lunes, enero 13, 2003

Tipos insoportables

En la vida hay gente a la que odiamos sin conocerla. Y las causas, por más insignificantes que sean, siempre serán lo suficientemente poderosas para justificar ese sentimiento. Nada se le puede reprochar al hombre que, en el cuento de Poe, mata y descuartiza al viejo por tener un ojo buitresco. ¡Hombre, si era un ojo que lo atormentaba y no le permitía vivir a gusto! Las cosas pueden merecerse aun cuando sean moral, social y legalmente condenadas: ¿cuántas personas no hay que quieren aventarle el coche al vecino, incluido el perro que se caga todos los días a la puerta de uno?

Así las cosas (me encanta usar estas complejas construcciones de reportero), navegamos por los años viendo y conociendo personas a las que nos encantaría volarles la tapa encefálica de un buen balazo. Y para ello no es necesario ser gobernador de Querétaro u obispo de Ecatepec: hay individuos mucho más cercanos que también pueden causar náuseas en el cogote y se coloquen invariablemente en la lista, que todo ser humano tiene, de fulanos a los que nos gustaría pasar por las armas. Alguna vez Enrique Serna escribió un artículo que se llamaba algo así como “Matar a un disc jockey”, con el cual se ganó severas críticas de algunos que no tienen idea del sentido irónico de la literatura. En efecto, me parece que si hay gente despreciable, ésta es toda aquella que pone mal la música en algún antro o en una fiesta. Es como los porteros de futbol: si hacen bien su trabajo nadie los nota, pero si cometen una pifia, entonces todas las miradas se clavan en ellos y los consideran los seres más ruines que jamás se hayan parado sobre la Tierra. A un DJ le sucede algo similar, pero más seguido. El problema es que hay que llegar casi a los empellones cuando el mequetrefe respectivo no quiere entender que no nació para esa profesión y no está seleccionando la música adecuada, pues ha puesto tres versiones distintas de “I will survive”, sintiéndose así como muy alternativo –un Andy Warhol de la música, seguramente- y ninguna rola de salsa.

Otras personas, que nada más de verlas se siente como un waterloo en el estómago, son aquéllas que usan walkie talkie. Un aparato de éstos, que en una escala civilizada y aceptada de valores es un instrumento de trabajo para comunicarse, es el equivalente a un cuervo de chivo en la escala propia de un macho cabrío con cara de facineroso. El sujeto con un walkie talkie se siente el todopoderoso y ve a los demás por encima del hombro; a la hora de hablar lo hacen de una manera sumamente misteriosa, murmurando como si estuvieran transmitiendo alguna información de seguridad nacional o como si el artefacto fuera la oreja de su novia a la que le dicen “te quiero mucho, amorcito”. Al final la cosa no es para tanto y los diálogos con los compañeros parten, entonces, de una pregunta básica: “¿Ya viste a esa vieja, güey?” Un walkie talkie hace sentir al distinguido portador un hombre que habita otros estratos, que anda en otro canal, que monopoliza un poder comunicativo divino y predestinado. No importa que se trate de cualquier pelagatos: si hay frecuencia, recluyen el mundo en su aparato de mano y, desde el punto de vista freudiano, su falta se interpreta simbólicamente como ausencia de falo: no pueden vivir sin él

Otros insoportables son los técnicos de sonido de conciertos de rock y de televisión no comercial, como Canal 22 o Canal 11. Antes de toda tocada rockera hay un sinnúmero de greñudos que se pasea por el escenario, exhibiéndose y como diciendo “Miren, cabrones, cuánto estoy chambeando”. No sé por qué pero este rara avis nunca falta en un toquín y se les puede distinguir porque normalmente usan una playera negra de Metallica o de Iron Maiden. ¿Músicos frustrados? ¿Ingenieros sin chamba? No lo sé. El caso es que siempre están ahí, y si bien todavía no logran los méritos suficientes para ingresar en nuestra lista de asesinables, pueden empezar a ganárselo a pulso. Al final, y es lo que me imagino, el sonido queda rápidamente en cinco minutos y lo que les encanta es pasearse como divas por el escenario y que el público sepa que son los técnicos de sonido del grupo underground de moda. Por cierto, su momento de gloria en la noche es cuando le levantan el pulgar a los güeyes de la consola, ubicada a la mitad del lugar, para decirles que todo está O.K. Un caso similar sucede con los técnicos de televisión. Saben, antes de cualquier evento, que muy pocos entienden cómo funciona toda la pirotecnia de cámaras, fuentes de poder, etcétera, para hacer televisión, y eso los hace sentirse con un plus. A diferencia de los técnicos de rock, éstos cohabitan con los mortales, les dicen “con permiso” cargando un cable lo suficientemente grueso para ahorcar a King Kong y mueven su entramado técnico a todo lo largo y ancho del lugar. Entonces hacen pruebas y se preparan para grabar con absoluta diligencia, de antemano ensayada, con la que en principio podrían conquistar a cualquier mujer. Pero no es esto lo que cae mal, aunque bien pudiera ser así, sino su supuesto semblante de semental de orgasmos secos con el que se creen el factotum de la situación. Por lo general usan el pelo largo y se lo agarran para tener una colita. Esto, de entrada, les da un look alternativo y como que nos quieren hacer ver que un técnico del Canal 22 es muy distinto a uno de Televisa, que dicho sea de paso son más discretos y no tienen esas ínfulas de grandeza. Con frecuencia son amigos de la gente a la que graban y si es mujer se despiden de ella con un beso. Eso está bien, insisto; lo que es realmente vulgar es esa actitud ante el mundo, de suficiencia porque manejan aparatos que nadie conoce y porque no sólo tienen esos conocimientos, sino aparte trabajan en un canal cultural. Ante esto sólo puede llegarse a una conclusión pertinente, sin desprestigiar al gremio y más bien resaltándolo ante la presencia de estos especímenes: aunque el técnico de tele se vista de seda, técnico se queda. Ya no voy a mencionarlo, pero sucede lo mismo con los de radio: puede pensarse que ser técnico de Radio Universidad o del IMER es más acá que serlo de Radio Red. En fin.

Por último, no quisiera dejar de mencionar a la gente que invariablemente ocuparía el primer puesto de nuestra hipotética lista: los conductores de talk shows mexicanos. No abundaré al respecto puesto que sería una perogrullada. Lo único que tengo que decir es que el estado cataléptico en el que caeríamos por encontrarnos a uno de estos compañeros en la calle, debe ser equivalente al martirio de ver a George W. Bush desnudo o al ofuscamiento de toparnos a Vicente Fox en bicicleta y no a caballo. Por lo demás, habría que evitarlos en la medida de lo posible. Así, como con todos los demás tipos insoportables, la esperanza de no verlos es eterna, aun cuando el destino sea un diablo caprichoso y nunca quiera que así sea.

CAS

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