sábado, agosto 16, 2003

Hablemos de tus nalgas, esa frecuencia obtusa de destinos abiertos. Porque es ahí, en ese sendero oscuro y sinuoso, donde despuntan los más incomprensibles pormenores de tus años y desaparecen las ánimas: los señuelos enmascarados de lujuria. Hablemos de tu nalgas como sin nunca hubieran existido, como si tu equilibro corporal con esas dos circunferencias se percibiera sólo con la intuición del tacto. Las manos de ellos. Acariciaré su aureola como se hace con los amaneceres afables, con los rostros bellos, las medias lunas invisibles, el designio de lo inevitable. Las recuerdo también en tu mirada franca y en tu porte de acero; están en tu confianza cuando caminas sobre la alfombra verde. Allá moran, vigorosas, ausentes, sabedoras de su papel inicuo en este mundo. Son las mensajeras lascivas del reino perdido del señor; tú, su acompañante. Pero también hay en ellas la intención de musitar algo pequeño, de decir que su esencia forma parte de lo que no se entiende, de lo que no se ve. La redondez aprieta y se percibe con sólo mirarlas, yaciendo en las sábanas, marcando el inicio de una ruta interminable que se fragmenta hacia lados pecaminosos. La línea de la vida.

Lo llamaré también un culo incierto, insomne, que sólo existe como puede verse lo etéreo y la piedra; la savia y la dureza; el tiempo y las medias lunas. En aquellas épocas solí imaginármelo como dos frutos encendidos, cubiertos por un filo de arrepentimiento y misterio. Hice, entonces, lo que la temporada dictó. Aguardé hasta que las peras vinieran, se deshicieran de su cáscara y se adhirieran a una dentadura soez. Comí de esa cosecha como expulsándome del paraíso e intuí que sería víctima de la perversión, de la impureza por probar sus mieles. Pero el arrepentimiento es la sal de los hombres, de los minutos encendidos, de la espera de los cuerpos débiles. Fue en ese crepúsculo epidérmico donde por primera vez soñé con ninfas, donde las inducciones fueron el pan sagrado y cotidiano, el alimento de los duendes. Tú yaces en él como si la seguridad de tu entrepierna abriera el único camino que los mansos pueden y deben seguir. Ahora lo veo, rozagante, entibiado por la suavidad de la noche. Es cierto que cambia de forma con el movimiento de tu cuerpo dormido; por eso apago la luces y, sólo así, lo asimilo como una montaña bicéfala de ensueño y plenitud. Y los cerros simétricos se mueven; se levantan y caminan al nacer el día; violentan la atmósfera con una equidad despabilada. Las montañas dejan de serlo y apuntan a otro lado, a mis ojos desmayados y matutinos, al arranque de lo inexistente, al olor a café, a la corrupción de un nuevo día.

Ésas son tus nalgas agradecidas, ensimismadas en cortezas de alientos, cubiertas ahora con una tela obtusa. Pero ellas piden auxilio y se deslizan traviesas por la seda. Deciden que son las causantes de la perdición de los hombres, una guillotina que busca cuellos perfectos, el arma palpitante necesitada de piel, de sentido de ejecuciones fantásticas. La simetría deja de ser su nombre porque ahora se mueven acompasadas. Quiero entender que el vigor que cae de su ranura indiferente es la experiencia de las siluetas humanizadas, de la remembranza endurecida y guardada en un palmo de piel. Son ellas las que toman vida y te mueven a su voluntad a lugares pedregosos, atajos obstruidos para la gente sensible. Por eso ahí, donde los sueños se atreven a templar los más dulces pero siniestros secretos, seguiré hablando de ellas.

CAS

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