martes, mayo 27, 2003

Siempre he creído en las virtudes narrativas de Charles Dickens. Me divierten sus ironías y me conmueven sus dramas. Además tengo la impresión de que pocos han manejado la novela con tanta destreza como él. En particular, y no es un exceso repetirlo, me identifico en profundidad con su Historia de dos ciudades, acaso su mejor libro. Salvando las distancias con Londres y París, he de reiterar que los últimos 12 años de mi vida se han ido entre el D.F. y Cuernavaca (pude haber dicho también entre Ceuta y Gibraltar pero Chao empieza a caerme muy gordo). Así, esa carretera de setenta kilómetros entre ambas ciudades es como mi limbo. En resumidas cuentas soy un desarraigado, aunque en los dos lados chupo igual, lo cual no deja de ser misterioso. Entre semana estoy en la Del Valle y más o menos cada 15 días voy a mi tierra natal, donde crecí, estudié y, but of course, me hice hombre, o así dicen cuando uno abandona la preparatoria; aunque también se les puede engañar. En fin, voy llegando ahora al detritrus, en el horno tengo unas maravillosas pechugas de pollo a la crema y el Fuc amenaza con venir a chupar tranquilos en la noche. Ahora mismo agarraré las obras completas de Dickens y me diré de nuevo que casi soy un hombre feliz; y digo casi porque el final perfecto estoy a punto de fraguarlo pero me falta constatar un detalle de tipo técnico. ¿Alguna generosa persona tendría a bien decirme cuánto tarda un cuerpo humano, digamos, de uno cincuenta metros y como de 114 años en convertirse en cenizas? El horno está caliente y, según mis cálculos, Juanita cabe perfectamente.

CAS

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