Todo está mal. No he llegado a mi casa. El Olis me rescató. Hizo huevos a la mexicana. No sé si regresar. Al cabo ya todo se fue a la verga. Además, fuera Carrillo.
CAS
viernes, febrero 28, 2003
jueves, febrero 27, 2003
Tranquilo, Bloggart, tranquilo, que la esperanza de ser campeones es, se sabe, lo último que muere. Además, fuera Carrillo.
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martes, febrero 25, 2003
Gimnasios
En El gran gatsby de F. Scott Fitzgerald, el narrador se refiere a Tom Buchanan, uno de los personajes, así: “Era un cuerpo capaz de desarrollar enorme fuerza, un cuerpo cruel”. A Fitzgerald, viejo bribón que vivió a plenitud los fabulosos veinte gringos, le parecía que un cuerpo musculoso como el de Buchanan sólo aceptaría como posible el calificativo “cruel”, pues su fortaleza era proporcional a su estupidez. Y es que eso se pensaba hace algunos años: alguien que ejercitaba de esa manera tan intensa y obsesiva sus músculos, era porque en el fondo le costaba un trabajo inmenso ejercitar su mente; o de plano no podían.
De unas décadas a la fecha, la costumbre –y necesidad, claro– por cultivar el cuerpo se ha convertido en un rasgo social ineludible, en parte por el repudio a priori hacia todo lo que no entre en esos cánones. Si uno es gordo, desde el punto de vista físico padecerá de entrada el rechazo de los demás, aunque después pueda hacer su luchita y hacerle ver a los arnolds y cindycrawfords que uno también puede ser buena persona. La tendencia a cultivar los cuerpos anoréxicos del tipo modelo de pasarela o los atléticos bien formados que se necesitan para hacer un comercial de refresco de dieta, predomina en la actualidad como si fuera una religión, un culto pintoresco al cuerpo que deja de lado un sinnúmero de placeres, entre otros, la comida o la bebida.
En ese orden de ideas, los gimnasios son esos templos benditos donde la persona que añora tener un cuerpo de adonis tiene que asistir a manera de manda. La dinámica es muy sencilla: en México hay varias opciones para aquella persona que se siente ya un inadaptado social, pues tiene suficiente grasa en la palma de la mano para hace sentir a los demás que están saludando a una hamburguesa. Los instructores son una de las partes neurálgicas del lugar: son los directores espirituales. Pero como buenos sacerdotes, también descuidan a sus fieles. Los instructores de gimnasios son personas normales, aunque en apariencia no lo sean, que tienen la cualidad de tener dos dedos de frente –hay quienes se esfuerzan y tienen medio más– y normalmente (porque no siempre es así) ostentan el cuerpo que toda mujer desea llevarse a una isla desierta. Se identifican fácilmente porque caminan con los brazos separados. Cuando llega un principiante hay de varias sopas: 1) si es hombre no hay problema, le hace una rutina rápida, le explica dos o tres ejercicios y lo abandona a su suerte; 2) si es mujer, hay asimismo dos probabilidades: a) que sea guapa y esté buena y b) que sea gorda y fea. En el primer caso, el instructor se encargará personalmente de verificar cada detalle de la rutina, sin despegar un solo segundo la mirada de esos bien torneados muslos que han tenido a bien pararse por esos lares; si es la segunda posibilidad, repetirá la misma dinámica que con el hombre e injuriará la vida por haberle puesto en un oficio tan ingrato, casi de porquerizo.
No podemos dejar de lado el asunto del flirteo: todo gimnasio es un caldo de cultivo lúdico, y a veces hasta lascivo. No falta el hombrón que llegue adonde una muchachita de no malos bigotes para decirle, “estás haciendo mal el ejercicio”, para acto seguido poner la mano en su cuadríceps y complementar: “Tienes que sentirlo aquí”, apretando sobre la pierna. Si una mujer llega vestida sugerentemente es obvio que todos los hombres clavarán sus miradas en ella, y más de uno intentará abordarla llevando el pecho hinchado por delante; y sucede lo mismo con las mujeres, pues aunque tengan la costumbre de ser mucho más discretas, no pierden detalle de cuando el-instructor-medio-desnudo les enseña a hacer bien una sentadilla; normalmente dicen que no entendieron bien, que si puede hacerla de nuevo. Si el juego trasciende la sala de los aparatos y pesas, el lugar donde aterriza es en los vestidores y lo que predomina son los comentarios que aluden al físico que no se ve. Aquí, lo sé de buena fuente, hay mucho menos pudor en los vestidores femeninos, pues no existen tapujos para hacer referencia a los brazos de tal o cual persona, o hablar de asuntos lascivos –de ésos que tienden a ir al Más Allá– con uno que otro compañero.
Tengo trece años de asistir a gimnasios. Aunque el último año no entrené, he regresado a jalar en forma desde la semana pasada. Sin embargo, ha sido con sus matices: aunque al principio lo hice como mandan los cánones, después me negué rotundamente a comer el resto de mi vida sólo atún, arroz, claras de huevo y pechugas a la plancha. Y sin embargo hay un placer singular al cargar una pesa. Además, conozco pocos lugares más divertidos que un gimnasio, lugar de desinhibiciones y encuentros, de sinceridad y salvajismo, de amores y desamores, y de cuerpos crueles. Además, fuera Carrillo.
CAS
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En El gran gatsby de F. Scott Fitzgerald, el narrador se refiere a Tom Buchanan, uno de los personajes, así: “Era un cuerpo capaz de desarrollar enorme fuerza, un cuerpo cruel”. A Fitzgerald, viejo bribón que vivió a plenitud los fabulosos veinte gringos, le parecía que un cuerpo musculoso como el de Buchanan sólo aceptaría como posible el calificativo “cruel”, pues su fortaleza era proporcional a su estupidez. Y es que eso se pensaba hace algunos años: alguien que ejercitaba de esa manera tan intensa y obsesiva sus músculos, era porque en el fondo le costaba un trabajo inmenso ejercitar su mente; o de plano no podían.
De unas décadas a la fecha, la costumbre –y necesidad, claro– por cultivar el cuerpo se ha convertido en un rasgo social ineludible, en parte por el repudio a priori hacia todo lo que no entre en esos cánones. Si uno es gordo, desde el punto de vista físico padecerá de entrada el rechazo de los demás, aunque después pueda hacer su luchita y hacerle ver a los arnolds y cindycrawfords que uno también puede ser buena persona. La tendencia a cultivar los cuerpos anoréxicos del tipo modelo de pasarela o los atléticos bien formados que se necesitan para hacer un comercial de refresco de dieta, predomina en la actualidad como si fuera una religión, un culto pintoresco al cuerpo que deja de lado un sinnúmero de placeres, entre otros, la comida o la bebida.
En ese orden de ideas, los gimnasios son esos templos benditos donde la persona que añora tener un cuerpo de adonis tiene que asistir a manera de manda. La dinámica es muy sencilla: en México hay varias opciones para aquella persona que se siente ya un inadaptado social, pues tiene suficiente grasa en la palma de la mano para hace sentir a los demás que están saludando a una hamburguesa. Los instructores son una de las partes neurálgicas del lugar: son los directores espirituales. Pero como buenos sacerdotes, también descuidan a sus fieles. Los instructores de gimnasios son personas normales, aunque en apariencia no lo sean, que tienen la cualidad de tener dos dedos de frente –hay quienes se esfuerzan y tienen medio más– y normalmente (porque no siempre es así) ostentan el cuerpo que toda mujer desea llevarse a una isla desierta. Se identifican fácilmente porque caminan con los brazos separados. Cuando llega un principiante hay de varias sopas: 1) si es hombre no hay problema, le hace una rutina rápida, le explica dos o tres ejercicios y lo abandona a su suerte; 2) si es mujer, hay asimismo dos probabilidades: a) que sea guapa y esté buena y b) que sea gorda y fea. En el primer caso, el instructor se encargará personalmente de verificar cada detalle de la rutina, sin despegar un solo segundo la mirada de esos bien torneados muslos que han tenido a bien pararse por esos lares; si es la segunda posibilidad, repetirá la misma dinámica que con el hombre e injuriará la vida por haberle puesto en un oficio tan ingrato, casi de porquerizo.
No podemos dejar de lado el asunto del flirteo: todo gimnasio es un caldo de cultivo lúdico, y a veces hasta lascivo. No falta el hombrón que llegue adonde una muchachita de no malos bigotes para decirle, “estás haciendo mal el ejercicio”, para acto seguido poner la mano en su cuadríceps y complementar: “Tienes que sentirlo aquí”, apretando sobre la pierna. Si una mujer llega vestida sugerentemente es obvio que todos los hombres clavarán sus miradas en ella, y más de uno intentará abordarla llevando el pecho hinchado por delante; y sucede lo mismo con las mujeres, pues aunque tengan la costumbre de ser mucho más discretas, no pierden detalle de cuando el-instructor-medio-desnudo les enseña a hacer bien una sentadilla; normalmente dicen que no entendieron bien, que si puede hacerla de nuevo. Si el juego trasciende la sala de los aparatos y pesas, el lugar donde aterriza es en los vestidores y lo que predomina son los comentarios que aluden al físico que no se ve. Aquí, lo sé de buena fuente, hay mucho menos pudor en los vestidores femeninos, pues no existen tapujos para hacer referencia a los brazos de tal o cual persona, o hablar de asuntos lascivos –de ésos que tienden a ir al Más Allá– con uno que otro compañero.
Tengo trece años de asistir a gimnasios. Aunque el último año no entrené, he regresado a jalar en forma desde la semana pasada. Sin embargo, ha sido con sus matices: aunque al principio lo hice como mandan los cánones, después me negué rotundamente a comer el resto de mi vida sólo atún, arroz, claras de huevo y pechugas a la plancha. Y sin embargo hay un placer singular al cargar una pesa. Además, conozco pocos lugares más divertidos que un gimnasio, lugar de desinhibiciones y encuentros, de sinceridad y salvajismo, de amores y desamores, y de cuerpos crueles. Además, fuera Carrillo.
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lunes, febrero 24, 2003
Tarea de la semana: encontrar la fábrica donde se hacen a los Monsiváis. Se dice que puede estar en Tlalnepantla o en Ecatepec. Acto seguido, buscar ahí mismo el lugar donde se encuentra la fórmula de la ubicuidad; se tiene información de que puede estar guardada en una caja de seguridad de un banco suizo, al lado de donde está la receta de Coca Cola. Además, fuera Carrillo.
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Lo siguiente sólo pasa en este país: fui invitado a dos presentaciones de libros distintas, el mismo día (jueves), a la misma hora (siete de la tarde) y en el mismo lugar (Palacio de Minería). Si Monsiváis puede estar en el norte y en el sur de la ciudad al mismo tiempo, por qué yo no. Además, fuera Carrillo.
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Agradezco las muestras de apoyo y solidaridad por la debacle de ayer. A Humphrey Bloggart quiero decirle que, en efecto, a veces las cosas no salen como quiere uno, y hay que resignarse. No he vuelto al Estadio Azul desde que hace más o menos un años La Piedad (¡La Piedad, carajo!) nos endilgó un 5-1; me salí en el minuto 25 del segundo tiempo. Creo, ahora más que nunca, que no regresaré en un buen rato. De cualquier forma, fuera Carrillo.
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domingo, febrero 23, 2003
sábado, febrero 22, 2003
Vamos a ver. Quiero creer que el gran Nicoménicus habla de mí en su último post; esto no porque me sienta el fidedigno depositario de tan sapientes y deslumbrantes comentarios, sino porque lo que escribió se lo acababa de decir por teléfono cinco minutos antes de que lo posteara. Por lo demás, creo que cuando le sugerí que fuera serio con su blog se lo tomó demasiado en serio, tanto como aquella vez que le dije que deberíamos escribir un libro alalimón que se llamara Cómo se hace una fiesta. Sobra decir que se ofendió mucho. En cuanto a sus comentarios respecto de mi "visión" (¡oh, maese Yeats, somos tus súbditos!) de la literatura mexicana, no estoy de acuerdo, no porque piense distinto sino porque simple y llanamente no pienso nada. En todo caso, lo único en lo que hay que ser serios en la vida es a la hora de beber, sin importar, querido Nicoménicus, que ésta sea una barca. A fe mía que a veces navegamos en un poco de ron.
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viernes, febrero 21, 2003
Perros
En la novela Pan de Knut Hamsun, Glahn –el protagonista– mata a su perro Esopo de un escopetazo. Es la única escena literaria que recuerde donde un perro es acribillado a mansalva por su dueño. No obstante, la presencia de los canes en la literatura es ancestral; ya Sergio Pitol lo documentó ampliamente en ese maravilloso ensayo que se llama “Corazón de perro”. Cabe decir que estos magníficos ejemplares caninos casi sólo existen en la ficción, pues los que se conocen cotidianamente, en la vida mundana, no tienen nada que ver con ellos.
Los perros son animales nobles, buenos amigos, se puede confiar en ellos (en esto se diferencian claramente de los gatos) y si comen doble de ración a la hora del almuerzo son incluso melosos. Mi experiencia con estos animalitos ha sido más o menos discreta, pero de recuerdos memorables. En la casa de Cuernavaca hay cuatro perros: tres french poodle y otro de raza de dudosa procedencia; un amigo dice que es raza de la calle, y creo que tiene razón. De los french, la mayor tiene como quince años, es sorda y camina chueco, como carrito de supermercado que siempre va a la derecha; la segunda, e hija de la primera, es retrasada mental y tiene mirada de comentarista deportivo; la última es una entenada que llegó por obra y gracia de unos amigos que no la querían. Mi mamá la admitió y ahora es la loca de la casa; dicho sea de paso tiene cara de un amigo del que me reservo el nombre. La perra corriente se llama Darling, nombre que ya tenía al ser adoptada, para que no se piense que en la casa hay mal gusto. Digamos que es un animal decente desde que se negó a aprender la Internacional Socialista el día que una amiga pretendía enseñársela.
Cuando los perros adquieren estatus en una familia, todos lo invitados, no importa el rango, pasan a segundo término. Tengo un amigo que vive con dos perros y la servidumbre. Uno de ellos se llama Argos, but of course, y suele merodear la sala cada vez que estoy ahí; el desgraciado huele mi bebida y si no es porque con demasiada delicadeza mi amigo le dice que no me esté molestando, seguro le da impunemente una lengüetada al trago. Hay que complementar que siempre dejan su pelambre por doquier y no falla que se trate de un perro negro cuando uno viste de blanco. Los excesos se presentan cuando hay gente que se regresa de fabulosos viajes porque el chucho está en casa de los amigos y seguramente no se ha adaptado, o que un bombero, al ver llorar a una niña porque su perro está en la casa incendiada, lo saca de las llamas para revivirlo después con respiración de boca a boca. Esto es cierto: ocurrió a dos cuadras de mi casa.
Sin embargo los peores perros son los de las novias. Aquí uno pasa invariablemente a ser plato de segunda mesa (y cómo se enojan cuando después hay un segundo frente; en fin). Cuando en una ocasión le reclamaba a una ex que le hacía más caso a su perro Tláloc que a mí, respondió con una sabiduría inobjetable que haría pensar a muchos hombres.
-¡No es un perro!
-¿Entonces qué es, un mandril africano?
-No: es Tláloc.
Este es uno de los numerosos casos de los perros reprimidos. A su dueña le parecía normal que, como ella era fanática del América, la pobre bestia también lo sería. Así, en lugar de ponerle un suéter bonito tejido a mano, lo vestía con esa horripilante camiseta amarilla.
Otro caso similar ocurrió con otra susodicha que tenía un pastor alemán enclavado en su departamento. Vanos fueron mis argumentos de que un edificio no es lugar para un perro como ese. Nunca escuchó. Al pobre perro lo conocí cuando tenía escasos tres meses; entonces, si cruzaba el límite de la distancia que yo unilateralmente había dispuesto, lo pateaba en las costillas sin que nadie se diera cuenta. Algunos meses más tarde ya no se acercaba y simplemente se dedicaba a ladrarme todo el tiempo. Nadie se explicaba las razones. Creo que fue pasando el año y medio de edad cuando me olía a una cuadra antes, y nunca más pude entrar en ese departamento.
Me parece que hay suficientes motivos para, en muchos casos, llegar a las últimas consecuencias. “¡El perro o yo!”, hay que decir con firmeza para que las cosas no lleguen a mayores. Y en efecto: normalmente no llegan y uno tiene que buscarse otra novia.
CAS
En la novela Pan de Knut Hamsun, Glahn –el protagonista– mata a su perro Esopo de un escopetazo. Es la única escena literaria que recuerde donde un perro es acribillado a mansalva por su dueño. No obstante, la presencia de los canes en la literatura es ancestral; ya Sergio Pitol lo documentó ampliamente en ese maravilloso ensayo que se llama “Corazón de perro”. Cabe decir que estos magníficos ejemplares caninos casi sólo existen en la ficción, pues los que se conocen cotidianamente, en la vida mundana, no tienen nada que ver con ellos.
Los perros son animales nobles, buenos amigos, se puede confiar en ellos (en esto se diferencian claramente de los gatos) y si comen doble de ración a la hora del almuerzo son incluso melosos. Mi experiencia con estos animalitos ha sido más o menos discreta, pero de recuerdos memorables. En la casa de Cuernavaca hay cuatro perros: tres french poodle y otro de raza de dudosa procedencia; un amigo dice que es raza de la calle, y creo que tiene razón. De los french, la mayor tiene como quince años, es sorda y camina chueco, como carrito de supermercado que siempre va a la derecha; la segunda, e hija de la primera, es retrasada mental y tiene mirada de comentarista deportivo; la última es una entenada que llegó por obra y gracia de unos amigos que no la querían. Mi mamá la admitió y ahora es la loca de la casa; dicho sea de paso tiene cara de un amigo del que me reservo el nombre. La perra corriente se llama Darling, nombre que ya tenía al ser adoptada, para que no se piense que en la casa hay mal gusto. Digamos que es un animal decente desde que se negó a aprender la Internacional Socialista el día que una amiga pretendía enseñársela.
Cuando los perros adquieren estatus en una familia, todos lo invitados, no importa el rango, pasan a segundo término. Tengo un amigo que vive con dos perros y la servidumbre. Uno de ellos se llama Argos, but of course, y suele merodear la sala cada vez que estoy ahí; el desgraciado huele mi bebida y si no es porque con demasiada delicadeza mi amigo le dice que no me esté molestando, seguro le da impunemente una lengüetada al trago. Hay que complementar que siempre dejan su pelambre por doquier y no falla que se trate de un perro negro cuando uno viste de blanco. Los excesos se presentan cuando hay gente que se regresa de fabulosos viajes porque el chucho está en casa de los amigos y seguramente no se ha adaptado, o que un bombero, al ver llorar a una niña porque su perro está en la casa incendiada, lo saca de las llamas para revivirlo después con respiración de boca a boca. Esto es cierto: ocurrió a dos cuadras de mi casa.
Sin embargo los peores perros son los de las novias. Aquí uno pasa invariablemente a ser plato de segunda mesa (y cómo se enojan cuando después hay un segundo frente; en fin). Cuando en una ocasión le reclamaba a una ex que le hacía más caso a su perro Tláloc que a mí, respondió con una sabiduría inobjetable que haría pensar a muchos hombres.
-¡No es un perro!
-¿Entonces qué es, un mandril africano?
-No: es Tláloc.
Este es uno de los numerosos casos de los perros reprimidos. A su dueña le parecía normal que, como ella era fanática del América, la pobre bestia también lo sería. Así, en lugar de ponerle un suéter bonito tejido a mano, lo vestía con esa horripilante camiseta amarilla.
Otro caso similar ocurrió con otra susodicha que tenía un pastor alemán enclavado en su departamento. Vanos fueron mis argumentos de que un edificio no es lugar para un perro como ese. Nunca escuchó. Al pobre perro lo conocí cuando tenía escasos tres meses; entonces, si cruzaba el límite de la distancia que yo unilateralmente había dispuesto, lo pateaba en las costillas sin que nadie se diera cuenta. Algunos meses más tarde ya no se acercaba y simplemente se dedicaba a ladrarme todo el tiempo. Nadie se explicaba las razones. Creo que fue pasando el año y medio de edad cuando me olía a una cuadra antes, y nunca más pude entrar en ese departamento.
Me parece que hay suficientes motivos para, en muchos casos, llegar a las últimas consecuencias. “¡El perro o yo!”, hay que decir con firmeza para que las cosas no lleguen a mayores. Y en efecto: normalmente no llegan y uno tiene que buscarse otra novia.
CAS
jueves, febrero 20, 2003
La Máquina Celeste
Fue a finales de los setenta cuando mi vida se pintó de azul. Desde ahí nunca ha sido de otro color y ahora, más que nunca, me vienen a la memoria los Rubio, a los Jara Saguier, a los Mendizábal, a los Ceballos, a los Lugo, a los López Salgado, a los Flores.
De chico solía jugar futbol con mi hermana pequeña. Al menor tiro salido de mis botines, ella se lanzaba como gato tras su presa y atrapaba el balón de cuero (todavía pude jugar con uno así), embuchacándolo con la maestría propia de una niña de ocho años, sabedora de que puede detener sólo los tiros suaves y que cuando se trata de un balonazo directo al cuerpo tiene que quitarse, sin importarle que vea violada su meta. Por esta razón, mi papá la llamaba Miguelita Marín. Años más tarde, la Miguelita creció y le perdió el gusto al juego. Alta traición: ahora sólo podía ensayar los tiros al ángulo superior derecho de una portería marcada por dos árboles, misma que desaparecería cuando a mi papá se le ocurrió poner una barda exactamente en medio de los árboles, a la altura más o menos del manchón penal. El juego había acabado: ya no más Miguelita Marín que detuviera los envíos infestados de malas intenciones que le mandara Adrián Camacho.
El tiempo pasó y en 17 años sólo obtuvimos tres subcampeonatos, nunca un título. Así, durante mi juventud no tuve la oportunidad de ver incrementado el número de estrellitas en la casaca azul. Por fortuna las cosas cambiaron y fue cuando la cara de ese traidor, llamado Carlos Hermosillo, tuvo la fortuna de toparse con los tacos del, en ese entonces, portero del León, Ángel David Comizzo. Corría el año del 97 y por fin pude salir a festejar a las calles un título de la Máquina; era el primer campeonato de Luis Fernando Tena con un equipo que jugaba por nota desde hacía varios torneos, como dirigido por un Dios benévolo. Mi amiga Socorro incluso llegó a decir que en su otra vida le habría gustado ser el hábil delantero argentino del azul, Julio Zamora. Para equilibrar un poco su reencarnación también había escogido a Marguerite Yourcenar.
Hoy día, la Máquina parece ser un hito en la historia del futbol mexicano, y a diferencia de la muy venida a menos selección verde, los jugadores azules empiezan a entender que no hay nada igual a la victoria. Uno puede escuchar a cualquier seleccionado mexicano decir “no es más que un juego”. Sin duda lo es, faltaría más. El problema es que ese argumento lo exime de su papel histórico frente a un pueblo. Los futbolistas deben entender que son los motivadores de las tristezas y alegrías de una extensa población. Acaso nunca les preguntaron si querían que así fuera, pero por lo pronto están ahí y deberían entender de qué se trata la cosa. Por estas y muchas otras razones, hay que decir, ahora y siempre, ¡Arriba el Azul, putos!, en honor al mejor equipo que jamás se haya parado en una cancha de futbol.
CAS
Fue a finales de los setenta cuando mi vida se pintó de azul. Desde ahí nunca ha sido de otro color y ahora, más que nunca, me vienen a la memoria los Rubio, a los Jara Saguier, a los Mendizábal, a los Ceballos, a los Lugo, a los López Salgado, a los Flores.
De chico solía jugar futbol con mi hermana pequeña. Al menor tiro salido de mis botines, ella se lanzaba como gato tras su presa y atrapaba el balón de cuero (todavía pude jugar con uno así), embuchacándolo con la maestría propia de una niña de ocho años, sabedora de que puede detener sólo los tiros suaves y que cuando se trata de un balonazo directo al cuerpo tiene que quitarse, sin importarle que vea violada su meta. Por esta razón, mi papá la llamaba Miguelita Marín. Años más tarde, la Miguelita creció y le perdió el gusto al juego. Alta traición: ahora sólo podía ensayar los tiros al ángulo superior derecho de una portería marcada por dos árboles, misma que desaparecería cuando a mi papá se le ocurrió poner una barda exactamente en medio de los árboles, a la altura más o menos del manchón penal. El juego había acabado: ya no más Miguelita Marín que detuviera los envíos infestados de malas intenciones que le mandara Adrián Camacho.
El tiempo pasó y en 17 años sólo obtuvimos tres subcampeonatos, nunca un título. Así, durante mi juventud no tuve la oportunidad de ver incrementado el número de estrellitas en la casaca azul. Por fortuna las cosas cambiaron y fue cuando la cara de ese traidor, llamado Carlos Hermosillo, tuvo la fortuna de toparse con los tacos del, en ese entonces, portero del León, Ángel David Comizzo. Corría el año del 97 y por fin pude salir a festejar a las calles un título de la Máquina; era el primer campeonato de Luis Fernando Tena con un equipo que jugaba por nota desde hacía varios torneos, como dirigido por un Dios benévolo. Mi amiga Socorro incluso llegó a decir que en su otra vida le habría gustado ser el hábil delantero argentino del azul, Julio Zamora. Para equilibrar un poco su reencarnación también había escogido a Marguerite Yourcenar.
Hoy día, la Máquina parece ser un hito en la historia del futbol mexicano, y a diferencia de la muy venida a menos selección verde, los jugadores azules empiezan a entender que no hay nada igual a la victoria. Uno puede escuchar a cualquier seleccionado mexicano decir “no es más que un juego”. Sin duda lo es, faltaría más. El problema es que ese argumento lo exime de su papel histórico frente a un pueblo. Los futbolistas deben entender que son los motivadores de las tristezas y alegrías de una extensa población. Acaso nunca les preguntaron si querían que así fuera, pero por lo pronto están ahí y deberían entender de qué se trata la cosa. Por estas y muchas otras razones, hay que decir, ahora y siempre, ¡Arriba el Azul, putos!, en honor al mejor equipo que jamás se haya parado en una cancha de futbol.
