viernes, febrero 21, 2003

Perros

En la novela Pan de Knut Hamsun, Glahn –el protagonista– mata a su perro Esopo de un escopetazo. Es la única escena literaria que recuerde donde un perro es acribillado a mansalva por su dueño. No obstante, la presencia de los canes en la literatura es ancestral; ya Sergio Pitol lo documentó ampliamente en ese maravilloso ensayo que se llama “Corazón de perro”. Cabe decir que estos magníficos ejemplares caninos casi sólo existen en la ficción, pues los que se conocen cotidianamente, en la vida mundana, no tienen nada que ver con ellos.

Los perros son animales nobles, buenos amigos, se puede confiar en ellos (en esto se diferencian claramente de los gatos) y si comen doble de ración a la hora del almuerzo son incluso melosos. Mi experiencia con estos animalitos ha sido más o menos discreta, pero de recuerdos memorables. En la casa de Cuernavaca hay cuatro perros: tres french poodle y otro de raza de dudosa procedencia; un amigo dice que es raza de la calle, y creo que tiene razón. De los french, la mayor tiene como quince años, es sorda y camina chueco, como carrito de supermercado que siempre va a la derecha; la segunda, e hija de la primera, es retrasada mental y tiene mirada de comentarista deportivo; la última es una entenada que llegó por obra y gracia de unos amigos que no la querían. Mi mamá la admitió y ahora es la loca de la casa; dicho sea de paso tiene cara de un amigo del que me reservo el nombre. La perra corriente se llama Darling, nombre que ya tenía al ser adoptada, para que no se piense que en la casa hay mal gusto. Digamos que es un animal decente desde que se negó a aprender la Internacional Socialista el día que una amiga pretendía enseñársela.

Cuando los perros adquieren estatus en una familia, todos lo invitados, no importa el rango, pasan a segundo término. Tengo un amigo que vive con dos perros y la servidumbre. Uno de ellos se llama Argos, but of course, y suele merodear la sala cada vez que estoy ahí; el desgraciado huele mi bebida y si no es porque con demasiada delicadeza mi amigo le dice que no me esté molestando, seguro le da impunemente una lengüetada al trago. Hay que complementar que siempre dejan su pelambre por doquier y no falla que se trate de un perro negro cuando uno viste de blanco. Los excesos se presentan cuando hay gente que se regresa de fabulosos viajes porque el chucho está en casa de los amigos y seguramente no se ha adaptado, o que un bombero, al ver llorar a una niña porque su perro está en la casa incendiada, lo saca de las llamas para revivirlo después con respiración de boca a boca. Esto es cierto: ocurrió a dos cuadras de mi casa.

Sin embargo los peores perros son los de las novias. Aquí uno pasa invariablemente a ser plato de segunda mesa (y cómo se enojan cuando después hay un segundo frente; en fin). Cuando en una ocasión le reclamaba a una ex que le hacía más caso a su perro Tláloc que a mí, respondió con una sabiduría inobjetable que haría pensar a muchos hombres.

-¡No es un perro!

-¿Entonces qué es, un mandril africano?

-No: es Tláloc.

Este es uno de los numerosos casos de los perros reprimidos. A su dueña le parecía normal que, como ella era fanática del América, la pobre bestia también lo sería. Así, en lugar de ponerle un suéter bonito tejido a mano, lo vestía con esa horripilante camiseta amarilla.

Otro caso similar ocurrió con otra susodicha que tenía un pastor alemán enclavado en su departamento. Vanos fueron mis argumentos de que un edificio no es lugar para un perro como ese. Nunca escuchó. Al pobre perro lo conocí cuando tenía escasos tres meses; entonces, si cruzaba el límite de la distancia que yo unilateralmente había dispuesto, lo pateaba en las costillas sin que nadie se diera cuenta. Algunos meses más tarde ya no se acercaba y simplemente se dedicaba a ladrarme todo el tiempo. Nadie se explicaba las razones. Creo que fue pasando el año y medio de edad cuando me olía a una cuadra antes, y nunca más pude entrar en ese departamento.

Me parece que hay suficientes motivos para, en muchos casos, llegar a las últimas consecuencias. “¡El perro o yo!”, hay que decir con firmeza para que las cosas no lleguen a mayores. Y en efecto: normalmente no llegan y uno tiene que buscarse otra novia.

CAS

No hay comentarios.: