Los seguros de vida
El maestro Franz Kafka trabajó gran parte de su vida en una compañía de seguros. Bien a bien era una agencia cuyo nombre completo era Instituto de Seguridad para los Obreros Accidentados. K. siempre fue buena gente y pensaba en su prójimo, aunque también en él: son conocidos de sobra sus numerosos affaires que tenían la característica de no rebasar nunca los dos años. Me extraña, por lo demás, esa intención de estar eternamente al tanto de las personas a las que les ocurría una desgracia, en particular cuando ésta última era sinónimo de fatalidad.
Los seguros de vida son como las mujeres por la mañana: espantan la primera vez; después uno se acostumbra y firma la póliza correspondiente sin la menor fijación. Todo esto tiene que ver, por supuesto, con que por primera ocasión en mi vida me han dado un seguro de éstos. Como comentario al margen diré que no lo tramité ex profeso sino que venía con una cuenta de banco que recién abrí.
–La cuenta le ofrece un seguro de vida por 37 pesos al mes –me dijo el ejecutivo de cuenta.
–Está bien; démelo –le contesté. Más adelante me enteré de que esa cuenta le quita a uno la cantidad automáticamente, aun cuando no se quiera.
La sensación de tener un seguro de vida es un poco ambigua: por un lado le ofrecen a uno una cantidad exorbitante de prima, misma que se hará efectiva cuando uno se muera, esto es, que nunca se verá un centavo de esa cifra. Y sin embargo uno la paga. Después, desde luego, se piensa en los seres queridos. Aquí es cuando la cosa cambia y es loable y entendible que se quiera proteger a la estirpe. El problema viene cuando el miserable en cuestión no tiene hijos. El dinero, entonces, va a parar a órdenes religiosas que actúan de buena fe, como las Carmelitas Descalzas, quienes según me he enterado por fuentes confiables, usan zapatos muy caros.
Pero lo verdaderamente sorprendente de este negocio son las trabas que existen para que la muerte en cuestión entre en los parámetros del seguro, que en mi caso se llama “por muerte accidental”. Veamos la sección de “Exclusiones” que aparece en mi contrato. Están ordenadas por incisos, en negritas y en una letra tres veces más grande que todo lo demás. En principio no incluye suicidio, “homicidio, excepto si se demuestra que fue accidental” (aquí el afectado puede faxear su versión de los hechos desde el Más Allá) o si el asegurado muere en una guerra o revolución, aunque sea industrial; tampoco es viable obtener dicha marmaja si el fallecimiento es provocado por drogas, estimulantes, inhalación de gases o humo (hay un inciso especial respecto de los habitantes de la ciudad de México y la contaminación) o “Envenenamiento, de cualquier origen o naturaleza, que no haya ocurrido de manera accidental”. Quizás no leo bien, pero esto último no termino de entenderlo: si el envenenamiento no fue accidental, luego entonces, fue provocado por uno, lo cual según estoy revisando en el diccionario se llama también suicidio, un inciso que ya hemos visto con anterioridad. Mis partes favoritas son las exclusiones de muerte por radiaciones atómicas y, cito otra vez textual, “Lesiones sufridas en estado de ebriedad que de acuerdo con la Ley de salud se considera cuando la persona tiene .10% o más de alcohol en la sangre”. De haber sabido: si empiezan por ahí no sigo leyendo.
Hay, asimismo, algunas profesiones de alto riesgo que no entran en el seguro y son las siguientes: bombero, boxeador, corredor de autos, domador, fumigador, limpiador de ventanas, minero, perforador de pozos, torero y trapecista. En otros casos también se incluye a los aviadores. Cuando me preguntaron a qué me dedicaba dije que a la literatura. El ejecutivo de cuenta se quedó viéndome con sonrisa idiota de Marco Antonio Regil y continuó:
–¿Cuál es su profesión, señor?
–Escritor.
Acto seguido se paró un momento y le hizo un comentario en voz baja al otro dependiente.
–Perdón, señor –se disculpó–. Pero quería saber en qué área está su profesión, pues hay una exclusión adicional que les corresponde a los que se mueren de hambre.
Los seguros de vida dan certidumbre a medias, no sólo porque jamás se verá ese dinero sino porque, cuando se firma el contrato, se piensa que ahora sí se ha llegado a la edad de merecer algo más en esta vida.
CAS
miércoles, febrero 05, 2003
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