CAS
miércoles, febrero 19, 2003
Al maestro con cariño
Los maestros son personajes atormentados. Esto no quiere decir que tengan que darnos lástima, pues en ocasiones pueden ser también perversos. Un maestro es un raudo estafador que trata de llevar agua para su molino valiéndose de bajos artilugios. Es, asimismo, un ciudadano libre que padece la ignorancia de un sinnúmero de pedestres ignaros que creen recibir una clase de buena gana. No es cierto. Todo maestro, por más que trate de ocultarlo, sufre sobremanera al dar una clase magistral, una conferencia o una asesoría de tesis, sobre todo si tiene flatulencia. El alumno, sin tener idea de lo que pasa, discurre por un sendero indolente a lo largo de la sesión y sabe enmascarar perfectamente su modorra cuando desde el estrado le preguntan la solución al problema dos. Aquí el tutor debe ser cruel y reprobar al mequetrefe no porque haya contestado mal la pregunta, sino porque al imbécil no le pasa por la cabeza que la persona en el escritorio no quiere estar ahí, que tiene gastritis y una pila enorme de exámenes para corregir en su casa, todos dignos de retrasados mentales.
Existen, por lo demás, aquéllos que se contentan con una manzana en el escritorio antes de la clase (créamelo, lector, a mí me ha tocado y es una suerte de orgasmo seco), aunque no por ello se les tenga que ablandar el corazón. Un maestro en esos niveles, con perdón, tiene que ser un dictador, no hay de otra. Desde luego, dentro de los límites que permite la autoridad; aunque a veces hay que ensancharlos. El problema más latoso que se le presenta es cuando una adolescente se enamora de él, pues no cabe duda que el desdichado pasará las de Caín a lo largo de todo el curso. Claro que hay de enamoradas a enamoradas. Están las discretas, que de vez en cuando escurren una notita por el escritorio en la que se lee algo así como “Desde que te vi no he podido conciliar el sueño”. Existen las más atrevidas, las que se sientan hasta adelante con una microminifalda. No contentas con tal descaro, cruzan las piernas y dejan, como si fuera un descuido ingenuo, que la falda se suba más allá de donde debe subirse una falda. También están las osadas, que son todas las que en el descanso le gritan al maestro “¡Te amo, papacito!”, cuando el infeliz cruza el patio principal. El profe se pondrá colorado de cabo a rabo y escuchará la risa generalizada de toda la escuela. Por último están las que saben lo que quieren, y son las que siguen al maestro saliendo de la escuela, se le ponen al lado y, como no queriendo la cosa, le toman la mano; acto seguido le platan un beso cavernoso.
Pero pasemos a otros niveles. En la universidad la actitud del catedrático cambia un poco en relación con grados inferiores. Se muestra más serio y, desde su primera clase, empieza a usar sacos de tweed. Su imagen se transforma, aunque no por ello deja de ser un disoluto que quiere tirarse a todas sus estudiantes; en ocasiones lo consigue, pero en la mayoría no. ¿Quién es un maestro universitario? No hay figura más miserable en la historia de las profesiones que ésta. Nada más hay que pensar en el fastidio de preparar una clase (lo hace una vez y después se avienta el mismo rollo los siguientes veinte años) o de asistir a las reuniones sindicales para que no le descuenten el sueldo. En su cubículo, si tiene uno, están apiladas trece tesis de licenciatura de ociosos que ha tenido la mala ocurrencia de titularse al mismo tiempo; ahí mismo, sobre el escritorio, se encuentran por todas partes los trabajos finales de los seis grupos a los que les da clases (todos menos uno, pues lo ha utilizado para hacer avioncitos). Aquí la táctica por todos conocida es la del peso del trabajo, que no tiene que ver con si está consistentemente argumentado o no, sino de saber cuál es el que pesa más gramos. Hay otra estrategia que consiste en lanzarlos todos sobre la cama y después hacer una selección aleatoria para ver cuál merece diez, cuál nueve, y así sucesivamente. Por supuesto le traza dos o tres garabatos en alguna hoja, así el alumno pensará que la vaca sagrada de la Fac se ha tomado la molestia de leer su obra maestra.
No falta, es obvio, el remolino de mentecatos que se acerca irremediablemente al estrado tan pronto finaliza la clase. Lo hacen para preguntar, en la gran mayoría de los casos, bajezas insultantes, pues son puntos que se discutieron cinco minutos antes. El semblante adecuado para estos incidentes es entre ternura y ganas de fusilar a bazucazos. Lo peor no son las preguntas sino cuando, sin el menor pudor, deslizan tímidamente por la parte septentrional del escritorio unas hojas, que el maestro ve de reojo y como en cámara lenta. “Es un cuento que acabo de escribir. A ver si le puede echar un ojo”, suelen decir insolentemente mientras el profesor considera que ese tipo de actitudes deberían ser castigadas con diez años de cárcel como mínimo.
El momento más crítico para un catedrático universitario es el día en que el estudiante, quién sabe por qué habilidad celestial, logra conseguir el teléfono de su casa. El problema más grave es que no guarda la confidencia para él, sino que empieza a rolar el número por la clase como se hace con una revista porno en un salón de secundaria. Sobra decir que el teléfono del pobre maestro se satura de llamadas soporíferas que oscilan entre “Maestro, puedo entregarle el trabajo dos días después” y “Soy Juan de la Pitas, de su clase de literatura medieval; habrá leído ya el poema que le di el otro día?”
Doy clases desde los veinte años y he visto muchas cosas, desde que una directora de prepa le apague un cigarro a un alumno en la palma de la mano, hasta que un asesor de tesis abandone el presidium en un examen profesional porque tiene diarrea. La labor docente es ingrata pero de repente da satisfacciones inesperadas, como que acaso le digan a uno “usted me salvó la vida”. Pero nada más. Si dicen más bien “por usted empecé a escribir”, habrá que repensar la labor y esconderse del papá de ése que empezó a escribir por uno, pues seguro andará buscando por ahí al rufián que hizo de su hijo un bueno para nada.
CAS
Los maestros son personajes atormentados. Esto no quiere decir que tengan que darnos lástima, pues en ocasiones pueden ser también perversos. Un maestro es un raudo estafador que trata de llevar agua para su molino valiéndose de bajos artilugios. Es, asimismo, un ciudadano libre que padece la ignorancia de un sinnúmero de pedestres ignaros que creen recibir una clase de buena gana. No es cierto. Todo maestro, por más que trate de ocultarlo, sufre sobremanera al dar una clase magistral, una conferencia o una asesoría de tesis, sobre todo si tiene flatulencia. El alumno, sin tener idea de lo que pasa, discurre por un sendero indolente a lo largo de la sesión y sabe enmascarar perfectamente su modorra cuando desde el estrado le preguntan la solución al problema dos. Aquí el tutor debe ser cruel y reprobar al mequetrefe no porque haya contestado mal la pregunta, sino porque al imbécil no le pasa por la cabeza que la persona en el escritorio no quiere estar ahí, que tiene gastritis y una pila enorme de exámenes para corregir en su casa, todos dignos de retrasados mentales.
Existen, por lo demás, aquéllos que se contentan con una manzana en el escritorio antes de la clase (créamelo, lector, a mí me ha tocado y es una suerte de orgasmo seco), aunque no por ello se les tenga que ablandar el corazón. Un maestro en esos niveles, con perdón, tiene que ser un dictador, no hay de otra. Desde luego, dentro de los límites que permite la autoridad; aunque a veces hay que ensancharlos. El problema más latoso que se le presenta es cuando una adolescente se enamora de él, pues no cabe duda que el desdichado pasará las de Caín a lo largo de todo el curso. Claro que hay de enamoradas a enamoradas. Están las discretas, que de vez en cuando escurren una notita por el escritorio en la que se lee algo así como “Desde que te vi no he podido conciliar el sueño”. Existen las más atrevidas, las que se sientan hasta adelante con una microminifalda. No contentas con tal descaro, cruzan las piernas y dejan, como si fuera un descuido ingenuo, que la falda se suba más allá de donde debe subirse una falda. También están las osadas, que son todas las que en el descanso le gritan al maestro “¡Te amo, papacito!”, cuando el infeliz cruza el patio principal. El profe se pondrá colorado de cabo a rabo y escuchará la risa generalizada de toda la escuela. Por último están las que saben lo que quieren, y son las que siguen al maestro saliendo de la escuela, se le ponen al lado y, como no queriendo la cosa, le toman la mano; acto seguido le platan un beso cavernoso.
Pero pasemos a otros niveles. En la universidad la actitud del catedrático cambia un poco en relación con grados inferiores. Se muestra más serio y, desde su primera clase, empieza a usar sacos de tweed. Su imagen se transforma, aunque no por ello deja de ser un disoluto que quiere tirarse a todas sus estudiantes; en ocasiones lo consigue, pero en la mayoría no. ¿Quién es un maestro universitario? No hay figura más miserable en la historia de las profesiones que ésta. Nada más hay que pensar en el fastidio de preparar una clase (lo hace una vez y después se avienta el mismo rollo los siguientes veinte años) o de asistir a las reuniones sindicales para que no le descuenten el sueldo. En su cubículo, si tiene uno, están apiladas trece tesis de licenciatura de ociosos que ha tenido la mala ocurrencia de titularse al mismo tiempo; ahí mismo, sobre el escritorio, se encuentran por todas partes los trabajos finales de los seis grupos a los que les da clases (todos menos uno, pues lo ha utilizado para hacer avioncitos). Aquí la táctica por todos conocida es la del peso del trabajo, que no tiene que ver con si está consistentemente argumentado o no, sino de saber cuál es el que pesa más gramos. Hay otra estrategia que consiste en lanzarlos todos sobre la cama y después hacer una selección aleatoria para ver cuál merece diez, cuál nueve, y así sucesivamente. Por supuesto le traza dos o tres garabatos en alguna hoja, así el alumno pensará que la vaca sagrada de la Fac se ha tomado la molestia de leer su obra maestra.
No falta, es obvio, el remolino de mentecatos que se acerca irremediablemente al estrado tan pronto finaliza la clase. Lo hacen para preguntar, en la gran mayoría de los casos, bajezas insultantes, pues son puntos que se discutieron cinco minutos antes. El semblante adecuado para estos incidentes es entre ternura y ganas de fusilar a bazucazos. Lo peor no son las preguntas sino cuando, sin el menor pudor, deslizan tímidamente por la parte septentrional del escritorio unas hojas, que el maestro ve de reojo y como en cámara lenta. “Es un cuento que acabo de escribir. A ver si le puede echar un ojo”, suelen decir insolentemente mientras el profesor considera que ese tipo de actitudes deberían ser castigadas con diez años de cárcel como mínimo.
El momento más crítico para un catedrático universitario es el día en que el estudiante, quién sabe por qué habilidad celestial, logra conseguir el teléfono de su casa. El problema más grave es que no guarda la confidencia para él, sino que empieza a rolar el número por la clase como se hace con una revista porno en un salón de secundaria. Sobra decir que el teléfono del pobre maestro se satura de llamadas soporíferas que oscilan entre “Maestro, puedo entregarle el trabajo dos días después” y “Soy Juan de la Pitas, de su clase de literatura medieval; habrá leído ya el poema que le di el otro día?”
Doy clases desde los veinte años y he visto muchas cosas, desde que una directora de prepa le apague un cigarro a un alumno en la palma de la mano, hasta que un asesor de tesis abandone el presidium en un examen profesional porque tiene diarrea. La labor docente es ingrata pero de repente da satisfacciones inesperadas, como que acaso le digan a uno “usted me salvó la vida”. Pero nada más. Si dicen más bien “por usted empecé a escribir”, habrá que repensar la labor y esconderse del papá de ése que empezó a escribir por uno, pues seguro andará buscando por ahí al rufián que hizo de su hijo un bueno para nada.
CAS
martes, febrero 18, 2003
lunes, febrero 17, 2003
La UNAM
Doy clases en la facultad de filosofía y letras de la UNAM. Por dos horas a la semana me pagan 346 pesos a la quincena, más un vale de despensa mensual de 316 y prestaciones como ISSSTE e Infonavit (llevo como 250 pesos de ahorro para comprarme mi casita). También imparto un curso sobre Shakespeare en el Instituto Cultural Helénico. Por dos horas a la semana me pagan dos mil pesos al mes. La diferencia, a todas luces, es notable, pues en el Helénico va gente que puede pagar la clase. ¿Se puede vivir de lo que pagan por asignatura en la UNAM? No, pero uno ahí sigue. El alma mater, dirían algunos. Lo cierto es que, más allá de las sugerencias del FMI y el Banco Mundial en torno al futuro de la educación, la mayor universidad pública de América Latina lo seguirá siendo hasta que nosotros queramos, y eso no significa que comparta las opiniones de esos pendejos del CGH. Hay que seguir en ella, no importa que nos paguen una bicoca o que tengamos puros alumnos que quieren ser poetas.
CAS
Doy clases en la facultad de filosofía y letras de la UNAM. Por dos horas a la semana me pagan 346 pesos a la quincena, más un vale de despensa mensual de 316 y prestaciones como ISSSTE e Infonavit (llevo como 250 pesos de ahorro para comprarme mi casita). También imparto un curso sobre Shakespeare en el Instituto Cultural Helénico. Por dos horas a la semana me pagan dos mil pesos al mes. La diferencia, a todas luces, es notable, pues en el Helénico va gente que puede pagar la clase. ¿Se puede vivir de lo que pagan por asignatura en la UNAM? No, pero uno ahí sigue. El alma mater, dirían algunos. Lo cierto es que, más allá de las sugerencias del FMI y el Banco Mundial en torno al futuro de la educación, la mayor universidad pública de América Latina lo seguirá siendo hasta que nosotros queramos, y eso no significa que comparta las opiniones de esos pendejos del CGH. Hay que seguir en ella, no importa que nos paguen una bicoca o que tengamos puros alumnos que quieren ser poetas.
