El agua se acerca, me dijo. Tenía razón. Dejé de pensar en el sinnúmero de nimiedades que ataban mi memoria y nos levantamos. Sabes para qué sirven los parques, me preguntó. Alcé las cejas pensando que las maravillas son imposibles de enunciar porque son los juguetes de Dios. Pero ella esperaba que de mi boca saliera cuando menos una palabra. Para vivir, creo, contesté. Pareció satisfecha y seguimos caminando. Olía a lluvia. Más adelante concluí que acaso ella buscaba un respuesta más mundana, concreta. Rompí la estela del silencio de varios minutos y agregué: también para jugar, ¿no te parece? Sonrió complacida y se arropó entre mis brazos. Lo curioso fue que no abandonamos el parque, más bien dimos vueltas alrededor. Mientras su espalda se entibiaba en mi cuerpo, me acordé del complejo de surco que me había impuesto. Tres niños lozanos pasaron frente a nosotros persiguiendo una pelota gris. Ella me apretó la cintura. No te parece simpático que se llame Parque México, preguntó. Asentí sin muchas ganas: sabía adonde encaminaba la plática y no quería llegar hasta ahí. Si los parques son para jugar, prosiguió, entonces lo que sucede aquí, en este lugar con este nombre, es el devenir de un espacio potenciado, extendido a muchos otros más, indivisibles y perversos. Todos ellos son el país del juego. Caminamos una hora más en silencio. La lluvia nunca llegó.
CAS
martes, agosto 05, 2003
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