Profesiones y oficios
–¿Qué quieres ser de grande, m’ijo?
El niño, con mocos relucientes escurriéndole encima del labio, contesta sin pensarlo dos veces.
–¡Bombero, papá! –pero recapacita de inmediato y ataja–: ¡No, papá, mejor quiero ser astronauta!
El padre lo carga hacia arriba, como si ya quisiera elevarlo a las estrellas, y le da un beso. Sólo cuando siente unos moquitos al lado del bigote se da cuenta de que hay que limpiarle la nariz al niño.
Desde luego el padre no le va a quitar en ese momento la ilusión a su hijo de ser bombero o astronauta, profesiones dignas como todas, pero una peligrosa y otra casi imposible. Si nos ponemos a contar la cantidad de mexicanos que han existido y la comparamos con el único astronauta mexicano de la historia, el porcentaje sería bajísimo, ergo, pensarlo es casi un disparate. Por otra parte, si le preguntamos a aquel alumno que alguna vez tuve en la preparatoria, que tras no pasar el examen para medicina en la universidad tuvo que dedicarse a bombero, desearía haber sido sin duda cualquier cosa menos ésa. Por dar unos datos adicionales, los carros de bomberos en México tienen en promedio más de cuarenta años de viejos; cuando a este muchacho le dijeron que traerían uno nuevo de Kansas City, se puso a gritar eufórico, sin importarle el casco de plástico que le habían dado cuando perdió el suyo reglamentario en un incendio.
La vida está llena de un sinnúmero de profesiones cautivantes, oficios íntegros, ocupaciones respetables que son realizadas refinadamente por todo mundo. Desde los vendedores de enciclopedias hasta los conductores de talk shows son personas que se ganan el pan de todos los días de manera honesta. El problema, claro, a veces es el de los padres. Para bien o para mal. Ni modo. El primero es cuando el niño quiere ser como su papá, ya sea un luchador enmascarado o matón a sueldo. Cuántas veces no escuchamos decir: “No quiero para mi hijo lo que yo he sufrido”. Sin embargo, también hay patrones culturales irreversibles que ni yendo de pestañas a Chalma los cambiamos. Y está bien, así funcionan las cosas y no habría por qué darles otro rumbo.
En una ocasión, Cristina Pacheco entrevistaba al hijo de un cañero de Zacatepec en su programa Aquí nos tocó vivir. El niño tenía como seis años.
–¿Tú qué haces en el día?
–Me voy a ayudarle a mi papá a cortar caña.
–¿Cuánto te pagan?
-[No recuerdo aquí cuánto pero era algo así que ahorrándolo todo durante una semana podríamos comprar sólo una chela].
-¿Y qué haces con ese dinero?
-Se lo doy a mi papá
-Oye, ¿qué quisieras ser de grande?
-Cañero.
El niño inobjetablemente quería ser cañero como su padre, pues no sabía hacer otra cosa y sobre todo no intuía que se podía hacer otra cosa. Los oficios heredados muchas veces arrastran varias generaciones. “Todos en mi familia somos carpinteros”, se escucha de repente o “Desde hace cuatro generaciones en esta casa ha habido sólo afinadores de piano”, se jacta más de uno. Por eso cuando escucho consignas para retrasados mentales (creo que a veces les dicen revolucionarias) como “Educación primero al hijo del obrero, educación después al hijo del burgués”, se me erizan los pelitos de la nuca. No es que yo no quiera que los hijos de los señores obreros estudien, ¡deben hacerlo!, faltaba más; sin embargo me preocupa qué se acaben los obreros para trabajar en las fábricas y, en consecuencia, haya una peligrosa sobrepoblación de abogados, contadores, administradores de empresas o comerciantes internacionales. Además gente como yo se quedaría sin estudios, pues ni soy hijo de obrero ni soy lo que un cegeachero consideraría un burgués. Así nomás, como diría una amiga.
Hay, sin embargo, tres o cuatro ocupaciones que los padres nunca desearían para sus hijos, a saber, domador de leones, sobrecargo de Cubana de Aviación, limpiador de vidrios de la Bolsa Mexicana de Valores o escritor. Sobre ésta última es mi obligación hacer algunos comentarios. Cuando se le dice al padre que uno quiere ser escritor, el mentor responde con cejo fruncido, “¿Qué qué?” “Escritor, papá, esas personas que escriben libros y luego los publican” “Y luego se mueren de hambre.... ¿Sabes lo que estás diciendo?” “Sí, papá, que me gusta leer y escribir y...” “¡Eso es para viejas, y yo no quiero putos en mi casa... Dónde está tu madre! ¡Tú tienes la culpa de que éste nos haya salido maricón...!” En fin, la situación sigue así ad infinitum.
Existen padres, no obstante, que son más tolerantes, pero implacables.
–¿Y de qué vas a vivir?
–Bueno, pues... de publicar libros y...
–Ah. De publicar tus libros –mirando el periódico y dejando el café sobre una mesita que le regaló una maestra de piano rusa–. ¿Y qué género piensas escribir?
-Poesía, papá.
-Ah, poesía –pasando a la sección de deportes–. ¿Sabes cuántos escritores viven en este país de escribir poesía? Dos, bueno, vivían. ¿Y sabes qué? Eran malísimos. Uno era lo suficientemente cursi para publicar libros llamados La muerte del mayor Sabines y el otro tan incomprensible que incluso titulaba sus poemarios con palabras huecas como Blanco. Además este último escribía otras cosas también, no sólo poesía.
Acto seguido, el muchacho aludido piensa que el padre tiene razón y que sería una pendejada desaprovechar la oportunidad de estudiar economía en el ITAM.
Al final también existen los jefes despreocupados que ante la amenaza del “quiero ser escritor”, responden cortésmente con un “Perfecto, hijo. Ahora pásame las papas; ahorita empatamos a esos cabrones del América, vas a ver”.
El asunto de las profesiones para todo joven es un tema de orden existencial y algo que ha contribuido perniciosamente para ello es esa oscura materia que en las escuelas se ha denominado de manera eufemística “Orientación vocacional”. Ante esta situación, no me resta más que lanzar una máxima, a mi juicio indiscutible: ningún muchacho que termina la preparatoria o el bachillerato sabe bien a bien qué quiere hacer de su vida, ni tiene una pequeña idea de lo que es una profesión o un oficio. C’est la vie.
CAS
martes, marzo 18, 2003
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