CAS
domingo, febrero 16, 2003
Me cautivó la yepeztesis acerca de los chilangos. Ahora, ya hablando en serio, ¿alguien podría decirme exactamente qué es un chilango?, pues yo llevo tres décadas preguntándomelo y nomás no doy. Como diría mi abuelita: "no me hallo".
CAS
CAS
sábado, febrero 15, 2003
Sutilezas del lenguaje
Ocurre, en ocasiones, que el lenguaje no sirve para lo que fue en principio creado: la comunicación. Esto porque hablamos mal o, sin ir muy lejos, los códigos entre emisor y receptor no son los mismos, aunque también haya mala voluntad, como la de los franceses, quienes en su país no le contestan a nadie que hable su idioma con acento. En México, el país en forma de cuerno y del cual la mayoría de extranjeros no sabe dónde está, la comunicación entre sus actores se fundamenta en la generosa anuencia del espíritu santo. No en balde tenemos la patente de un verbo que en esencia significa hablar y hablar sin decir nada: cantinflear. El problema es que Cantinflas era un excelente cómico al que le importaba sobre todo entretener a la gente y no necesariamente comunicar algo. En resumidas cuentas era un bufón simpático, nada más.
Pienso, sin embargo, que el lenguaje no dejará de traernos desaguisados durante el resto de nuestras vidas, sobre todo en este país, pues cada quien interpreta lo que quiere, quizás en pro de que la frase inicial y culminante de la discusión sea “qué me ves, güey”. Un ejemplo: hace algunos meses estuve en Acapulco con mi primo Cacho. Un día, después de la necesaria noche de farra, media cuadra antes de llegar al hotel nos encontramos un antro abierto. Eran las cinco de la mañana y decidimos tomar un último trago para dormir bien. En la puerta nos preguntaron:
–¿Son gays?
–No.
–Entonces no pueden entrar.
Ésa fue la primera vez en mi vida que sentí la intolerancia a la inversa, aunque no me preocupó mayor cosa. Seguimos nuestro camino. Al día siguiente, sin planearlo, volvió a sucedernos lo mismo. Necesitábamos un último trago y ya conocíamos la contraseña para entrar en ese tugurio.
–¿Son gays?
–Sí.
–Pues no parecen, así que no pueden entrar.
El principio neurálgico de todo mentiroso es no parecerlo, el problema es que ese principio quizás no es extensivo los gays. Aunque también cada quien escucha lo que quiere. Recuerdo que una vez leí un cuento (con vergüenza confieso que no recuerdo al autor) en el que Poncio Pilatos le preguntaba al pueblo a quién quería que sacrificaran, a Jesucristo o a Barrabás. La multitud respondió que a Barrabás pero por un efecto acústico singular, creado por esa infinidad de voces, Pilatos escuchó “¡Jesucristo!”. Y ni modo, ahí tenemos el origen de la historia occidental.
Uno puede pasar también por este tipo de equívocos y verlos después con alguna gracia, claro, siempre y cuando no esté de por medio nuestro pellejo, como sí lo estuvo el de nuestro señor. También en Acapulco, en la barra de un bar, una gentil güerita empezó a hacerme plática. Como suele suceder en estos casos uno acude a las preguntas comunes sin vislumbrar las obviedades. Le pregunté de dónde era sin darme cuenta que en su playera, que cubría unos voluminosos y distinguidos senos, tenía una bandera de la Gran Bretaña del tamaño del puma de la vieja casaca de la Universidad. Después me preguntó a qué me dedicaba. Cómo no quise darle una explicación detallada de las rusticidades que realizo para ganarme el pan de todos los días, le dije que era escritor. Acto seguido me respondió “¿Why?” ¡Cómo que ¿why?, pinche güerita! Pues porque es lo único que sé hacer en la vida. Aparte es un oficio noble, que si se hace con lealtad y devoción puede ser remunerado decorosamente, incluso hasta se puede vivir de él.
La inglesita peló los ojos en un claro gesto de no entender nada y sorprendida volvió a preguntarme: “¿Pero qué manejas?” En efecto, no había entendido nada: cuando yo le dije mi oficio de writer la güera entendió driver. Caché de inmediato el equívoco pero por pereza no lo desmentí. Por eso le dije, tomando un trago de mi martini, que era conductor de carrozas fúnebres. Sonrió nerviosa como haciendo el gesto de “orale” en inglés y acto seguido pidió la cuenta; dos minutos después estaba fuera del lugar sin haberse despedido.
El lenguaje hay que entenderlo de la mejor manera posible, si no, por travesuras del azar, se convierte en un arma de doble filo y revierte su sentido. Respetarlo sería una buena opción para que no nos juegue una mala pasada; aunque también podríamos llevar agua a nuestro molino, que bien podría ser, por otro lado, un gigante de brazos largos luchando contra un caballero de triste figura.
CAS
Ocurre, en ocasiones, que el lenguaje no sirve para lo que fue en principio creado: la comunicación. Esto porque hablamos mal o, sin ir muy lejos, los códigos entre emisor y receptor no son los mismos, aunque también haya mala voluntad, como la de los franceses, quienes en su país no le contestan a nadie que hable su idioma con acento. En México, el país en forma de cuerno y del cual la mayoría de extranjeros no sabe dónde está, la comunicación entre sus actores se fundamenta en la generosa anuencia del espíritu santo. No en balde tenemos la patente de un verbo que en esencia significa hablar y hablar sin decir nada: cantinflear. El problema es que Cantinflas era un excelente cómico al que le importaba sobre todo entretener a la gente y no necesariamente comunicar algo. En resumidas cuentas era un bufón simpático, nada más.
Pienso, sin embargo, que el lenguaje no dejará de traernos desaguisados durante el resto de nuestras vidas, sobre todo en este país, pues cada quien interpreta lo que quiere, quizás en pro de que la frase inicial y culminante de la discusión sea “qué me ves, güey”. Un ejemplo: hace algunos meses estuve en Acapulco con mi primo Cacho. Un día, después de la necesaria noche de farra, media cuadra antes de llegar al hotel nos encontramos un antro abierto. Eran las cinco de la mañana y decidimos tomar un último trago para dormir bien. En la puerta nos preguntaron:
–¿Son gays?
–No.
–Entonces no pueden entrar.
Ésa fue la primera vez en mi vida que sentí la intolerancia a la inversa, aunque no me preocupó mayor cosa. Seguimos nuestro camino. Al día siguiente, sin planearlo, volvió a sucedernos lo mismo. Necesitábamos un último trago y ya conocíamos la contraseña para entrar en ese tugurio.
–¿Son gays?
–Sí.
–Pues no parecen, así que no pueden entrar.
El principio neurálgico de todo mentiroso es no parecerlo, el problema es que ese principio quizás no es extensivo los gays. Aunque también cada quien escucha lo que quiere. Recuerdo que una vez leí un cuento (con vergüenza confieso que no recuerdo al autor) en el que Poncio Pilatos le preguntaba al pueblo a quién quería que sacrificaran, a Jesucristo o a Barrabás. La multitud respondió que a Barrabás pero por un efecto acústico singular, creado por esa infinidad de voces, Pilatos escuchó “¡Jesucristo!”. Y ni modo, ahí tenemos el origen de la historia occidental.
Uno puede pasar también por este tipo de equívocos y verlos después con alguna gracia, claro, siempre y cuando no esté de por medio nuestro pellejo, como sí lo estuvo el de nuestro señor. También en Acapulco, en la barra de un bar, una gentil güerita empezó a hacerme plática. Como suele suceder en estos casos uno acude a las preguntas comunes sin vislumbrar las obviedades. Le pregunté de dónde era sin darme cuenta que en su playera, que cubría unos voluminosos y distinguidos senos, tenía una bandera de la Gran Bretaña del tamaño del puma de la vieja casaca de la Universidad. Después me preguntó a qué me dedicaba. Cómo no quise darle una explicación detallada de las rusticidades que realizo para ganarme el pan de todos los días, le dije que era escritor. Acto seguido me respondió “¿Why?” ¡Cómo que ¿why?, pinche güerita! Pues porque es lo único que sé hacer en la vida. Aparte es un oficio noble, que si se hace con lealtad y devoción puede ser remunerado decorosamente, incluso hasta se puede vivir de él.
La inglesita peló los ojos en un claro gesto de no entender nada y sorprendida volvió a preguntarme: “¿Pero qué manejas?” En efecto, no había entendido nada: cuando yo le dije mi oficio de writer la güera entendió driver. Caché de inmediato el equívoco pero por pereza no lo desmentí. Por eso le dije, tomando un trago de mi martini, que era conductor de carrozas fúnebres. Sonrió nerviosa como haciendo el gesto de “orale” en inglés y acto seguido pidió la cuenta; dos minutos después estaba fuera del lugar sin haberse despedido.
El lenguaje hay que entenderlo de la mejor manera posible, si no, por travesuras del azar, se convierte en un arma de doble filo y revierte su sentido. Respetarlo sería una buena opción para que no nos juegue una mala pasada; aunque también podríamos llevar agua a nuestro molino, que bien podría ser, por otro lado, un gigante de brazos largos luchando contra un caballero de triste figura.
CAS
viernes, febrero 14, 2003
Radiografía del alcohol
Los mitos en torno a la bebida son innumerables; y muchas veces son eso nada más: mitos, viles mentiras, infundadas y perniciosas falsedades que buscan confundir al notable bebedor. Decir, por ejemplo, que ingerir dos o tres bebidas distintas es contraproducente, no pasa de ser una falacia sumamente ingenua. Uno puede mezclar cerveza y tequila sin problema alguno; y si al final se le añade el desempance de unos buenos tragos de ron, la combinación es incluso digestiva. El secreto está en no abusar. El tequila, para mayor información, se toma con la cerveza como chaser, es decir, una bebida suave que acompaña a una fuerte. La mecánica es tomarse el tequila en caballito (esto es muy importante: siempre debe ser en caballito) de un jalón, sin dejar una sola gota; después un trago de cerveza. El elemento sangrita puede ayudar a la armonización de los sabores, pero hay que tener cuidado: no hay en el mercado ni una sola sangrita decente, así que la mejor es la que uno puede preparar en casa (hay muchas recetas). La sugerencia para el tequila (aquí sigo siendo demasiado clásico) puede ser un Herradura reposado, un Don Julio blanco o un Las Trancas; si no hay suficiente dinero, un Tradicional puede servir. La cerveza, aquí no hay vuelta de hoja, debe ser una Vicki, alias Victoria, de las únicas chelas campechanas que existen. No importa si se toma directamente de la botella, aunque Gonzalito Celorio opine lo contrario.
Entre una y tres de la tarde es la hora de los martinis secos, según se dice, la bebida por antonomasia de los escritores desde que Alfredo Bryce Echenique tuvo a bien tomarse 19 martinis en un hotel de Colombia. Los testigos juran que no le hicieron nada. Hay que ser rigurosos: el vermut sirve estrictamente para aromatizar la copa y darle un toque sutil a la ginebra. Aquí hay de dos, Beefeter o Sapphire Bombay, nada más. El secreto es el siguiente: nunca de los nuncas se le ocurra agitar la mezcladora; hay que dejar, más bien, que durante un rato repose la ginebra con lo hielos, que deben estar recién hechos para que sólo enfríen. El whisky, por su parte, es una bebida que según doctos escoceses hay que tomarlo solo y no como se hace normalmente, en las rocas y con agua mineral. Se dice que si no se soporta solo lo único que se le puede poner es un chorrito de agua.
El vodka es un licor detonante y sólo se mezcla cuando realmente es un mal vodka; se acostumbra hacerlo con jugo de naranja o agua quina. Pero la mejor manera de ingerir tan onírica bebida es como el tequila, sola y de un jalón. Es primordial que la botella permanezca en el congelador para que el trago resulte más saludable. Al respecto hago una abierta invitación para que se pruebe el Zubrówka, uno de los mejores vodkas polacos. Se encuentra en las buenas vinaterías. No obstante, hay que tener mucho cuidado: nunca hay que mezclarlo con otro alcohol; se puede hacer sólo con una bebida distinta, pero una tercera sería en verdad peligroso.
Por último, algunos consejos. Nunca en la vida hay que tomar esa nacada que de manera eufemística se ha llamado Paris de Noche, es decir, coñac con refresco de cola; tampoco eso que se llama Charro negro, tequila con cola también. Los refrescos de cola únicamente se deben tomar con ron y acaso con brandy. Otro día regresaré a más brebajes afrodisiacos, algunos básicos como el mezcal, el ron mismo y el vino, que dicen los españoles, resuelve todos los problemas de la vida.
CAS
Los mitos en torno a la bebida son innumerables; y muchas veces son eso nada más: mitos, viles mentiras, infundadas y perniciosas falsedades que buscan confundir al notable bebedor. Decir, por ejemplo, que ingerir dos o tres bebidas distintas es contraproducente, no pasa de ser una falacia sumamente ingenua. Uno puede mezclar cerveza y tequila sin problema alguno; y si al final se le añade el desempance de unos buenos tragos de ron, la combinación es incluso digestiva. El secreto está en no abusar. El tequila, para mayor información, se toma con la cerveza como chaser, es decir, una bebida suave que acompaña a una fuerte. La mecánica es tomarse el tequila en caballito (esto es muy importante: siempre debe ser en caballito) de un jalón, sin dejar una sola gota; después un trago de cerveza. El elemento sangrita puede ayudar a la armonización de los sabores, pero hay que tener cuidado: no hay en el mercado ni una sola sangrita decente, así que la mejor es la que uno puede preparar en casa (hay muchas recetas). La sugerencia para el tequila (aquí sigo siendo demasiado clásico) puede ser un Herradura reposado, un Don Julio blanco o un Las Trancas; si no hay suficiente dinero, un Tradicional puede servir. La cerveza, aquí no hay vuelta de hoja, debe ser una Vicki, alias Victoria, de las únicas chelas campechanas que existen. No importa si se toma directamente de la botella, aunque Gonzalito Celorio opine lo contrario.
