III
miércoles, diciembre 22, 2010
III
viernes, diciembre 03, 2010
II
CAS
jueves, noviembre 25, 2010
I
viernes, noviembre 19, 2010
Cinema Palacio / La novela de la Revolución
La película basada en la novela de Guzmán es una fuerte crítica al caudillismo que imperaba en México después de la revolución y que marcó el inicio del poder dentro de las esferas militares.
La sombra del caudillo (1960)
Dirección: Julio Bracho / Guión: Julio Bracho y Jesús Cárdenas, sobre la novela homónima de Martín Luis Guzmán
Participan: José Antonio Valdés y Carlos Antonio de la Sierra
Sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes
Martes 23 de noviembre de 2010, 19:00 horas
Ciudad de México
lunes, noviembre 08, 2010
Hace unos diez años fui a una boda (esa extraña y misteriosa actividad por la cual han caído grandes civilizaciones denominada matrimoniarse). Antes de señalar con diligencia la historia del volante, diré que fue esa coyuntura en la que el tequila Jimador dejó de ser cien por ciento agave para transformarse en alcohol del 96 (casi tan malo como el Appleton). Pues los festejados dieron Jimador sin saber esa reciente bajeza. Después me enteré de que la mitad de la fiesta había terminado congestionada en el hospital, entre otros un amigo que en unos meses perdería la gubernatura de Morelos. Lo que a mí me ocurrió fue un poco menos digno. Salí de la boda y pedí mi coche. Ya adentro, y confirmando aquella vieja frase de "me dio el aire", tuve a bien asistir al culminante desmoronamiento de mi honor. Iba manejando tranquilo cuando, dos minutos después de haberme subido y como una acción inmediata de causa y efecto, como cuando se le echa fuego al alcohol o como cuando se le engaña a la novia diciéndole tuve un quever con alguien más y hay un ojo lloroso, vomité el parabrisas de mi Spirit gris 1993. De todas las veces en las que me vi con la obligación de desembuchar un pedazo avinagrado de mi alma en algún recinto desdichado, mi estómago siempre me había avisado y la regurgitación tardaba lo suficiente para no rociar de desazón al respetable. Sucedió en una iglesia zapatista de San Cristóbal de la Casas, en el Superama de Eje Central y Churubusco y en una casa de menonitas en Ciudad Cuauhtémoc. En las tres hubo una notificación previa de los jugos gástricos. Pero esta vez no fue así; salió de la nada y fue a parar al parabrisas como caca de pájaro pero por dentro, bueno, como cien cacas de pájaro. Con sabiduría onettiana, aduje que ya no importaba nada y vomitaría a mis anchas sin temor al repudio social o a la inmundicia que le causaría a mi automóvil. Durante cinco minutos seguí manejando con acuciosa pericia y vomitando con pundonor épico. Y no me paré. Fue entonces cuando, confiado en que dentro de un auto uno está al amparo de las adversidades climáticas, prendí los limpiadores. Todo siguió igual pero sentí un respiro mesiánico: mi coche me había llovido y en sus entrañas habitaba el hijo del Monstruo de la Laguna Verde. Este infeliz episodio tuvo sus consecuencias: perdí un traje recién comprado por el que había pagado lo que jamás pagaré por otro (ninguna tintorería quiso aceptármelo aun cuando ya le había quitado los grumitos de Pato a la naranja con un trapo mojado) y el Spirit siguió oliendo a guácara durante dos años. Nunca he vuelto a tomar Jimador, aun cuando ya diga de nuevo que es cien por ciento de agave. Y sin embargo, había asistido como testigo solidario a mi propia erupción.
