Gimnasios
En El gran gatsby de F. Scott Fitzgerald, el narrador se refiere a Tom Buchanan, uno de los personajes, así: “Era un cuerpo capaz de desarrollar enorme fuerza, un cuerpo cruel”. A Fitzgerald, viejo bribón que vivió a plenitud los fabulosos veinte gringos, le parecía que un cuerpo musculoso como el de Buchanan sólo aceptaría como posible el calificativo “cruel”, pues su fortaleza era proporcional a su estupidez. Y es que eso se pensaba hace algunos años: alguien que ejercitaba de esa manera tan intensa y obsesiva sus músculos, era porque en el fondo le costaba un trabajo inmenso ejercitar su mente; o de plano no podían.
De unas décadas a la fecha, la costumbre –y necesidad, claro– por cultivar el cuerpo se ha convertido en un rasgo social ineludible, en parte por el repudio a priori hacia todo lo que no entre en esos cánones. Si uno es gordo, desde el punto de vista físico padecerá de entrada el rechazo de los demás, aunque después pueda hacer su luchita y hacerle ver a los arnolds y cindycrawfords que uno también puede ser buena persona. La tendencia a cultivar los cuerpos anoréxicos del tipo modelo de pasarela o los atléticos bien formados que se necesitan para hacer un comercial de refresco de dieta, predomina en la actualidad como si fuera una religión, un culto pintoresco al cuerpo que deja de lado un sinnúmero de placeres, entre otros, la comida o la bebida.
En ese orden de ideas, los gimnasios son esos templos benditos donde la persona que añora tener un cuerpo de adonis tiene que asistir a manera de manda. La dinámica es muy sencilla: en México hay varias opciones para aquella persona que se siente ya un inadaptado social, pues tiene suficiente grasa en la palma de la mano para hace sentir a los demás que están saludando a una hamburguesa. Los instructores son una de las partes neurálgicas del lugar: son los directores espirituales. Pero como buenos sacerdotes, también descuidan a sus fieles. Los instructores de gimnasios son personas normales, aunque en apariencia no lo sean, que tienen la cualidad de tener dos dedos de frente –hay quienes se esfuerzan y tienen medio más– y normalmente (porque no siempre es así) ostentan el cuerpo que toda mujer desea llevarse a una isla desierta. Se identifican fácilmente porque caminan con los brazos separados. Cuando llega un principiante hay de varias sopas: 1) si es hombre no hay problema, le hace una rutina rápida, le explica dos o tres ejercicios y lo abandona a su suerte; 2) si es mujer, hay asimismo dos probabilidades: a) que sea guapa y esté buena y b) que sea gorda y fea. En el primer caso, el instructor se encargará personalmente de verificar cada detalle de la rutina, sin despegar un solo segundo la mirada de esos bien torneados muslos que han tenido a bien pararse por esos lares; si es la segunda posibilidad, repetirá la misma dinámica que con el hombre e injuriará la vida por haberle puesto en un oficio tan ingrato, casi de porquerizo.
No podemos dejar de lado el asunto del flirteo: todo gimnasio es un caldo de cultivo lúdico, y a veces hasta lascivo. No falta el hombrón que llegue adonde una muchachita de no malos bigotes para decirle, “estás haciendo mal el ejercicio”, para acto seguido poner la mano en su cuadríceps y complementar: “Tienes que sentirlo aquí”, apretando sobre la pierna. Si una mujer llega vestida sugerentemente es obvio que todos los hombres clavarán sus miradas en ella, y más de uno intentará abordarla llevando el pecho hinchado por delante; y sucede lo mismo con las mujeres, pues aunque tengan la costumbre de ser mucho más discretas, no pierden detalle de cuando el-instructor-medio-desnudo les enseña a hacer bien una sentadilla; normalmente dicen que no entendieron bien, que si puede hacerla de nuevo. Si el juego trasciende la sala de los aparatos y pesas, el lugar donde aterriza es en los vestidores y lo que predomina son los comentarios que aluden al físico que no se ve. Aquí, lo sé de buena fuente, hay mucho menos pudor en los vestidores femeninos, pues no existen tapujos para hacer referencia a los brazos de tal o cual persona, o hablar de asuntos lascivos –de ésos que tienden a ir al Más Allá– con uno que otro compañero.
Tengo trece años de asistir a gimnasios. Aunque el último año no entrené, he regresado a jalar en forma desde la semana pasada. Sin embargo, ha sido con sus matices: aunque al principio lo hice como mandan los cánones, después me negué rotundamente a comer el resto de mi vida sólo atún, arroz, claras de huevo y pechugas a la plancha. Y sin embargo hay un placer singular al cargar una pesa. Además, conozco pocos lugares más divertidos que un gimnasio, lugar de desinhibiciones y encuentros, de sinceridad y salvajismo, de amores y desamores, y de cuerpos crueles. Además, fuera Carrillo.
CAS
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martes, febrero 25, 2003
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