Entre una y tres de la tarde es la hora de los martinis secos, según se dice, la bebida por antonomasia de los escritores desde que Alfredo Bryce Echenique tuvo a bien tomarse 19 martinis en un hotel de Colombia. Los testigos juran que no le hicieron nada. Hay que ser rigurosos: el vermut sirve estrictamente para aromatizar la copa y darle un toque sutil a la ginebra. Aquí hay de dos, Beefeter o Sapphire Bombay, nada más. El secreto es el siguiente: nunca de los nuncas se le ocurra agitar la mezcladora; hay que dejar, más bien, que durante un rato repose la ginebra con lo hielos, que deben estar recién hechos para que sólo enfríen. El whisky, por su parte, es una bebida que según doctos escoceses hay que tomarlo solo y no como se hace normalmente, en las rocas y con agua mineral. Se dice que si no se soporta solo lo único que se le puede poner es un chorrito de agua.
El vodka es un licor detonante y sólo se mezcla cuando realmente es un mal vodka; se acostumbra hacerlo con jugo de naranja o agua quina. Pero la mejor manera de ingerir tan onírica bebida es como el tequila, sola y de un jalón. Es primordial que la botella permanezca en el congelador para que el trago resulte más saludable. Al respecto hago una abierta invitación para que se pruebe el Zubrówka, uno de los mejores vodkas polacos. Se encuentra en las buenas vinaterías. No obstante, hay que tener mucho cuidado: nunca hay que mezclarlo con otro alcohol; se puede hacer sólo con una bebida distinta, pero una tercera sería en verdad peligroso.
Por último, algunos consejos. Nunca en la vida hay que tomar esa nacada que de manera eufemística se ha llamado Paris de Noche, es decir, coñac con refresco de cola; tampoco eso que se llama Charro negro, tequila con cola también. Los refrescos de cola únicamente se deben tomar con ron y acaso con brandy. Otro día regresaré a más brebajes afrodisiacos, algunos básicos como el mezcal, el ron mismo y el vino, que dicen los españoles, resuelve todos los problemas de la vida.
CAS
miércoles, febrero 12, 2003
Bush
Por desgracia estamos ante una guerra inminente. Transcribo literal algunas frases célebres del factotum de este posible genocidio, George W. Bush, y participemos de su sapiencia. Son tomadas del libro de Jacobo Weisberg y Brice Nichols, The state book of accidental wit and wisdom of our 43rd president:
-Sé que estoy listo para el trabajo (la presidencia). Pero si no lo estoy, pues ni modo.
-Cuando ponga mi mano sobre la Biblia (al tomar posesión) juraré no cumplir las leyes del país.
-Tenemos que elevar la edad en la que los jovencitos puedan comprar armas de fuego.
-Cada vez más nuestras exportaciones provienen del extranjero.
-He recibido buenas opiniones en el pasado. Y también he recibido buenas opiniones en el futuro.
-Vamos a ser los estadounidenses mejor educados del mundo.
-Estamos preparados para cualquier suceso imprevisto que puede o no ocurrir.
-Para la NASA el espacio es una alta prioridad.
-Creo que estamos de acuerdo en que el pasado ya pasó.
-He hablado con Vicente Fox, el nuevo presidente de México... Lo conozco... para que nos envíe gas y petróleo a Estados Unidos y así no tengamos que depender del petróleo extranjero.
CAS
Por desgracia estamos ante una guerra inminente. Transcribo literal algunas frases célebres del factotum de este posible genocidio, George W. Bush, y participemos de su sapiencia. Son tomadas del libro de Jacobo Weisberg y Brice Nichols, The state book of accidental wit and wisdom of our 43rd president:
-Sé que estoy listo para el trabajo (la presidencia). Pero si no lo estoy, pues ni modo.
-Cuando ponga mi mano sobre la Biblia (al tomar posesión) juraré no cumplir las leyes del país.
-Tenemos que elevar la edad en la que los jovencitos puedan comprar armas de fuego.
-Cada vez más nuestras exportaciones provienen del extranjero.
-He recibido buenas opiniones en el pasado. Y también he recibido buenas opiniones en el futuro.
-Vamos a ser los estadounidenses mejor educados del mundo.
-Estamos preparados para cualquier suceso imprevisto que puede o no ocurrir.
-Para la NASA el espacio es una alta prioridad.
-Creo que estamos de acuerdo en que el pasado ya pasó.
-He hablado con Vicente Fox, el nuevo presidente de México... Lo conozco... para que nos envíe gas y petróleo a Estados Unidos y así no tengamos que depender del petróleo extranjero.
CAS
martes, febrero 11, 2003
Manual del joven poeta
Don Pedro Henríquez Ureña dijo una vez: “Todos escribimos poemas hasta los veinte años, después sólo los poetas”. A excepción de Rimbaud, que fue un energúmeno poético desde los 15 y dejó de escribir a los veinte, todos entraríamos en esa clasificación. Yo me inicié en la escritura haciendo poesía, pero era pésima. Desistí a tiempo y no he vuelto a escribir un poema desde los 19 años. El problema es que hay que tener un poco de pudor y realmente quererse mucho, pues cuántos poetas no hay por ahí que se dicen serlo y ni siquiera saben escribir un soneto. Ésos no se quieren a sí mismos. Otra vez: “después sólo los poetas”.
El joven poeta debe entender que la poesía no es un asunto que pueda tomarse a la ligera; por el contrario, puede causar peligrosos incidentes. Puedo enunciar, nada más por no dejar, a algunos insignes poetas que se han suicidado: Kleist lo hizo a orillas del lago Wannsee junto con su amiga Henriette Vogel. Primero le disparó a la mujer en el corazón y luego él se dio un balazo en la boca; George Trakl, a los 27 años, se administró una sobredosis de cocaína que le provocó un paro cardiaco; Hart Crane, ese gran genio, se arrojó del buque Orizaba en el Golfo de México en 1932; y por último, Cesare Pavese se tomó 16 envases de somníferos en el Hotel Roma, al lado de la estación de trenes de Turín.
La lista podría ser interminable, pero tampoco se trata de incitar al joven poeta para que deje de escribir poemas, que pueden ser incluso bonitos; sin embargo, hay que advertir los riesgos de dicha actividad. Por eso, a continuación enunciaré un decálogo que el joven poeta puede seguir como la simple sugerencia de un buen amigo:
1) Nunca escribir las palabras “labios”, “ojos”, “luna” y “corazón” en el mismo poema.
2) Ser un poco considerados y no llevarle al mentor más de un poema a la semana. Hay que pensar en su salud.
3) No aburrir al lector con haikús propios de retrasados mentales.
4) Si se piensa que Nicolás Guillén es el mejor poeta que jamás haya existido, hay que ir pensando en abandonar la profesión.
5) Saber que Rimbaud sólo hay uno.
6) Leer a conciencia a Góngora y a Quevedo; la obra completa de Efraín Huerta puede esperar unos añitos.
7) Escribir un soneto diario; no son ganas de chingar pero hay que saber que la práctica hace al maestro.
8) Nunca prenderle fuego al poema de un amigo, no importa que sea malísimo y él no lo sepa. Se dice que es de mala suerte.
9) De preferencia no evaluar un poema con el único calificativo que conocen los argentinos: “lindo”.
10) Si alguna vez se obtiene el Premio Aguascalientes de Poesía, jamás olvidar a quien esto escribe, no vaya a ser la de malas.
CAS
Don Pedro Henríquez Ureña dijo una vez: “Todos escribimos poemas hasta los veinte años, después sólo los poetas”. A excepción de Rimbaud, que fue un energúmeno poético desde los 15 y dejó de escribir a los veinte, todos entraríamos en esa clasificación. Yo me inicié en la escritura haciendo poesía, pero era pésima. Desistí a tiempo y no he vuelto a escribir un poema desde los 19 años. El problema es que hay que tener un poco de pudor y realmente quererse mucho, pues cuántos poetas no hay por ahí que se dicen serlo y ni siquiera saben escribir un soneto. Ésos no se quieren a sí mismos. Otra vez: “después sólo los poetas”.
El joven poeta debe entender que la poesía no es un asunto que pueda tomarse a la ligera; por el contrario, puede causar peligrosos incidentes. Puedo enunciar, nada más por no dejar, a algunos insignes poetas que se han suicidado: Kleist lo hizo a orillas del lago Wannsee junto con su amiga Henriette Vogel. Primero le disparó a la mujer en el corazón y luego él se dio un balazo en la boca; George Trakl, a los 27 años, se administró una sobredosis de cocaína que le provocó un paro cardiaco; Hart Crane, ese gran genio, se arrojó del buque Orizaba en el Golfo de México en 1932; y por último, Cesare Pavese se tomó 16 envases de somníferos en el Hotel Roma, al lado de la estación de trenes de Turín.
La lista podría ser interminable, pero tampoco se trata de incitar al joven poeta para que deje de escribir poemas, que pueden ser incluso bonitos; sin embargo, hay que advertir los riesgos de dicha actividad. Por eso, a continuación enunciaré un decálogo que el joven poeta puede seguir como la simple sugerencia de un buen amigo:
1) Nunca escribir las palabras “labios”, “ojos”, “luna” y “corazón” en el mismo poema.
2) Ser un poco considerados y no llevarle al mentor más de un poema a la semana. Hay que pensar en su salud.
3) No aburrir al lector con haikús propios de retrasados mentales.
4) Si se piensa que Nicolás Guillén es el mejor poeta que jamás haya existido, hay que ir pensando en abandonar la profesión.
5) Saber que Rimbaud sólo hay uno.
6) Leer a conciencia a Góngora y a Quevedo; la obra completa de Efraín Huerta puede esperar unos añitos.
7) Escribir un soneto diario; no son ganas de chingar pero hay que saber que la práctica hace al maestro.
8) Nunca prenderle fuego al poema de un amigo, no importa que sea malísimo y él no lo sepa. Se dice que es de mala suerte.
9) De preferencia no evaluar un poema con el único calificativo que conocen los argentinos: “lindo”.
10) Si alguna vez se obtiene el Premio Aguascalientes de Poesía, jamás olvidar a quien esto escribe, no vaya a ser la de malas.
CAS
Simplemente para que las cosas sean más claras, diré lo siguiente: en la vida hay bebedores profesionales y amateurs. No es que peque de inmodestia ni mucho menos, pero yo me encuentro en los primeros. Pero para llegar a esa categoría me he pasado varios años entrenándome y me ha costado mujeres, trabajos y familia. Así que hay que estar dispuesto a eso si es que se quiere cambiar de nivel. Lo anterior viene a colación por lo que pasó ayer. El Olis y yo después de pasar toda la tarde corrigiendo una novela y tomando agua mineral, decidimos -a eso de las ocho de la noche- empezar con los alipuces. Comenzamos con las bebidas azules (para los iniciados, ron con Gatorade azul). A las diez se había acabado la botella, misma hora en la que llegó Nicoménicus; seguimos con la bebida azul con otro medio ron. Después, como trago de tránsito, nos echamos unas Castas, un par por piocha, para posteriormente llegar al whisky. A la una el pomo estaba vacío y mandamos al Olis a la tiendita de la esquina por otro ron. Sobra decirlo, pero para evitar confusiones hay que recalcar que estábamos chupando tranquilos. Tranquilos hasta que Nicoménicus, que entra a trabajar a las nueve de la mañana de todos los días del señor, y no por responsable sino porque su estado era tan catastrófico que ya no podía acomodar las sílabas ni poner una al lado de la otra, se fue a dormir. Lo aceptamos con calma, aun a pesar de que llevábamos un pomo más que él. El Olis y yo seguimos chupando tranquilos y hablando de mujeres perversas. Incluso terminamos el ron y, por fortuna, todavía me encontré una Caguama en el refrigerador. Fue en este momento cuando las teorías se confirmaron: Nicoménicus dejó la cama y se dirigió, como alma que lleva al Diablo, al inodoro. No llegó. Son las 11 de la mañana y hasta ahora termino de recoger los últimos pedacitos de papas Sabritas que formaban parte de una guácara prodigiosa, horas antes depositada con suma diligencia sobre mi alfombra verde. De nuevo, hay profesionales y amateurs. De cualquier manera, agradezco que Nicoménicus no hubiera arrojado su regurgitación sobre mi cama; por lo demás, aun cuando le sucedan estas vicisitudes, Nico es nuestro alumno más avanzado. Echando a perder se aprende. Va.
CAS
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lunes, febrero 10, 2003
El fin de semana fue intenso. Cerveza, tequila y niños de Montessori, se sabrá, no niños cualquiera. En fin, cosas veredes. La idea es empezar el régimen mañana, pues hay por ahí un amigo que quiere hacerme algunas confesiones rudas y necesitaré unos whiskys: estoy seguro de que está enamorado de mí y hoy me declarará su amor.
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Pos gracias a Silvaman por las flores. En lo sucesivo trataré de no renegar tanto de la Tecate. Ya será de Dios. Por lo pronto, salú and may the beer be with you.
CAS
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sábado, febrero 08, 2003
Las cosas están así: peso 140 kilos y tengo un porcentaje de masa-grasa de 35%. La idea es cambiar el metabolismo para que en tres semanas esté plenamente equilibrado. Para ese entonces no habré bajado mucho, sólo 4.800 kg., lo cual, viéndolo con cabeza fría, puede resultar irrisorio. Pero no es tanto así. El nutriólogo dice que me quiere poner en 108 kg, un peso ideal para alguien de mi estatura. Lo mejor es que mi alcoholismo no será factor:
-Adrián, el problema es que bebo mucho.
-¿Cuánto es mucho?
-Pues si son cubas, unas ocho.
-Tómate seis.
-Pues si son chelas unas diez.
-Tómate siete.
El caso es que parece que, como el Minotauro, he encontrado a mi redentor. Por increíble que parezca, mi nutriólogo pesa 139.500 kg; su gran problema es que no le funciona la tiroides, pues en su juventud, cuando fue campeón nacional de remo, lo llenaron de esteroides anabólicos. Por lo demás, inclito lect@r, no hay que escandalizarse tanto del peso que uno tiene, que al cabo usted no es quien nos soporta sobre sus cuerpecitos durante esas memorables noches de lascivia.
CAS
-Adrián, el problema es que bebo mucho.
-¿Cuánto es mucho?
-Pues si son cubas, unas ocho.
-Tómate seis.
-Pues si son chelas unas diez.
-Tómate siete.
El caso es que parece que, como el Minotauro, he encontrado a mi redentor. Por increíble que parezca, mi nutriólogo pesa 139.500 kg; su gran problema es que no le funciona la tiroides, pues en su juventud, cuando fue campeón nacional de remo, lo llenaron de esteroides anabólicos. Por lo demás, inclito lect@r, no hay que escandalizarse tanto del peso que uno tiene, que al cabo usted no es quien nos soporta sobre sus cuerpecitos durante esas memorables noches de lascivia.
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viernes, febrero 07, 2003
De cómo hay animales osados en la vida y de cómo se sufre para sacarles la jalea
Un día en la noche, llegando a la casa de Cuernavaca, salió mi mamá gritando, muy espantada, y diciendo que en el jardín había un tlacuache, una zarigüeya. Para los iniciados, un tlacuache es una rata inmunda que normalmente mide más de cincuenta centímetros y que abunda en Morelos. No tuve más remedio que tomar mi viejo bat de beisbol e ir tras el intruso. Lo encontré de inmediato: el desgraciado yacía boca arriba con los dientes de fuera. Cuando regresé al lugar de los hechos con una bolsa para irlo a tirar, el tlacuache ya no estaba. La razón: estos animalitos tienen la peculiaridad de “hacerse los muertos” para que nadie les haga nada. Como son lo suficientemente lentos para que una tortuga los rebase sin esfuerzo, tienen la extraña cualidad de dejar de respirar cuando saben que hay peligro. Así, en el menor descuido y aun con su lentitud, logran escapar.
También existen los animales que uno no sabe si son valientes o estúpidos, pues aun cuando uno sea 56 veces mayor que ellos, desafían al contrincante de manera muy ufana. Así fue con aquel ratón que osó desafiarme en la alacena de la casa. Lo vi, me vio; me siguió viendo y yo sostuve la mirada; después de dos minutos pensé que la situación era ridícula y tomé un sartén; brincó a mi cara y me di un sartenazo de época. Así empezó una de las batallas más sublimes de las que tenga memoria. No pude soportar la insolencia del ratón, sobre todo porque sabía que en el fondo se burlaba de mí. Después de algunos minutos de contienda el ratón murió, heroica y valerosamente -lo reconozco- de un sartenazo bien colocado a la altura de las costillas.
Sin embargo el combate más sanguinario y difícil que tuve vino después. Un día, antes de meterme en la cama, vi en el techo una mariposa negra. Pensé que con un buen periodicazo me desharía de ella, lo cual, segundos después, supe que había sido un memorable error. Fallé en mi primer intento y la mariposa se reposicionó para iniciar su embate, una respuesta sin duda inesperada por un servidor. Cuando la vi en un lugar que me quedaba ad hoc para liquidarla, entendí por qué todos los animales negros son aves de mal agüero, si se me permite la licencia de la redundancia. La mariposa me vio, calculó mi pasó que seguramente era rocambolesco y se dejó venir sobre mi rostro. Pocas veces sentí tanto miedo. Uno está acostumbrado a matar insectos, pero nunca a que éstos ataquen abiertamente así como así. Logré esquivarla y, habiendo dejado atrás la impresión inicial, me di cuenta de que uno de los dos tendría que morir. La mariposa continuó sus embestidas durante bastante tiempo y no se dejaba recibir ni un pequeñito periodicazo. Después de una riña de media hora, supongo que la mariposa se cansó y ahora sí pude conectarla bien. Cayó, según constan mis recuerdos, en cámara lenta; yo no pude más que lamentar su muerte: había derrotado a un guerrero.
Como colofón, la supervivencia se da en todos los ámbitos de la vida. Sin importar el rival, la lucha es eterna.
CAS
Un día en la noche, llegando a la casa de Cuernavaca, salió mi mamá gritando, muy espantada, y diciendo que en el jardín había un tlacuache, una zarigüeya. Para los iniciados, un tlacuache es una rata inmunda que normalmente mide más de cincuenta centímetros y que abunda en Morelos. No tuve más remedio que tomar mi viejo bat de beisbol e ir tras el intruso. Lo encontré de inmediato: el desgraciado yacía boca arriba con los dientes de fuera. Cuando regresé al lugar de los hechos con una bolsa para irlo a tirar, el tlacuache ya no estaba. La razón: estos animalitos tienen la peculiaridad de “hacerse los muertos” para que nadie les haga nada. Como son lo suficientemente lentos para que una tortuga los rebase sin esfuerzo, tienen la extraña cualidad de dejar de respirar cuando saben que hay peligro. Así, en el menor descuido y aun con su lentitud, logran escapar.
También existen los animales que uno no sabe si son valientes o estúpidos, pues aun cuando uno sea 56 veces mayor que ellos, desafían al contrincante de manera muy ufana. Así fue con aquel ratón que osó desafiarme en la alacena de la casa. Lo vi, me vio; me siguió viendo y yo sostuve la mirada; después de dos minutos pensé que la situación era ridícula y tomé un sartén; brincó a mi cara y me di un sartenazo de época. Así empezó una de las batallas más sublimes de las que tenga memoria. No pude soportar la insolencia del ratón, sobre todo porque sabía que en el fondo se burlaba de mí. Después de algunos minutos de contienda el ratón murió, heroica y valerosamente -lo reconozco- de un sartenazo bien colocado a la altura de las costillas.
Sin embargo el combate más sanguinario y difícil que tuve vino después. Un día, antes de meterme en la cama, vi en el techo una mariposa negra. Pensé que con un buen periodicazo me desharía de ella, lo cual, segundos después, supe que había sido un memorable error. Fallé en mi primer intento y la mariposa se reposicionó para iniciar su embate, una respuesta sin duda inesperada por un servidor. Cuando la vi en un lugar que me quedaba ad hoc para liquidarla, entendí por qué todos los animales negros son aves de mal agüero, si se me permite la licencia de la redundancia. La mariposa me vio, calculó mi pasó que seguramente era rocambolesco y se dejó venir sobre mi rostro. Pocas veces sentí tanto miedo. Uno está acostumbrado a matar insectos, pero nunca a que éstos ataquen abiertamente así como así. Logré esquivarla y, habiendo dejado atrás la impresión inicial, me di cuenta de que uno de los dos tendría que morir. La mariposa continuó sus embestidas durante bastante tiempo y no se dejaba recibir ni un pequeñito periodicazo. Después de una riña de media hora, supongo que la mariposa se cansó y ahora sí pude conectarla bien. Cayó, según constan mis recuerdos, en cámara lenta; yo no pude más que lamentar su muerte: había derrotado a un guerrero.
Como colofón, la supervivencia se da en todos los ámbitos de la vida. Sin importar el rival, la lucha es eterna.
CAS
jueves, febrero 06, 2003
miércoles, febrero 05, 2003
Los seguros de vida
El maestro Franz Kafka trabajó gran parte de su vida en una compañía de seguros. Bien a bien era una agencia cuyo nombre completo era Instituto de Seguridad para los Obreros Accidentados. K. siempre fue buena gente y pensaba en su prójimo, aunque también en él: son conocidos de sobra sus numerosos affaires que tenían la característica de no rebasar nunca los dos años. Me extraña, por lo demás, esa intención de estar eternamente al tanto de las personas a las que les ocurría una desgracia, en particular cuando ésta última era sinónimo de fatalidad.
Los seguros de vida son como las mujeres por la mañana: espantan la primera vez; después uno se acostumbra y firma la póliza correspondiente sin la menor fijación. Todo esto tiene que ver, por supuesto, con que por primera ocasión en mi vida me han dado un seguro de éstos. Como comentario al margen diré que no lo tramité ex profeso sino que venía con una cuenta de banco que recién abrí.
–La cuenta le ofrece un seguro de vida por 37 pesos al mes –me dijo el ejecutivo de cuenta.
–Está bien; démelo –le contesté. Más adelante me enteré de que esa cuenta le quita a uno la cantidad automáticamente, aun cuando no se quiera.
La sensación de tener un seguro de vida es un poco ambigua: por un lado le ofrecen a uno una cantidad exorbitante de prima, misma que se hará efectiva cuando uno se muera, esto es, que nunca se verá un centavo de esa cifra. Y sin embargo uno la paga. Después, desde luego, se piensa en los seres queridos. Aquí es cuando la cosa cambia y es loable y entendible que se quiera proteger a la estirpe. El problema viene cuando el miserable en cuestión no tiene hijos. El dinero, entonces, va a parar a órdenes religiosas que actúan de buena fe, como las Carmelitas Descalzas, quienes según me he enterado por fuentes confiables, usan zapatos muy caros.
Pero lo verdaderamente sorprendente de este negocio son las trabas que existen para que la muerte en cuestión entre en los parámetros del seguro, que en mi caso se llama “por muerte accidental”. Veamos la sección de “Exclusiones” que aparece en mi contrato. Están ordenadas por incisos, en negritas y en una letra tres veces más grande que todo lo demás. En principio no incluye suicidio, “homicidio, excepto si se demuestra que fue accidental” (aquí el afectado puede faxear su versión de los hechos desde el Más Allá) o si el asegurado muere en una guerra o revolución, aunque sea industrial; tampoco es viable obtener dicha marmaja si el fallecimiento es provocado por drogas, estimulantes, inhalación de gases o humo (hay un inciso especial respecto de los habitantes de la ciudad de México y la contaminación) o “Envenenamiento, de cualquier origen o naturaleza, que no haya ocurrido de manera accidental”. Quizás no leo bien, pero esto último no termino de entenderlo: si el envenenamiento no fue accidental, luego entonces, fue provocado por uno, lo cual según estoy revisando en el diccionario se llama también suicidio, un inciso que ya hemos visto con anterioridad. Mis partes favoritas son las exclusiones de muerte por radiaciones atómicas y, cito otra vez textual, “Lesiones sufridas en estado de ebriedad que de acuerdo con la Ley de salud se considera cuando la persona tiene .10% o más de alcohol en la sangre”. De haber sabido: si empiezan por ahí no sigo leyendo.
Hay, asimismo, algunas profesiones de alto riesgo que no entran en el seguro y son las siguientes: bombero, boxeador, corredor de autos, domador, fumigador, limpiador de ventanas, minero, perforador de pozos, torero y trapecista. En otros casos también se incluye a los aviadores. Cuando me preguntaron a qué me dedicaba dije que a la literatura. El ejecutivo de cuenta se quedó viéndome con sonrisa idiota de Marco Antonio Regil y continuó:
–¿Cuál es su profesión, señor?
–Escritor.
Acto seguido se paró un momento y le hizo un comentario en voz baja al otro dependiente.
–Perdón, señor –se disculpó–. Pero quería saber en qué área está su profesión, pues hay una exclusión adicional que les corresponde a los que se mueren de hambre.
Los seguros de vida dan certidumbre a medias, no sólo porque jamás se verá ese dinero sino porque, cuando se firma el contrato, se piensa que ahora sí se ha llegado a la edad de merecer algo más en esta vida.
CAS
El maestro Franz Kafka trabajó gran parte de su vida en una compañía de seguros. Bien a bien era una agencia cuyo nombre completo era Instituto de Seguridad para los Obreros Accidentados. K. siempre fue buena gente y pensaba en su prójimo, aunque también en él: son conocidos de sobra sus numerosos affaires que tenían la característica de no rebasar nunca los dos años. Me extraña, por lo demás, esa intención de estar eternamente al tanto de las personas a las que les ocurría una desgracia, en particular cuando ésta última era sinónimo de fatalidad.
Los seguros de vida son como las mujeres por la mañana: espantan la primera vez; después uno se acostumbra y firma la póliza correspondiente sin la menor fijación. Todo esto tiene que ver, por supuesto, con que por primera ocasión en mi vida me han dado un seguro de éstos. Como comentario al margen diré que no lo tramité ex profeso sino que venía con una cuenta de banco que recién abrí.
–La cuenta le ofrece un seguro de vida por 37 pesos al mes –me dijo el ejecutivo de cuenta.
–Está bien; démelo –le contesté. Más adelante me enteré de que esa cuenta le quita a uno la cantidad automáticamente, aun cuando no se quiera.
La sensación de tener un seguro de vida es un poco ambigua: por un lado le ofrecen a uno una cantidad exorbitante de prima, misma que se hará efectiva cuando uno se muera, esto es, que nunca se verá un centavo de esa cifra. Y sin embargo uno la paga. Después, desde luego, se piensa en los seres queridos. Aquí es cuando la cosa cambia y es loable y entendible que se quiera proteger a la estirpe. El problema viene cuando el miserable en cuestión no tiene hijos. El dinero, entonces, va a parar a órdenes religiosas que actúan de buena fe, como las Carmelitas Descalzas, quienes según me he enterado por fuentes confiables, usan zapatos muy caros.
Pero lo verdaderamente sorprendente de este negocio son las trabas que existen para que la muerte en cuestión entre en los parámetros del seguro, que en mi caso se llama “por muerte accidental”. Veamos la sección de “Exclusiones” que aparece en mi contrato. Están ordenadas por incisos, en negritas y en una letra tres veces más grande que todo lo demás. En principio no incluye suicidio, “homicidio, excepto si se demuestra que fue accidental” (aquí el afectado puede faxear su versión de los hechos desde el Más Allá) o si el asegurado muere en una guerra o revolución, aunque sea industrial; tampoco es viable obtener dicha marmaja si el fallecimiento es provocado por drogas, estimulantes, inhalación de gases o humo (hay un inciso especial respecto de los habitantes de la ciudad de México y la contaminación) o “Envenenamiento, de cualquier origen o naturaleza, que no haya ocurrido de manera accidental”. Quizás no leo bien, pero esto último no termino de entenderlo: si el envenenamiento no fue accidental, luego entonces, fue provocado por uno, lo cual según estoy revisando en el diccionario se llama también suicidio, un inciso que ya hemos visto con anterioridad. Mis partes favoritas son las exclusiones de muerte por radiaciones atómicas y, cito otra vez textual, “Lesiones sufridas en estado de ebriedad que de acuerdo con la Ley de salud se considera cuando la persona tiene .10% o más de alcohol en la sangre”. De haber sabido: si empiezan por ahí no sigo leyendo.
Hay, asimismo, algunas profesiones de alto riesgo que no entran en el seguro y son las siguientes: bombero, boxeador, corredor de autos, domador, fumigador, limpiador de ventanas, minero, perforador de pozos, torero y trapecista. En otros casos también se incluye a los aviadores. Cuando me preguntaron a qué me dedicaba dije que a la literatura. El ejecutivo de cuenta se quedó viéndome con sonrisa idiota de Marco Antonio Regil y continuó:
–¿Cuál es su profesión, señor?
–Escritor.
Acto seguido se paró un momento y le hizo un comentario en voz baja al otro dependiente.
–Perdón, señor –se disculpó–. Pero quería saber en qué área está su profesión, pues hay una exclusión adicional que les corresponde a los que se mueren de hambre.
Los seguros de vida dan certidumbre a medias, no sólo porque jamás se verá ese dinero sino porque, cuando se firma el contrato, se piensa que ahora sí se ha llegado a la edad de merecer algo más en esta vida.
CAS
martes, febrero 04, 2003
Eufemismos a la mexicana
Tengo un amigo que cuando tiene ganas de ir al baño suele preguntar: “disculpe, ¿dónde están los eufemismos?” Quien entiende la pregunta responde con otra frase en clave: “al fondo a la derecha”, aun cuando los sanitarios están al fondo a la izquierda. Para los que somos de este país este tipo de comentarios suenan habituales, pues son necesarios para entendernos. La situación tiene, por lo demás, una buena dosis de masoquismo. Si alguien dice “pásame el ese que está sobre el dese”, no hay fuerza en la tierra que nos impida quebrarnos la cabeza pensando qué son esos “desos”, en lugar de sensatamente preguntar al interlocutor. También, por otro lado, cuando un hispanoparlante de otro país escucha que decimos “¿mande?”, no duda un instante en considerar que por razones naturales México fue el país más sometido en la Colonia. Claro, hay casos extremos, como el de aquellas personas que no sólo dicen “mande”, sino que lo matizan muy seguras de sí mismas con un “mándeme, usted”; no sólo piden que les ordenen, además lo ruegan.
Esa manera de articular el discurso tan propia de los mexicanos tiene que ver con la misma forma mezquina de relacionarnos: guardando las apariencias y evitando al máximo que el otro vaya a ofenderse. Cuando le decimos a un chileno “a ver si comemos el próximo sábado”, tenga usted por seguro que tendrá un amigo menos, pues –doble contra sencillo- lo habrá dejado plantado. “Nos hablamos”, decimos sin mesura alguna; desde luego, no faltará el que se vaya a la tumba esperando la anunciada llamada. Tratamos de suavizar absolutamente todo, incluso lo que no se puede. Siempre que un taxista dice “son cincuenta pesitos, mi jefe”, el bellaco cree que por decirnos en diminutivo cuanto nos está robando vamos a pagar menos. He estado tentado a traer unos de esos billetitos del Turista Mundial para la próxima vez darles sus pesitos; a un extranjero que turistea por nuestro país, seguramente le causará dudas eso de “jefe” y pensará que en dónde le habrá visto las plumas.
Con las cuestiones fisiológicas sucede parecido. Difícilmente escuchamos a una mujer mexicana decir tengo la menstruación o estoy menstruando, como debería de ser; normalmente dicen “estoy en mis días”, “hoy no puedo meterme a la alberca” o “tengo la regla”. Ante esto, una persona extranjera que probablemente no entienda nada, pensará que esa mujer está en sus días de asueto, que simplemente tiene celulitis o que no se trata de una mujer sino de un hombre que tiene literalmente una regla debajo de la falda.
Los eufemismos mexicanos no dejan de causar problemas de comunicación para los demás; por lo general los códigos son polarizados. Cuando decimos “Con todo respeto, pero...”, sabemos que esa frase inicial es el escudo necesario que impide recibir ipso facto un volado al mentón. Las frases cotidianas como “no es por ofenderlo”, “quizás no sea el indicado para decirlo”, “está mal que yo lo diga”, “si yo fuera usted” o hasta “no es que peque de inmodestia ni mucho menos” son enunciados que evitan que el otro se enoje, aun cuando todas estén acompañadas de un inefable pero; es más, normalmente alabamos su sinceridad, inclusive si nos dicen algo que no queremos saber. Si alguien se disculpa por adelantado entonces no queda otra que aceptar el ramalazo con imperiosa devoción.
En el cuento “Nuevas memorias de Adriano”, el peruano Alfredo Bryce Echenique realiza una radiografía casi exacta de la ambigüedad mexicana. Adriano es un venezolano que llega a México y no puede abandonar el valium por las frases que lo atosigan en su recorrido. Mientras pasea por la ciudad, encuentra anuncios que dicen cosas como “Corona, la mejor cerveza de barril en botella” o señalizaciones viales como “Se prohibe a materialistas detenerse en lo absoluto”. Adriano decide definitivamente regresar a su país después de escuchar que, en un discurso, el presidente de México en turno decía: “Compatriotas, estamos al borde del abismo. Hay, pues, que dar un paso al frente”.
CAS
Tengo un amigo que cuando tiene ganas de ir al baño suele preguntar: “disculpe, ¿dónde están los eufemismos?” Quien entiende la pregunta responde con otra frase en clave: “al fondo a la derecha”, aun cuando los sanitarios están al fondo a la izquierda. Para los que somos de este país este tipo de comentarios suenan habituales, pues son necesarios para entendernos. La situación tiene, por lo demás, una buena dosis de masoquismo. Si alguien dice “pásame el ese que está sobre el dese”, no hay fuerza en la tierra que nos impida quebrarnos la cabeza pensando qué son esos “desos”, en lugar de sensatamente preguntar al interlocutor. También, por otro lado, cuando un hispanoparlante de otro país escucha que decimos “¿mande?”, no duda un instante en considerar que por razones naturales México fue el país más sometido en la Colonia. Claro, hay casos extremos, como el de aquellas personas que no sólo dicen “mande”, sino que lo matizan muy seguras de sí mismas con un “mándeme, usted”; no sólo piden que les ordenen, además lo ruegan.
Esa manera de articular el discurso tan propia de los mexicanos tiene que ver con la misma forma mezquina de relacionarnos: guardando las apariencias y evitando al máximo que el otro vaya a ofenderse. Cuando le decimos a un chileno “a ver si comemos el próximo sábado”, tenga usted por seguro que tendrá un amigo menos, pues –doble contra sencillo- lo habrá dejado plantado. “Nos hablamos”, decimos sin mesura alguna; desde luego, no faltará el que se vaya a la tumba esperando la anunciada llamada. Tratamos de suavizar absolutamente todo, incluso lo que no se puede. Siempre que un taxista dice “son cincuenta pesitos, mi jefe”, el bellaco cree que por decirnos en diminutivo cuanto nos está robando vamos a pagar menos. He estado tentado a traer unos de esos billetitos del Turista Mundial para la próxima vez darles sus pesitos; a un extranjero que turistea por nuestro país, seguramente le causará dudas eso de “jefe” y pensará que en dónde le habrá visto las plumas.
Con las cuestiones fisiológicas sucede parecido. Difícilmente escuchamos a una mujer mexicana decir tengo la menstruación o estoy menstruando, como debería de ser; normalmente dicen “estoy en mis días”, “hoy no puedo meterme a la alberca” o “tengo la regla”. Ante esto, una persona extranjera que probablemente no entienda nada, pensará que esa mujer está en sus días de asueto, que simplemente tiene celulitis o que no se trata de una mujer sino de un hombre que tiene literalmente una regla debajo de la falda.
Los eufemismos mexicanos no dejan de causar problemas de comunicación para los demás; por lo general los códigos son polarizados. Cuando decimos “Con todo respeto, pero...”, sabemos que esa frase inicial es el escudo necesario que impide recibir ipso facto un volado al mentón. Las frases cotidianas como “no es por ofenderlo”, “quizás no sea el indicado para decirlo”, “está mal que yo lo diga”, “si yo fuera usted” o hasta “no es que peque de inmodestia ni mucho menos” son enunciados que evitan que el otro se enoje, aun cuando todas estén acompañadas de un inefable pero; es más, normalmente alabamos su sinceridad, inclusive si nos dicen algo que no queremos saber. Si alguien se disculpa por adelantado entonces no queda otra que aceptar el ramalazo con imperiosa devoción.
En el cuento “Nuevas memorias de Adriano”, el peruano Alfredo Bryce Echenique realiza una radiografía casi exacta de la ambigüedad mexicana. Adriano es un venezolano que llega a México y no puede abandonar el valium por las frases que lo atosigan en su recorrido. Mientras pasea por la ciudad, encuentra anuncios que dicen cosas como “Corona, la mejor cerveza de barril en botella” o señalizaciones viales como “Se prohibe a materialistas detenerse en lo absoluto”. Adriano decide definitivamente regresar a su país después de escuchar que, en un discurso, el presidente de México en turno decía: “Compatriotas, estamos al borde del abismo. Hay, pues, que dar un paso al frente”.
CAS
lunes, febrero 03, 2003
A ver, pa' provocar. Van las diez mejores películas finiseculares, esto es, de la década del noventa.
-Wild at heart, David Lynch, 1990.
-Until the end of the world, Wim Wenders, 1993.
-Pulp Fiction, Quentin Tarantino, 1994.
-Short cuts, Robert Altman, 1995.
-Underground, Emir Kusturica, 1995.
-Death man, Jim Jarmusch, 1995.
-Crash, David Cronenberg, 1996.
-The sweet hereafter, Atom Egoyan, 1997.
-The lost highway, David Lynch, 1997.
-The big Lebowski, Joel Coen, 1998.
Chido,
CAS
-Wild at heart, David Lynch, 1990.
-Until the end of the world, Wim Wenders, 1993.
-Pulp Fiction, Quentin Tarantino, 1994.
-Short cuts, Robert Altman, 1995.
-Underground, Emir Kusturica, 1995.
-Death man, Jim Jarmusch, 1995.
-Crash, David Cronenberg, 1996.
-The sweet hereafter, Atom Egoyan, 1997.
-The lost highway, David Lynch, 1997.
-The big Lebowski, Joel Coen, 1998.
Chido,
CAS
Mujeres que saben futbol
La guerra de Troya empezó por una mujer; según se decía, el ser más bello del que se tenga memoria. También, hay que decirlo, el robo de Helena fue provocado por unas cuantas diosas, mujeres desde luego, que nunca se pusieron de acuerdo para saber quién era la más hermosa, cosa que en el fondo la tradición cultural occidental agradece: de no haber sido así, La Iliada no hubiera existido y la sabiduría popular, esa que alude todos los días —sin saberlo— a la manzana de la discordia, sería más pobre. De ahí uno supone que la presencia femenina en la historia es determinante cada segundo que transcurre; una historia que tiene su origen en uno de los personajes más seductores que existen: Eva. Sin ella, los humanos no conoceríamos los vicios y maledicencias de la pasión; mucho menos el sabor etéreo de las manzanas. Pero por Eva se conoce, y no estaría mal construirle una estatua que dijera “Para la verdadera madre de todos los vicios”. Aunque se considerara hereje al hacedor, estimo que valdría la pena. Honor a quien honor merece.
