viernes, marzo 07, 2003

Oye, cantinero

En la ciudad de México hay dos cantinas que deben pisarse por lo menos una vez a la semana: el Nivel y el Corona. Es más, nadie puede decir que haya pasado por el df sin haber ido, por lo menos, a una de las dos. La primera, por lo demás, es la cantina más añeja de la ciudad y sus baños son sumamente divertidos porque hay bloques de hielo en los mingitorios; lo sabrán todos los hombres: se trata de romper el hielo con la agüita amarilla. La segunda (en realidad llamado "Salón familiar" para que puedan entrar niños y que más bien es del estilo de las cervecerías españolas) es uno de los lugares más famosos del detritus porque, independientemente de que la cerveza sea de lo mejor, es ahí donde fue tomada (y está por todas partes) la conocida foto de Fabrizio León de cuando el pendejo de Hugo Sánchez falló un penal en el mundial del 86.

Ambos lugares son populares también por los meseros que atienden, esas figuras agraciadas que son los intermediarios entre la barra y la mesa: una variación endógena del filósofo de Platón. En el Nivel sirve Manuel Degollado Silva, mesero de profesión y alburero de vocación; si se trata de llevar a su auto a alguna bella dama que se ha pasado de copas le dicen también "El pulpo". Cuando se le pregunta su nombre lo dice con señas. Primero se pasa la mano por el cuello como si le estuvieran cortando la cabeza a alguien (Degollado), después chifla como quien llama a un perro (Silva) y por último con la mano repite un movimiento ascendente-descendente que viene de sus güevos (Manuela). Y como es hombre, uno concluye: Manuel.

Nunca ha perdido su trabajo porque es el más eficiente de los meseros de las cantinas del centro. Un día el bartender le gritó: “Manuel, ya no hay hielos para los tragos”. Entonces, sin decir absolutamente nada y muy quitado de la pena, nuestro ínclito personaje se introduce en el baño como si nada estuviera pasando y sale de ahí con un bloque de hielo, algo amarillento, en una cubeta. Minutos después, salen las cubas pendientes. Manuel es un tipo admirabilísimo, no sólo porque prepara las papas de la casa con Valentina, pimienta y jugo Maggi, sino porque al final de cada velada tiene una rutina muy especial: se acerca a todas las mesas en las que todavía hay restos de tragos, se pone en cuclillas –esa maravillosa posición patentada por el Tigre de Santa Julia– y, así, de golpe, acaba con todos los sobrantes de alcohol. El día que lo cachamos, lo increpamos:

–Tengo un pacto con el Diablo –dijo–. Mientras me tome todos los restos, seguiré siendo el güey en esta tierra que más se parezca a Emiliano Zapata –confesó chupándose los bigotes.

Nada más asentimos, pero por si las dudas nos tomamos los tragos que Paty se había negado ya a beber.

Domingo, por su lado, es el mesero que desde hace más o menos veinte años atiende en el Corona. Cada vez que llego me pone tres tarros de cerveza frente a mí. Mis amigos se indignan.

–No mames, Domingo. ¿Por qué le sirves tres a ese güey?

–Váyanle al Cruz Azul y quizás lo haga también con ustedes –responde con sabiduría.

Casi todos mis amigos le van a los Pumas y nunca tendrán la confianza con Domingo que yo tengo, sobre todo por aquello de que de tres en tres a la cuarta ronda estoy pedísimo, y comenzamos a rememorar las alineaciones del Azul de hace veinte años.

Domingo es un personaje singular; es de Michoacán y hace un par de meses me invitó a sus bodas de plata en su pueblecito. No pude llegar y me arrepiento muchísimo. Sin embargo, en el Corona es él quien manda, en parte por su longevidad y en parte porque casi su familia entera está ahí: el sobrino es mesero, la hermana está en la cocina, uno de sus hijos de repente aparece en la caja, el otro también meseréa, otro sobrino es garrotero. Domingo descansa los martes; ese día se va al Corona a echarse unas chelas con los cuates. Uno lo puede encontrar en la barra. El único pero que tiene es que educó mal a sus hijos: le van al América.

El miércoles pasado llegamos al Corona casi cuando estaban cerrando; veníamos del Nivel ya con media estocada y decidimos pasar a darle su abrazo a Domingo: su cumpleaños había sido el martes. Bebimos en la barra. Yo por supuesto de tres en tres y de hidalgo porque fue el día del 6-1.

–Pinches, pendejos –me dijo en referencia al partido–. Son unas niñas. No juegan a nada. Fuera Carrillo.

–Es lo que yo digo, Domingo –le contesté–, pero nadie me hace caso.

–Ya veremos qué pasa.

–Oye, Domingo, me dijeron que habías salido en Playboy.

–No fui yo; fue el puto de Mario.

Mario es quien sirve las chelas en el Corona. Domingo lo calificó así porque no solamente es gay sino que también la va al América.

El hijo de Domingo, que había escuchado la conversación, sacó la revista de abajo de la caja registradora y me la enseñó.

–El artículo es una mamada; quién sabe quién lo escribió.

Entonces, ya revisando el ejemplar, me di cuenta de que era el número en el que se encuera esta muchacha tontita de Big Brother . El artículo, en efecto, era una mamada y el que aparecía en la foto era Mario y no Domingo. Creo que eso fue lo que le molestó, pues junto con Manuel Degollado Silva es el más memorable mesero de las cantinas del centro. Y para eso hay que verlo cargar seis tarros de cerveza en cada mano. Cuando me despedí me dijo: "Fuera Carrillo, ¿no, Carlitos?" Yo nada más lo abracé.

CAS

No hay comentarios.: