mejor, sin duda, fue la lasaña de pulpo. Al principio todo iba bien, estábamos chupando tranquilos y, aunque no conectáramos con toda la banda, el ambiente era halagüeño. Lo fue hasta que Nicoménicus, después de tomarse unos tequilas de hidalgo sin saber todavía tomarse unos tequilas de hidalgo, empezó el show. Ya, antes de eso, me había confesado que se había acostado con una de las mujeres que estaban ahí (nunca me dijo quién y tampoco adiviné; había muchas) y había increpado al director de una revista literaria diciéndole que era mal escritor. Entonces lo tomé del brazo y le dije:
–Cuando Yépez sea grande va a ser como ese güey –señalándole discretamente a un invitado.
Los seres humanos se dividen en dos: los que se quedan callados y mantienen la armonía en una comunidad y los que se ríen a carcajadas impías y señalan en la cara a un miserable que tuvo la mala idea de parecerse a un escritor tijuanense, sólo que con unos años más. La fiesta se rompió y, así, en esa atmósfera atomizada por risas desbordadas, el Olis llamó a la cordura y se llevó a Nicoménicus, quien a esas alturas buscaba algo en las paredes. Sólo alcanzamos a escuchar “¿Mamá, mamá?” Lo que siguió a continuación fue un poco nebuloso: llegó Patricia enseñando el ombligo y todo mundo se la quería tirar. Ella les decía sí a todos pero al final salió sola; discutí con un español que le iba al Valencia y que estuvo una hora haciendo una apología de Pablito Aimar; increpé al ex de una ex que no sabía que ya había sido también un ex más. Me dijo que ella era feliz y había tenido un hijo; fui el confesor de un güey que tenía tres horas de haber salido de la cárcel y a quien habían confundido con el ladrón de una farmacia; toqué la guitarra y canté rolas sórdidas mientras unos infelices tocaban los bongoes; bebí y fui charlatán; bebí y me besaron; bebí y regresaron el Olis y Nicoménicus. Era hora de irse. Isidrín me abrió la puerta y caminé como una hora seguida. Ningún taxi quería pararse, pues veían a un hombrón tambaleándose y con lágrimas en los ojos. Sabía lo que sucedería al día siguiente; intuía cada palmo del destino que estaba por construirse en unos instantes, que ella vendría por las cosas que habían adoquinado 24 lunas de esperanza y fruición. Tenía la amarga certeza de que me diría “no quiero volver a verte” y yo con las manos entre las piernas y el pómulo vibrando, contestaría sin pensarlo: “te acompañó a tu coche”.
CAS
martes, marzo 04, 2003
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