Otra vez iba manejando en la carretera y sobrevino lo que el mécanico había vaticinado si no sometía mi Chevy azul del 97 a una cirugía puntual: me descloché (para los amos y señores de los albures, no es que me esté albureando a mí mismo, pero es una frase más sencilla que "se rompió el clutch de la unidad por la luminosa memez del suscrito"). El coche dejó de acelerar y tuve que orillarme (no sin antes eludir a sendos idiotas que no me dejaban pasar al carril de baja velocidad). Por suerte un Ángel verde pasaba por ahí y me empujó hasta la ciudad más cercana para revalidar mi clutch. Las consecuencias de cambiarle la antes mencionada pieza fueron desventuradas y casi fatales. De entrada, de nuevo en la carretera, el coche se movía discretamente de un lugar a otro y no obedecía a cabalidad las órdenes del volante. No le puse atención al hecho: seguramente se trataba de una tomadura de pelo de mi inconsciente porque recién había leído "El jardín de los senderos que se bifurcan". Fue hasta que regresaba de dejar a una novia que vivía en Echegaray (menudencias inexplicables de los amores, concesivo lector) que tuve a bien ya no desclocharme (lo cual hubiera estado muy bien) sino que se me rompiera la dirección del vehículo. Para los iniciados, que se rompa la dirección es, en terminos visuales, cuando el Coyote se quedaba con el volante en la mano en un precipicio ante la sorna malévola del Correcaminos (quizás el personaje que encabece la lista de dibujos animados a los que hay que matar). Perdí el control a diez por hora en una vuelta en U (Dios bendito). Tuve que hablarle a mi amigo Fuc que andaba por ahí para que me ayudara a empujarlo y con las manos direccionar las llantas para que no se movieran como lombriz a la que se le ha echado sal. Cuando lo llevé a arreglar, el mécanico especialista en direcciones, suspensiones y demás me dijo que cuando le habían cambiado el clutch, el chalán en turno había dejado UNA tuerca a medio poner. Si le pasa esto en la carretera, se mata, dijo con rotunda indiferencia al tiempo que le firmaba el boucher. Regresé, pues, con el mecánico del clutch. Lo insulté diciéndole que estuvo a punto de matarme. Dijo que no había sido su culpa sino del chalán que había rearmado las piezas. "Tráiganme a ese pendejo", espetó con superioridad automotriz. Trajeron al chalán. Otros dos lo agarraron. "Pártele su madre" dijo obviando cualquier eslabón de la cadena socrática de injusticias. "No mames, güey", le dije mientras abandonaba el taller como alma en pena. Ale jacta est.
Hace un par de días viajaba de la ciudad de México a Cuernavaca. Manejaba mi heroico Chevy azul del 97 cuando ocurrió una desavenencia típica de Stan Laurel, Chevy Chase o el Señor Barriga: intenté mantener parados unos botes con chicharrón en salsa verde que le llevaba a mi madre. La evolución, que dos segundos después confirmé como un docto acto suicida, fue pasar el brazo izquierdo entre mi asiento y la puerta, mientras mantenía el control del coche con la mano derecha. Paré el chicharrón, que no sé qué duende pernicioso me metió en la cabeza que mi madre tenía que probar, y cuando intenté sacar el brazo, éste, bondad graciosa, no quiso salir. Traté de todas las formas posibles y el brazo, como el dinosaurio, se quedó ahí. Recordemos que yo iba en el carril de alta velocidad y la única posibilidad de que recompusiera las formas era abriendo la puerta. Pero a 140 por hora y sin poder cambiar velocidades o poner una direccional, amén de que mi torso me provocaba una palanca al brazo que envidiaría el Dr. Wagner y dicha autopista tiene curvas que no gratuitamente se llaman La pera, era imposible y hubiera patentado un segundo y estupidísimo acto suicida. Fue así cuando no lamenté medir uno noventa (como me sucede a menudo en los aviones o en los peseros defeños): tocado por un espíritu de habilidad zidanesca, controlé el volante con las piernas mientras con la mano derecha abría la puerta un poco y lograba sacar el brazo sometido por las ominosas fuerzas de un chicharrón en salsa verde. Naturalmente el auto se pandeó un poco pero ya había sido tocado por la pericia de la divinidad y pude pasar de un carril a otro sin que un pendejo de ésos que suelen rebasar por la derecha me partiera en trocitos. Al llegar a Cuernavaca, los dos botes de chicharrón yacían, cual instalación posmoderna o guácara de utilería de película de serie B, abiertos de par en par en el piso de atrás.
CAS
jueves, octubre 28, 2010
La partida de Alí Chumacero nos deja como la palabra perfecta que invariablemente faltará en un texto: un vacío ponzoñoso, ilegible. Porque su obra siempre estuvo ahí: tres libros nodales de la poesía mexicana publicados hace más de cincuenta años. Y ya. Alí, a diferencia de Juan Rulfo, toleró más tiempo los neurasténicos reclamos por que escribiera más. No lo hizo. Y tampoco fue necesario. La lobreguez que hoy día se padece va más hacia la orfandad ineluctable con la que nos atiza la muerte de los seres queridos, que a las palabras nunca confeccionadas como versos.
Cada vez que hablo de un amigo que se nos adelanta, sobre todo si es célebre, intento no caer en el mal gusto genérico de decir el Amigo y yo. Pero con Alí no podrá ser de otra manera porque, aunque lo conocí ya al final de su vida y lo dejé de ver los últimos años, fue para mí una enseñanza nodal en mi proceso como escritor: un hombre que entendió que la vida se encontraba en la mundanidad inmediata de un whisky 12 años; en un pase de torero sólo narrado por un egregio bardo de Acaponeta y en la savia, etérea y sabrosa, de una burla puesta en el lugar debido. Ése era Alí: un personaje cuya actuación se salía del guion predestinado para las figuras emblemáticas de la poesía; un ironista que compartió su sabiduría con los jóvenes y dejó, allá en la palestra, la rupestre reverencia de la alta literatura. Cuando le preguntaban qué haría con su biblioteca de cuarenta mil tomos, siempre respondió: “A veces me dan ganas de leerla”.
Durante 2000 tuve la dicha de compartir con Alí momentos inolvidables. Me habían otorgado la beca del Centro Mexicano de Escritores y los jóvenes escritores seleccionados teníamos que acudir todos los miércoles del Señor al taller para que trituraran nuestros textos. Los tutores eran Alí y Carlos Montemayor (otra pérdida lamentabilísima; año aciago para las letras mexicanas, pues) y las sesiones, sin la participación diligente y bondadosa de Alí, se hubieran llamado Desolle al escritorcillo allá en el désolé Monte Mayor. La crítica de Alí siempre estuvo orientada a señalar pequeños desaciertos en cuanto a la estructura de nuestros textos y en algunos casos errores de redacción que un especialista jamás enunciaría con tan elegante y avezado tacto. Le gustaba conversar sobre toros y muchas veces platicamos al respecto, en particular cuando íbamos a cenar a la Hostería de Santo Domingo. Decía, “Mientras Carlitos [así le llamaba a Montemayor] se avienta sus cinco arias de ópera de rigor, vamos a hablar de Rodolfo Gaona”.
Numerosas son las anécdotas con Alí, desde que un reputado escritor me quiso pegar en esa biblioteca de cuarenta mil ejemplares porque confundí el partido comunista con un partido de futbol (“¡Como en los viejos tiempos!, ¿verdad Alí?”, le decía al Maestro mientras éste bebía un scotch 12 años, siempre arriba de 12, sin hacerle caso), hasta nuestras aventuras en Ciudad Juárez (aunque creo que de estas últimas sí narraré una). Era un encuentro de escritores jóvenes y el invitado especial era Alí. Él tenía 82 pero, como lo fue hasta su muerte, era un roble ufano a quien el trago y la dolce vita lo mantenían como de treinta. Bastaba con darle un abrazo para saber de su fortaleza. Después de las mesas de trabajo, con algunos amigos escritores de toda la república, tomamos una habitación del hotel. Invitamos a Alí: fue con una de las niñas organizadoras (la pobre había pensado “a este viejito con dos tragos lo tumbo”. Ah, la juventud). Mientras departíamos, Alí le dijo “Vámonos a mi cuarto”. La otra contestó “Ay, Maestro qué cosas dice”. Él, obstinado como quien espera lustros un “natural” apolíneo, insistió; acto seguido se besaron. Ninguno de los escritorcillos que recomponíamos la literatura como rimbauds posmodernos lo podíamos creer: el gran Maestro Chumacero no sólo nos aventajaba años luz con su lírica arrolladora de sólo tres poemarios (había compañeros que ya habían publicado ocho) sino que nos daba miles de vueltas en ese universo sublime e incomprensible llamado mujeres (siempre decía, con su fina ironía, que la única mujer buena era la ajena o que lo único bueno del matrimonio era la viudez, aunque el muerto fuera uno). Alí se fue solo del cuarto y la niña permaneció muerta (sólo porque se trataba de Juárez, “muerta” es un eufemismo de “borrachísima sobre una cama”). Eran las seis de la mañana y teníamos que estar a las nueve en la inauguración de un parque que llevaría el nombre del Maestro. Alí se presentó impecablemente vestido de traje y sin rastro de la batalla de horas atrás. Lo envidiamos. En general siempre se mostró amable con los jóvenes, salvo cuando se le faltaba al respeto. Si alguien, imberbe, estúpidamente, osaba preguntarle por Rulfo, su respuesta era implacable, letal: “Rulfo era mi empleado”.
Ciao, mi querido Maestro. Extrañaré tu ironía, las pláticas sobre toros, los scotchs de necesario añejamiento, al buen bebedor que habitaba en las barricas de roble de los grandes conversadores; pero sobre todo hará falta la sapiencia y amabilidad de los momentos de coexistencia de cuando le otorgaste tu amistad a un enconado aspirante a escritor. Ya nos veremos en algunos años (muchos, espero y tocando madera), con Carlos también, en esa mesa rectangular donde nos conocimos y hablamos harto y con fruición delirante sobre las fecundas e inagotables bondades de la vida.
miércoles, octubre 20, 2010
CAS
martes, octubre 19, 2010
lunes, octubre 18, 2010
martes, septiembre 28, 2010
Es por todos sabido que en esa ecuación del varo mata carita, el verbo mata cara, etcétera, el que lleva las de ganar es una figura de entendidas mañas y licenciosos recursos: el bailarín. No hay mujer que se le resista; así, mientras él le asesta una evolución camaronera, ella invariablemente le lanzará a la yugular: “¿Así como bailas haces el amor?”. El bailarín responderá con un fallo vulgarísimo: “Averígualo, Nena”. Si pensamos, por ejemplo, en un bailador de salsa, éste tendrá la ventaja de exhibirse inicialmente con una mujer fea pero que baila muy bien; acto seguido, el personal femenino pasará a solicitar sus servicios, y peleárselos, en cada nueva rola.