Entre la humanidad hay realidades ostensibles que son difíciles de obviar. Por eso, la pregunta en este momento es la siguiente, ¿sería una mujer en la actualidad capaz de causar tantas muertes como las que hubo entre troyanos y aqueos? Es notorio que sí. Y no solamente provocarla, sino que es posible que su propia muerte desemboque en una faramalla irrefrenable de acontecimientos sibilinos o curiosos. El caso de Lady Di(ed) es evidente; varios meses después de su trágica muerte, se seguía hablando del accidente y grupos de gordas inglesas visitaban su tumba cada semana para decir entre lágrimas “oh, sweatheart!”
Un día que llegué a dar mi clase semanal, en la que dicho sea de paso tengo puras alumnas, una de ellas me dijo, “Carlos, ¿sabes qué día es hoy?” Estuve a punto de decir que el día en que el Azul jugaba en la Libertadores, pero para no arriesgar de más sólo moví la cabeza negativamente. “Pues es El Día Internacional de la Mujer”. Hubo un silencio incómodo, me miraron expectantes y, obvio, supe qué esperaban de mí. “Felicidades”, proferí un poco molesto, para después pasar a hablar de Thomas Mann. Sólo espero que a la ONU, o a uno de esos oscuros organismos, se les ocurra rápidamente inventar el Día Internacional del Hombre.
Esa segregación genérica es de entrada desequilibrada. Siempre se hablará de literatura de mujeres y nunca de literatura de hombres; los chistes homófobos son celebrados por ambos géneros y los misóginos sólo por los hombres, pues son catalogados comentarios machistas. Así, el gran aforismo de Jules Renard, “si alguna vez muero por una mujer será de risa”, no dejará de ser en muchos ojos un atentado a la integridad femenina. Creo, por lo demás, que al hablar de mujeres no hay que hacerlo con la intención de alumbrar ángeles indulgentes o demonios enmascarados, ni reflexionar en torno a doncellas mártires o arpías obscenas. Una mujer es una mujer, y sanseacabó; no son ni buenas ni malas.
No obstante, hay preferencias para todo. Para mí los personajes femeninos más maravillosos de la literatura son la Sanseverina y La Maga, y a quien más odio es a Emma Bovary; asimismo, de nuevo cuestión de gustos, yo me enamoraría de una mujer que supiera una pizca de futbol, de la misma manera que ella demandara que el susodicho tuviera una mínima noción de la cocina.
CAS
La guerra de Troya empezó por una mujer; según se decía, el ser más bello del que se tenga memoria. También, hay que decirlo, el robo de Helena fue provocado por unas cuantas diosas, mujeres desde luego, que nunca se pusieron de acuerdo para saber quién era la más hermosa, cosa que en el fondo la tradición cultural occidental agradece: de no haber sido así, La Iliada no hubiera existido y la sabiduría popular, esa que alude todos los días —sin saberlo— a la manzana de la discordia, sería más pobre. De ahí uno supone que la presencia femenina en la historia es determinante cada segundo que transcurre; una historia que tiene su origen en uno de los personajes más seductores que existen: Eva. Sin ella, los humanos no conoceríamos los vicios y maledicencias de la pasión; mucho menos el sabor etéreo de las manzanas. Pero por Eva se conoce, y no estaría mal construirle una estatua que dijera “Para la verdadera madre de todos los vicios”. Aunque se considerara hereje al hacedor, estimo que valdría la pena. Honor a quien honor merece.
Entre la humanidad hay realidades ostensibles que son difíciles de obviar. Por eso, la pregunta en este momento es la siguiente, ¿sería una mujer en la actualidad capaz de causar tantas muertes como las que hubo entre troyanos y aqueos? Es notorio que sí. Y no solamente provocarla, sino que es posible que su propia muerte desemboque en una faramalla irrefrenable de acontecimientos sibilinos o curiosos. El caso de Lady Di(ed) es evidente; varios meses después de su trágica muerte, se seguía hablando del accidente y grupos de gordas inglesas visitaban su tumba cada semana para decir entre lágrimas “oh, sweatheart!”
Un día que llegué a dar mi clase semanal, en la que dicho sea de paso tengo puras alumnas, una de ellas me dijo, “Carlos, ¿sabes qué día es hoy?” Estuve a punto de decir que el día en que el Azul jugaba en la Libertadores, pero para no arriesgar de más sólo moví la cabeza negativamente. “Pues es El Día Internacional de la Mujer”. Hubo un silencio incómodo, me miraron expectantes y, obvio, supe qué esperaban de mí. “Felicidades”, proferí un poco molesto, para después pasar a hablar de Thomas Mann. Sólo espero que a la ONU, o a uno de esos oscuros organismos, se les ocurra rápidamente inventar el Día Internacional del Hombre.
Esa segregación genérica es de entrada desequilibrada. Siempre se hablará de literatura de mujeres y nunca de literatura de hombres; los chistes homófobos son celebrados por ambos géneros y los misóginos sólo por los hombres, pues son catalogados comentarios machistas. Así, el gran aforismo de Jules Renard, “si alguna vez muero por una mujer será de risa”, no dejará de ser en muchos ojos un atentado a la integridad femenina. Creo, por lo demás, que al hablar de mujeres no hay que hacerlo con la intención de alumbrar ángeles indulgentes o demonios enmascarados, ni reflexionar en torno a doncellas mártires o arpías obscenas. Una mujer es una mujer, y sanseacabó; no son ni buenas ni malas.
No obstante, hay preferencias para todo. Para mí los personajes femeninos más maravillosos de la literatura son la Sanseverina y La Maga, y a quien más odio es a Emma Bovary; asimismo, de nuevo cuestión de gustos, yo me enamoraría de una mujer que supiera una pizca de futbol, de la misma manera que ella demandara que el susodicho tuviera una mínima noción de la cocina.
CAS
sábado, febrero 01, 2003
Veo que a Sifuentes lo bajó una mujer del auto cuando estaba lloviendo. La causa: no saber darle razón de quién era la amiga de un amigo con quienes casualmente Sifu había ido a chupar. Bienvenido al club, mi buen: a mí me lo hicieron por decir nada más "era a la derecha". Ahora que también hay de lugares a lugares para que lo bajen a uno. A mí me tocó en la Santa Julia y eran las 4 de la madrugada. Entonces me debatí entre llorar, correr o, por supuesto, cagar.
CAS
CAS
¿Escritores, para qué?
En una parte de la novela El inmune del suizo Hugo Loetscher se lee: “Allí donde se hable de amor de forma irregular y sin escrúpulos, cabrá sospechar con razón que el escritor se encuentra cerca. Rogamos una atención especial a este tipo de trampa”. La máxima de Loetscher no hace más que confirmar la idea de que la persona que escribe es un fugitivo, un prófugo de los cánones morales que realiza una actividad indigna, o más que indigna, insustancial. Sin embargo, sigue siendo un individuo peligroso al que hay que temer sobremanera.
Escribir es difícil. Alguien más pesimista diría certeramente que la vida en general es difícil. Por eso, y por fortuna, son pocos lo dedicados a tan obscena profesión ¿Acaso podría afirmarse con contundencia que un escritor se dedica estricta y exclusivamente a leer y escribir, así como el oboísta lo único que hace es tocar el oboe, el bombero apagar fuegos inclementes o el arquitecto construir casas, y mal? Desde luego que no. Normalmente se disfrazan con máscaras de otras profesiones para tomar por sorpresa, en el momento menos esperado, a la crédula víctima. Afirmar que el escritor es un personaje ingrato sería una reiteración absurda. Pero lo es. ¿Qué producen los que escriben? Nada. Son sólo vividores inmundos, entenados irrestrictos, insufribles pervertidos que desechan opiniones de raigambre y atacan tradiciones ancestrales.
Habrá que hacerle entender a toda la gente quiénes son estos charlatanes, así, no caerán en la confusión de percibirlos con otros ojos o leerlos en otras letras. El escritor es disoluto por naturaleza y, complementando a Loetscher, no solamente habla de amor de manera irregular, también de política, religión, de futbol y hasta de teorías sobre macramé. Están en todos lados, al grado de que algunas prestigiadas publicaciones se han visto en la necesidad de poner en la portada advertencias como “En esta revista no escribe Carlos Monsiváis”; asimismo, en las presentaciones de libros, los autores tienen la obligación de empezar anunciando: “Este libro no lo comentara, ni lo reseñará, y ni siquiera hojeará, Hugo Gutiérrez Vega”.
Hay que tener cuidado de no caer en las telarañas de esos infames embaucadores que siempre tratarán de engañarlo a usted, estimado lector. Por favor, no caiga en provocaciones. Además, hay gente que se hace pasar por escritor sin serlo. Un ejemplo. Debajo de mi departamento hay una consultoría; no es por desanimarlo pero ahí se escriben, por encargo, algunos de los insignes artículos que usted tiene a bien leer cada semana en el semanario Proceso y que son firmados por acreditadas plumas. Claro, ya lo sabrá entonces. De estos personajes no hay qué temer: no son escritores. Siéntase tranquilo y siga leyendo Proceso sin temor alguno.
¿Para qué sirve un escritor? Es por todos sabido que estrictamente para vaciar las arcas de generosas publicaciones o engañar a cándidos e incautos lectores; también, para enriquecerse a costa de ingenuos editores y mecenas honorables. Por tal motivo, afirmo enérgicamente que el escritor no sirve para nada. Aunque hay que andarse con cuidado, porque así como todos llevamos escondido un pequeño priísta en lo más recóndito de nuestro ser, todos –de la misma forma- arrastramos algo de escritores por ese lugar que no conocemos a ciencia cierta y que los sapientes suelen llamar espíritu. A fin de cuentas, cualquiera puede agarrar una pluma y sentarse a escribir como algún Dios interno lo haya exigido. Habrá que estar ojo avizor, por las dudas y por si acaso.
CAS
En una parte de la novela El inmune del suizo Hugo Loetscher se lee: “Allí donde se hable de amor de forma irregular y sin escrúpulos, cabrá sospechar con razón que el escritor se encuentra cerca. Rogamos una atención especial a este tipo de trampa”. La máxima de Loetscher no hace más que confirmar la idea de que la persona que escribe es un fugitivo, un prófugo de los cánones morales que realiza una actividad indigna, o más que indigna, insustancial. Sin embargo, sigue siendo un individuo peligroso al que hay que temer sobremanera.
Escribir es difícil. Alguien más pesimista diría certeramente que la vida en general es difícil. Por eso, y por fortuna, son pocos lo dedicados a tan obscena profesión ¿Acaso podría afirmarse con contundencia que un escritor se dedica estricta y exclusivamente a leer y escribir, así como el oboísta lo único que hace es tocar el oboe, el bombero apagar fuegos inclementes o el arquitecto construir casas, y mal? Desde luego que no. Normalmente se disfrazan con máscaras de otras profesiones para tomar por sorpresa, en el momento menos esperado, a la crédula víctima. Afirmar que el escritor es un personaje ingrato sería una reiteración absurda. Pero lo es. ¿Qué producen los que escriben? Nada. Son sólo vividores inmundos, entenados irrestrictos, insufribles pervertidos que desechan opiniones de raigambre y atacan tradiciones ancestrales.
Habrá que hacerle entender a toda la gente quiénes son estos charlatanes, así, no caerán en la confusión de percibirlos con otros ojos o leerlos en otras letras. El escritor es disoluto por naturaleza y, complementando a Loetscher, no solamente habla de amor de manera irregular, también de política, religión, de futbol y hasta de teorías sobre macramé. Están en todos lados, al grado de que algunas prestigiadas publicaciones se han visto en la necesidad de poner en la portada advertencias como “En esta revista no escribe Carlos Monsiváis”; asimismo, en las presentaciones de libros, los autores tienen la obligación de empezar anunciando: “Este libro no lo comentara, ni lo reseñará, y ni siquiera hojeará, Hugo Gutiérrez Vega”.
Hay que tener cuidado de no caer en las telarañas de esos infames embaucadores que siempre tratarán de engañarlo a usted, estimado lector. Por favor, no caiga en provocaciones. Además, hay gente que se hace pasar por escritor sin serlo. Un ejemplo. Debajo de mi departamento hay una consultoría; no es por desanimarlo pero ahí se escriben, por encargo, algunos de los insignes artículos que usted tiene a bien leer cada semana en el semanario Proceso y que son firmados por acreditadas plumas. Claro, ya lo sabrá entonces. De estos personajes no hay qué temer: no son escritores. Siéntase tranquilo y siga leyendo Proceso sin temor alguno.
¿Para qué sirve un escritor? Es por todos sabido que estrictamente para vaciar las arcas de generosas publicaciones o engañar a cándidos e incautos lectores; también, para enriquecerse a costa de ingenuos editores y mecenas honorables. Por tal motivo, afirmo enérgicamente que el escritor no sirve para nada. Aunque hay que andarse con cuidado, porque así como todos llevamos escondido un pequeño priísta en lo más recóndito de nuestro ser, todos –de la misma forma- arrastramos algo de escritores por ese lugar que no conocemos a ciencia cierta y que los sapientes suelen llamar espíritu. A fin de cuentas, cualquiera puede agarrar una pluma y sentarse a escribir como algún Dios interno lo haya exigido. Habrá que estar ojo avizor, por las dudas y por si acaso.
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