Huertas
La noche la hacen las luces. Tomo mi cuba libre con desgano. La gente se apresura a beber su trago y salir a otro bar. Yo sólo observo. Pido otro, un nuevo ron, un Cacique. Creo que soy el único que paga sus bebidas: los demás entran, le dan un papel a la mesera, beben rápidamente y salen a otro lugar. Le gente baila a pasos agigantados, se entremezcla en sudor y aullidos vigorosos. Delante de mí hay tres mujeres; el culo de la del pantalón blanco hace que me repliegue hacía la barra: su voluptuosidad me intimida. Llevo el vaso a la boca y pienso que tengo la botella de una cerveza. Mido mal. Tiro el líquido. Mi camisa y el pantalón blanco de la mujer se humedecen. Pido perdón. Ella me ve reprobando mi acto y comenta con sus amigas siempre que me pongo pantalón blanco pasa algo desafortunado. Ahora tiene una mancha verde en la nalga izquierda. Pido otro trago para revalidar el que he tirado. Me lo bebo rápido pero con la suficiente diligencia para no derramar una gota. El alcohol empieza a ser sangre hirviente. Quiero mear y el baño está del otro lado. La pista está llena. Ellos bailan la “canción del verano”. Todos al unísono. Me escabullo entre brazos insolentes y alcanzo a ver que en un rincón hay otra barra, vacía. Orino discurriendo si bebo otro ron o me voy. Al subir las escaleres para regresar al bar, veo a la bartender de la nueva barra. Tomo la decisión en el acto. Una cuba libre. ¿Bacardí? No, Cacique. En un vaso cuatro hielos y una rodaja de limón, o lima, es lo mismo acá. Sirve la bebida con desdén pero no me importa. Mide casi lo que yo: uno noventa. Reservo mi trago y lo sorbo lentamente, saboreando la frialdad de cada hielo. Los chupo y los regreso al vaso. Ella no se inmuta, sirve con sapiencia, rápido, fiel al dogma de que el designio de un cantinero es embriagar a la gente. Llegan por fin los primeros que intentarán someterla a punta de grados de alcohol. Son tres. Ella sirve cuatro copas de whisky. Brindan y las vacían. Las toma de nuevo para ponerlas en el lugar de las sucias y pasa a servir un ginebra. Es avezada: maneja las dos manos con sobrado estilo. Cuatro, cinco vasos, todos a la vez. Pido otra cuba libre, por favor, sólo dos hielos, sin limón y con Cola light. Obedece sin mirarme. No es tan espigada como pienso: está parada sobre una tarima que la hace ver más alta y ahora que se agacha me percato de que no tiene un culo memorable. Pero hay un tatuaje arriba de la línea de las nalgas; un dibujo de cuchillos que se despliegan eternamente, que arrullan sin saberlo. Odio los tatuajes. Nuevos idiotas, otros tragos. Whisky otra vez. Imagino en ella una garganta profunda. Termino mi cuba y, después de una nueva marejada de clientes en la barra, la llamo por otra. Está a punto de servirla con coca normal, pero le digo que es light. Ya la ha abierto y, aturdida, la deja a un lado de la caja registradora. Me dice perdón. No te preocupes. La barra se aligera y me quedo sólo. Veo de reojo que baila a la par de la música. Me excito. Vienen otros retadores. Ahora es un hombre con dos púberes. Pide cuatro tequilas. Después se arrepiente y le dice que le han encargado a las niñas y no puede embriagarlas. Junta el líquido en dos vasos y le da uno a ella. Lo bebe molesta pero sin decir una palabra. Se van. Volvemos a estar solos. Veo entre las botellas un ron Barceló. Pienso que ahora es mi turno de invitarle una ronda. No le digo nada y ella toma la botella, dos vasos y se acerca a mí. ¿Tomáis un chiquito? Sí. Bebemos. Todavía no advierto que ella se ha adelantado, con el mismo ron y en mi pensamiento, y le pido una nueva ronda. Se niega. No insisto. El bar se llena de un sudor visual, pesado. Otra vez gente en la barra molestando. Una niña le grita y le tira los hielos sobre la barra: le ha dicho que un trago sin hielos. Ella se defiende y ya no le da nada. Ese gesto me deleita y el tatuaje empieza a gustarme. Le hago una seña circular encima de mi vaso para que me sirva otro. Toma una botella nueva de Cacique y me dice que ése va por cuenta de la casa. ¿Sois mexicano? Sí. Sale de la barra. Pienso que ha terminado su turno pero regresa diez minutos después: fue al baño. Ahora soy yo el que tiene que ir. Decido preguntarle su nombre y su estatura ahora que pase por dónde esté. ¿Cuanto mides? Uno setenta y cinco. ¿Cómo te llamas? Miriam. En las escaleras siento que no podré aguantar la bajada y me detengo. Logro proseguir hasta el baño, trastabillando. Orino mirando el techo. Me chupo los labios y maldigo a Dios por su creación, por su azar, por sus eternas coincidencias que hacen de la vida un acaso. Regreso a la barra. Ella me sonríe. Sé que no he de hacerlo, pero un impulso vigoroso, de esos que no tiene rumbo, me traiciona. ¿Sabes cómo me llamo? Perdona la grosería por no haberte preguntado. ¿Cómo? Di un nombre al azar. Piensa un momento, mirando todo el lugar con la sonrisa contenida. Por fin dice: “Marcelo”. No, me llamo Carlos. Mucho gusto. Sostengo el llanto por algunos minutos mientras bebo mi última cuba: ahora sé que ésta es la última. Se acerca. ¿Por qué me pediste que adivinara tu nombre? Porque creo que las coincidencias son perniciosas. Mis últimas tres mujeres se han llamado Miriam; incluso la actual. ¿Y donde está tu mujer? En México. No me vuelve a hablar; sigue sirviendo tragos. Termino el mío y voy de nuevo a orinar. Se percata de que me estoy moviendo y me grita ¿Ya te vas? No, ahora vuelvo. Regreso y voy directo a ella. Ahora sí me voy. Pasa su cuerpo por encima de la barra y me agarra del cuello. Me besa en los labios. Nunca te olvidaré. Sonrío y doy media vuelta. Salgo del bar. Hace frío y un oriental me ofrece un bocadillo de jamón. Yo tampoco la olvidaré.
CAS
jueves, mayo 22, 2003
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