Réquiem de un elevador
Si hay alguien a quienes los seres humanos le debiéramos decir "¡Bendito seas, señor mío!", es al inventor del ascensor, Elisha Otis. No quiero imaginarme el martirio de subir las escaleras del Empire State o, sin ir tan lejos, de nuestro máximo rascacielos conocido de manera eufemística como Torre Latinoamericana. Los japoneses, por su lado, se pondrían a llorar lágrimas rasgadas por aquello de que el único lugar adonde pueden expandirse son las nubes. En el caso de construcciones como éstas, estaríamos hablando de más de cien pisos por edificio. Pensemos, así mismo, en cómo sería la espléndida big apple con edificaciones de cuatro pisos como máximo; no sólo Manhattan no existiría sino la historia misma del mundo andaría por otro lado. Así que en principio, por extensión obligada y necesaria justicia, ¡bendito seas, oh, Elisha!
No obstante las ventajas de este gran invento, uno de los pilares de la modernización tecnológica en nuestros países, un ascensor es el último reducto del universo en el que una persona normal anhela estar. Un elevador, en sentido estricto, es un espacio tragicómico que define in extremis la esencia del hombre, sus usos y costumbres y si éste huele bien o mal. La cohabitación simultánea en fracciones de segundos camino al cielo, hace que sus tripulantes sospechen del individuo de al lado como si se tratara de un potencial malhechor, sobre todo si tiene cara de Belcebú y va a un piso sospechoso como el 66. En ningún otro lugar, ni siquiera en el metro de la ciudad de México en horas pico, hay un acercamiento físico tan íntimo al otro, al desconocido, al enemigo que por lo menos hay que matar con la mirada. Las maniobras en cualquier transporte urbano, por ejemplo, están fundamentadas en un principio de agresión: paso por aquí por mis pistolas y me vale a quién madree; en un ascensor este principio se ve debilitado. Hay, por el contrario, que potenciar la cortesía, y ésta consiste por momentos en contener la respiración al momento de subir o bajar, o evitar un estornudo provocado por los pelos del enano delante nuestro que se nos han incrustado diligentemente en la nariz.
Los científicos que se plantean ahora la posibilidad de supervivencia del ser humano y la propagación de la especie con experimentos en islas desiertas, tendrían que considerar la posibilidad de realizar estas pruebas en un elevador ubicado entre el piso 95 y 96 de un rascacielos neoyorquino. La propuesta es que tres hombres y tres mujeres vivan durante 15 días en esas cuatro paredes infranqueables (una duda que siempre he tenido al respecto es por qué los elevadores siempre son cuadriculares o rectangulares; sería interesante, en todo caso, que hubiera uno con la forma de un triángulo isósceles). Tendrían comida necesaria para sobrevivir el tiempo exacto y sus necesidades fisiológicas podrían realizarlas en un pequeño hoyo construido en una de las esquinas. De esta forma el canal de subida y bajada del ascensor serviría como una suerte de fosa séptica, cuyos ingredientes matarían a las ratas del primer piso por caerles a una velocidad poco usual. "Murió de un cacazo", escribirían los periódicos amarillistas.
En otro orden de ideas, no hay cosa más angustiante que estar esperando un elevador, que nunca se abre porque se ha quedado parado en el piso diez. La gente empieza a juntarse y uno sabe que, de nuevo, las cortesías son imperiosas y los uppercuts usados en el metro no son ahora precisamente lo indicado. Cuando se abre, uno permite que baje la gente y se trepa de la mejor manera que diosito nos haya enseñado, es decir, a como dé lugar, pero sin golpes. Ya arriba uno está imposibilitado para mover siquiera un dedito y tiene que mencionar dónde se baja.
–Al noveno piso, por favor.
–No, joven, este elevador tiene puros números pares –dice el encargado de los botones–. Tiene que subir hasta el décimo y bajar un piso.
Después de esa sapiente demostración de aritmética, hay que buscar las escaleras. Al tratar de abrir la puerta del noveno piso, ésta, claro, está cerrada por dentro.
En muchas ocasiones se encuentran ascensores que nada más llegan hasta un piso determinado, para lo cual necesitamos una tarjetita que sirve como salvoconducto; sucede así con los llamados edificios inteligentes. Por ejemplo, en el de la Coca Cola de la ciudad de México, el organigrama laboral se define por pisos. Si eres empleado de segunda puedes subir con tu clave hasta el primer piso; si ya eres así como un encargado de mercadotecnia, puedes subir más. El director o gerente, desde luego, evita la peligrosidad de los ascensores y llega en helicóptero. Existen también elevadores que no tienen piso trece, por aquello de las supersticiones. Entonces, en una genialidad matemática ideada por un arquitecto de alta escuela, los elevadores pasan del número de 12 a 14. El trece, por su parte, es un lugar que funciona como tierra de nadie. Ahí normalmente se celebran reuniones de sociedades secretas cuyos integrantes se cubren el rostro con una máscara onda Ku kux klan y planean cuál será le siguiente muerta de Juárez.
