Hasta que caiga
En una carta a Ezra Pound, W. B. Yeats escribió: “Los escritores somos hijos de la opinión pública, aunque desafiamos a nuestra madre”. La intención primordial del escritor es, en efecto, provocar. Y es probable, asimismo, que no exista bonhomía en los juicios sobre su trabajo. Es por todos sabido que la crítica adversa es la que más llama la atención, pues es escandalosa, polémica y hace sentir al que la emite un distinguido y fino juez. En el cine, por ejemplo, todo espectador es un crítico potencial. “Qué mala o qué buena película” se dice, para después pasar a enunciar todas la razones del comentario, en las que nunca falta, desde luego, una alusión a Tarkovsky o a Wajda, sin que se haya visto una sola película de estos directores. A mí, en particular, Tarkovsky me parece aburridísimo.
La provocación es el instrumento capital que utiliza el escritor para desafiar a los lectores; al estar expuesto a un público potencial (son cuatro o cinco gatos, pero hay que decir que es potencial), se sabe de antemano que de ahí en adelante habrá que vivir en el paredón. Hay comentarios que a mí me pillan desprevenido, pero con el tiempo llegan a conmoverme. Por eso habría que rescatar siempre la única enseñanza que dejó Bora Milutinovic en este país: “yo respeta todas opiniones”.
No dejará de sorprenderme que alguien comente sobre un libro algo como “es que... mira... cómo decirte..., pues sinceramente creo que tu libro no va a ningún lado”. No hay duda: estamos ante un discernimiento de orden ontológico. Entonces me pongo a pensar, ¿tiene un libro que ir a algún lado? Acaso le tendremos que comprar un boleto de viaje para que arribe a buen puerto o, en último de los casos, ponerle una inscripción en la portada que, cual camión guajolotero, diga “A San Juan de las Pitas”. Los libros, muy señores míos, no van a ningún lado. Son estrictamente objetos estáticos que si no gozan de la benevolencia de su dueño o de algún despistado que lo agarre de un estante de biblioteca, no se mueven.
No falta, tampoco, el acucioso que diga: “mira de la página 47 a la 82, escribiste pura paja”. Veamos. Nunca hay que entrar en discusiones semánticas respecto de la textualidad del comentario, sobre todo cuando bien podría interpretarse que durante esas páginas el autor se hizo una paja. Hay que creer en los buenos deseos y en la pertinencia del comentarista. Seguramente está usando una metáfora para decir que lo escrito entre la página 47 y 82 de su último libro, que por cierto costó sangre, lágrimas y dos o tres matrimonios, es insustancial. Las miles de palabras que se escribieron en no sé cuantos años, quedan reducidas a “una” por el comentador (o comendador, al que –todos sabemos– hay que matar). Por ello, no hay consuelo mayor que el de Malcolm Lowry: nueve editoriales rechazaron Bajo el volcán, y la que finalmente editó la novela, le sugería que cortara así nomás dos o tres capítulos, pura paja, desde luego.
El escritor, dice Yeats, desafía a su madre: la opinión pública. Y sinceramente considero que es una actividad muy divertida. Pero si la opinión pública se manifiesta en torno a los libros con mucha seriedad, y el escritor lo que hace es pitorrearse de ella, entonces, ¿a dónde vamos?, como dirían algunos de ciertos libros. En una ocasión le preguntaron a la Chiquita González, el famosísimo boxeador, cuál sería la táctica para su próxima pelea. La Chiquita, muy seguro de sí mismo como siempre que le hablaban de madrearse a un rival, dijo: “Pegarle hasta que se caiga”. La contienda entre la opinión pública y el escritor es así: darse con todo hasta que uno caiga.
miércoles, enero 29, 2003
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