miércoles, mayo 21, 2003

Sucedió el fin de semana en Querétaro. Había sido convocado a la comida de una amiga que cumplía años. La cita era a las dos. Como también me habían invitado a la bendición de la nueva casa de mi prima, por obligación moral tenía que cumplir primero con la familia. El padrecito echó agua bendita, hizo dos o tres alusiones seguramente al antiguo testamento y se echó un trago de vino. Los demás dijeron amén. Después apareció la barbacoa y el whisky (believe it or not). Era la una de la madrugada. Le telefoneé a mi amiga para preguntarle si todavía era hora de llegar. Dijo que sí. Fuímos. Fue así como en la azotea de una casa colonial, con la enorme luciérnaga queretana abajo, la cagué de nuevo como otras tantas veces lo he hecho en mi desventurada vida: intempestivamente le dije a mi amiga que la amaba; intempestiva e inconcebiblemente, pues ni la amaba, ni me gustaba, ni la quería tirar, ni nada; además su novio estaba a un lado y, aunque no escuchó mi confesión, cuando lo pensé después -en perspectiva y sobrio- me pareció algo poco honorable. Pero lo peor fue que ella dijo que igualmente. Entonces me deprimí. Bajé a la cocina, una de esas viejas cocinas grandes y amables de las casonas de Querétaro, y husmeé en las cazuelas. Nunca encontré la luz y tuve que valerme del olfato; después del anular. No sabía qué era, tampoco me importó. Repasé los 14 recipientes y me serví con la mano en un plato usado. Una gato pasó entre mis piernas diciendo miau. Le ofrecí un poco de mi comida; la rechazó. Fue, entonces, cuando terminaba los frijoles (lo único que identifiqué con certeza) que intuí la crueldad de la vida y por qué, como lo decía Octavio Paz, mis palabras minutos antes, allá arriba, habían sido unas ignominiosas putas.

CAS

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