Las coreografías en los elevadores es la parte más común entre la gente que los utiliza. Todos miran hacia el tablerito de pisos ubicado arriba de la puerta. Aunque, desde luego, nunca falta el pigmeo que sólo ve nuestra cabeza y nos suspira en los pelitos de la nuca con un airecito seco que invita a no-sé-qué-cosa. También están los hombres que se quedan viendo con semblante de I eventually gonna fuck you a la ejecutiva de vastos anteojos, traje sastre y chongo en el pelo, que con peculiar turbación se ubica al ladito de la puerta. Dicho sea de paso, siempre he pensado que estas ejecutivas deberían ser mejor estrellas de cine porno. Pero regresando a las coreografías, en un elevador las tendencias a desarrollar los juegos visuales se acentúan. Algún día, ínclito lector, realice con alguno de sus amigos el siguiente experimento: súbase a un elevador y ubíquese mirando a la pared de enfrente, de tal forma que la gente que vaya entrando le vea sólo la espalda. Doble contra sencillo a que las personas que entran se ponen en su misma posición; ocurre los mismo si se ubica de lado o si ve el techo.
Ahora bien, quizás los lugares más propicios para el flirteo sean los bares, los salones de baile, las fiestas o incluso los balnearios morelenses, pero nunca los elevadores. Es muy probable que el sueño de cualquier muchacho teenager sea estar en un elevador con un forro de mujer y éste (el elevador no el forro) se atasque la altura del piso 33; sin embargo, lo que nunca toma en cuenta el teenager es que para la mujer esa situación no es su sueño más anhelado sino, de hecho, su peor pesadilla. Entonces hay que tomar propias y oficiosas decisiones. Quizás la mujer sea histérica e inicie una secuencia de contorsiones sospechosas, y poco normales para una mujer tan bella, que vayan desde quitarse los zapatos hasta abofetear al niño, mismo que pensará que también su sueño es ahora su peor pesadilla pero que tiene que salir de ahí, ese lugar donde está con una mujer que se ha rasguñado la cara y, ya ensangrentada, llora a cántaros, ante lo cual el niño intenta consolarla aunque ella lo aparte con un no me toques, pendejo. Entonces hay que mantener la calma, una calma que tanto ellos como Jesucristo saben que no va aparecer; Jesucristo, ése muchacho que murió a la edad de 33 años, exactamente a la altura del piso en el que están ellos y del cual muy probablemente vayan a hacerse picadillo si es que el ascensor no resiste lo suficiente o hay algún problema eléctrico que los técnicos no puedan resolver, como en efecto está sucediendo, no por ineptitud de los técnicos sino porque hay un psicópata cortando los cables del ascensor, lugar donde, como comentario al margen, están una mujer histérica-con-rasguños-de-gato-en-la-cara y un muchacho con los pantalones mojados. Si se caen del piso 33 es muy probable que recojan las cinco partes de cada uno para hacer una reconstrucción quirúrgica y puedan ser velados (cosa que a Jesucristo-muerto-de-33-años no le sucedió, en parte porque era él, en parte porque resucitó y en parte porque sólo lo clavaron de manos y pies) por unos familiares que demandarán la clausura de ese trágico piso 33, donde un forro de mujer histérico y un joven-virgen-mojado-de-otra-cosa tuvieron el infortunio de perder la vida a manos de un psicópata que seguirá, en lo sucesivo, cortando las cuerdas de los elevadores, pero al que Bruce Willis, dentro de poco, pondrá tras las rejas o, en su defecto, llenará de plomo. El joven despierta y cinco segundos después se abre la puerta. La mujer baja contoneando las caderas rojas (de ese color es el forro) y el elevador se cierra dramática, lentamente, dejando de ser esa abertura cabalística que invitaba a la repetición eterna. Por eso, también, me viene a la mente aquel cuento del gran Roald Dahl.
Réquiem de un elevador. Habrá quien tenga ONG's en contra de la existencia de estos controvertidos aparatos; otros que demanden su extinción inmediata por daños a la salud. También los ecologistas buscarán algún pretexto pertinente para manifestarse en su contra. Elisha Otis se retorcerá otra vez en su tumba, mientras piensa que acaso los humanos sean unos ignorantes, pues es el elevador, a diferencia de muchos otros vehículos fatuos, el que más fácil y rápido puede llevarnos al cielo.
CAS
sábado, abril 26, 2003
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