Vecinos
En la ciudad de México, en el mismo edificio donde vive un amigo, un diputado federal del PRD tiene a su amante. Un día el automóvil del diputado amaneció sucio: tenía jugo Maggi en el parabrisas, salsa Valentina y aderezo Mil islas en el toldo y cuatro escupitajos secos en el medallón. Varias horas se necesitaron para lavarlo, aunque el diputado seguramente nunca imaginó que se había tratado, en efecto, de una comestible lluvia ácida. Es probable que haya pasado la mañana realizando trabajitos manuales de Alta Escuela en lugar de ver los partidos de futbol o curarse la cruda comiendo chilaquiles en el mercado.
Todos los ingredientes, lanzados a manera de proyectil desde algún lugar desconocido para nuestro diestro legislador, provenían de la alacena de mis amigos. Algún demente, desquiciado, fuera de sí (“resentido social” diría alguna voz anónima), en el extremo de la borrachera había decidido que dicho auto no podía salir inmune de ese lugar. Así, sin más, tuvieron la ocurrencia de hacer del auto una ensalada de época. El dueño de la casa, ergo mi cuate, al darse cuenta de qué sucedía, reprimió a los invitados ordenándoles no aderezar con ningún condimento más el auto. Acto seguido, salió del departamento como alma en pena a bordo de un Ferrari, y le pasó un trapo al vehículo, sólo un pasadita chafa propia de cualquier limpiavidrios de medio pelo. Cuando otro de los camaradas convocados al convite se enteró de la hazaña del señor de la casa, se asomó al balcón y, para ayudarle a limpiar, arrojó (imagine, lector, una toma en cámara lenta) un poco de café que alguien había abandonado. Es de suponer que cuando subió el limpiacoches-de-diputados nadie lo bajó de neoliberal de clóset.
Los vecinos, aun cuando pueda aludirse de manera irresponsable a la idea anacrónica de la buena vecindad, son por lo general personajes ruines. Y hay que saberlo, pues en muchas ocasiones uno mismo es el ruin, como en la historia del señor diputado perredista. No obstante, normalmente hay que hacer caso omiso cuando nosotros somos los agraviantes. Ni modo, así es la vida. En mi casa, y tengo que confesar que vivo en un penthouse (son dos pinches cuartos de azotea acondicionados como departamentito, pero de todos modos se está más cerca de Dios), a veces soy el canalla que cabalga sobre el lomo de Lucifer in the middle of nowhere; y despierto a los vecinos de abajo, claro está. Pero eso sucede sólo en contadas ocasiones, además hay demasiada benevolencia de su parte. De entrada la gran mayoría son mis amigos y cada vez que tengo alguna fiesta, les pregunto -esperando alguna sensata reprimenda- si no he hecho demasiado escándalo; ellos, cortésmente, me dicen que es notorio que tengo una reunión pero cerrando las ventanas ya no se escucha nada. Por esa buena voluntad y porque son gente estupenda que me cae muy bien, de repente me aparezco por su departamento con una buena botella de vino, que es algo así como el vale de autorización para el siguiente reventón.
Exactamente debajo de mi casa vive el contador, al que desde luego nunca le pregunto nada desde la vez que tuve que brincarlo de madrugada: el pobre yacía en las escaleras, ido, y con las llaves de su casa colgándole del dedo cordial haciendo casi una seña obscena. Quizá sea falta de solidaridad, pero nunca he querido ayudarle a entrar en su casa por varias razones: 1) puede pensar que soy un ladrón, pues en ese estado dudo que me reconozca, 2) duerme tan plácidamente que me dolería en el alma despertarlo así no más porque sí y 3) no puedo respetar a nadie que sea incapaz de sobrellevar una borrachera con propiedad. Por eso he tenido que saltarlo varias veces. Tampoco tengo problemas con las vecinas cristianas del primer piso, pues cuando les digo “Buenos días” se dan media vuelta sin devolverme la cortesía, lo cual agradezco sobremanera, y naturalmente cuando paso por su departamento me están esperando con música rara que habla de Cristo, pero que se parece a Bon Jovi.
El verdadero problema que tengo es con la única inquilina que comparte conmigo a azotea: Juanita. Se trata de una mujer de edad indefinida, aunque puede estar en el rango entre los setenta y los 120 años. Juanita es algo así como la persona que se encarga del quehacer del edificio y de repente hace el aseo de otras casas. Cuando llegué al edificio, hace cinco años, me informó detalladamente de las veces que tipos insanos se habían querido meter a todos y cada uno de los departamentos. Su historia, que probablemente escuché no menos de media docena de veces, terminaba así: “Yo no sé cómo, pero tienen llave”.
–¡Cómo van a tener llave, Juanita!
–¡De veras! Una vez se metieron a mi casa cuando yo no estaba y me reburujaron todos mis discos LP.
Más tarde, hablando con otras personas y con el dueño mismo, que es amigo mío, me enteré de que Juanita no está bien de sus facultades mentales y tenía la cualidad de sufrir delirio de persecución. Dicho de otro modo: le falta un tornillo. ¡Y cómo no! De entrada, todos los días del señor le da por barrer y trapear la escalera del edificio a las tres y media de la madrugada, no antes ni después, a esa hora en punto. Sobra decir que mínimo una vez a la semana me la encuentro realizando sus tareas nocturnas.
–Buenas noches, Juanita.
–Grhgrhgrhrghgr... ¡¿Qué tienen de buenas?!
Entiendo que lo que más puede enojarle a una mujer en la vida es que le pisen donde acaba de trapear, ¡pero tengo que llegar de alguna forma a mi casa!, y me niego a hacerlo a la manera de Sly Stallone trepando como hombre araña por la fachada del edificio. Lo peor es cuando salen amistades de mi casa. Un día me dijeron que tuvieron que huir a gran velocidad, pues casi les pega con el trapeador.
Cierta ocasión Juanita organizó un conciliábulo sobre mí con la vecina del otro edificio; la reunión fue a través de la reja que separa una azotea de la otra. Desgraciadamente yo estaba en ese momento rasurándome, y la ventana de mi baño da exactamente a ese lugar. Empezaron diciendo (los lavaderos, but of course, están al lado) que era un desconsiderado por no dejar dormir a la gente (goddamn, we live in a free Marlboro Country), que irían todas “en bola” a hablar con el dueño (que es mi amigo Juan) y tendría que hacerles caso o, cómo dirían los gringos, or else... Acabé de rasurarme y pensé que acaso había puesto a Willie Colón muy alto. La próxima vez tendré que bajarle un rayita al volumen de la grabadora.
Juanita, por supuesto, llevó la voz cantante. En realidad no me angustio por ese “o ya veré”, pues en este país el dicho que caracteriza por excelencia a todos sus habitantes es el famoso “perro que ladra no muerde”. Sin embargo, trataré de bajarle al desmadre, pero por otras razones: he llegado a la conclusión de que Juanita es medio bruja. Tengo amigos que piensan que incluso me ha está haciendo vudú o intenta embrujarme para beberse mi sangre y así mantenerse joven. Aunque no soy amante de las fantasías es una posibilidad que no habría que desechar. En el fondo hay otra razón por la que creo en ese carácter oscuro de mi vecina y, sin duda, haría temblar a más de un valiente: sé que Juanita está en su casa porque cuando paso por ahí hay una escoba al lado de su puerta; sé que Juanita ha salido cuando la escoba desaparece. Cosas veredes, pero por las dudas y para no verla alguna vez cruzando la luna tengo que empezar a bajarle al volumen a la música.
CAS
sábado, enero 25, 2003
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