lunes, septiembre 27, 2010
CAS
miércoles, septiembre 15, 2010
CAS
viernes, septiembre 10, 2010
La colonia Roma es uno de los ejemplos más emblemáticos de la transformación que ha tenido el país durante los últimos años. Reflejo de una comarca en transición constante, la Roma se vierte sobre la cotidianidad actual como resabio nostálgico del México de la bonanza. El paseo literario que sugerimos es un viaje por los vericuetos de la epidermis romana a través de una de sus obras literarias más significativas: Las batalla en el desierto de José Emilio Pacheco.
martes, septiembre 07, 2010
CAS
lunes, junio 28, 2010
CAS
sábado, junio 19, 2010
No es un día humano. Las aceras se caminan con pesadumbre y el pavimento es un enemigo nocivo de donde sale aire caliente. El tránsito es aletargado. M piensa que no es normal el fuego en sus pies (aunque siempre ha sido así). Es el mediodía del 22 de junio de 1986 y para ir a su casa debe pasar por un costado del estadio Azteca (Mis suelas son un hervidero). Maldito futbol, injuria de nuevo mientras acelera el paso. El último examen de segundo de secundaria lo respondió a regañadientes. Sabe que no lo aprobará. También sabe que ya no importa. Filtra Maradona y el defensor inglés rebana el balón. Va Shilton –que creerá este muchacho, que le puede ganar al por... Brinca Diego y... ¡GOOOOOOOOL! El arbitro señala la media cancha. ¡GOOOOOOOOOOL! Shilton reclama. ¡GOOOOOOOOOL de ARGENTINA! ¡Diego Armando Maradona lo ha hecho! Los ingleses protestan pero tenemos al mejor jugador del mundo. ¡Gracias, Dios, por darnos esa mano! Son esos ingleses, los que tanto nos han hecho sufrir (“Soldadito argentino, sé que te vas a morir...”). La revancha es justa. Gracias, Diego. M escucha el estallido del estadio y se tapa los oídos, impaciente, abrumada. Maldito J: muérete donde estés. M se toma inconscientemente el vientre mientras pasa por una tienda de electrodomésticos. La gente observa el partido en las televisiones de los aparadores. M piensa que están a la espera de una llamada divina que jamás recibirán. Un mareo obtuso le viene por el sol, al tiempo que en su mente aparece un dios de carne y hueso. Retarda el vómito más por debilidad que por capricho. En casa encuentra a su hermano y amigos frente al televisor. Pasa sin saludarlos. De pronto, como si de un alarido bajo tierra se tratara, reconoce la señal aguardada desde siempre: “Fue con la mano”. Quizás fue la voz de su madre, acaso la de algún amigo adolescente que alcanzaba la clarividencia por la embriaguez de un vaso de cerveza. Pero ya no importa, ya no ...la va a tocar para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del futbol mundial, y deja al tercero y va a tocar para Burruchaga... En la cocina, M deja las llaves de la casa en un cajón. Después entra en su cuarto y cierra la puerta con suavidad, como si fuera de noche y no quisiera despertar a nadie. Se desploma sobre la cama: las ganas de vomitar han pasado pero el desagravio sigue en su cuerpo (“un palmo más de piel en el vientre; dos meses”) ...¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta... y ¡GOOOOOOL...! ¡GOOOOOL...! ¡Quiero llorar! ¡Dios santo! ¡Viva el futbol! ¡Golazo! ¡Diego! ¡Maradoooooona! ¡Es para llorar, perdónenme...! Las lágrimas resbalan por el pómulo de M y con la lengua atestigua de nuevo su sabor salado. Así es la vida: salada, como el agua del mar que nunca conocí. M se levanta y se quita el uniforme escolar (que se arrugue). Desnuda frente al espejo, ve su piel morena y el incipiente vello del pubis. Se pasa la mano por el monte de venus y después dócilmente por el clítoris. Comienza a sentir placer y se estremece, se ruboriza. Cuántos usos tienen las manos de ¡Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos...! ¡Barrilete cósmico...! ¿De qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés?, para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina.... Argentina 2 - Inglaterra 0. ¡Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona...! Ya en el baño, abre la llave de la tina (los ataúdes se eligen). Gracias, Dios, por el futbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2, Inglaterra 0... Después de todo no hace falta ser Dios para tomar la decisión correcta. M toma la navaja y hace una pequeña hendidura en las venas de una mano (el puño apretado), con sutileza, con pulcritud, como quién rebana con finura un ajo tierno (las manos de Dios). El agua se enrojece azarosamente: no hará falta el tiempo de compensación para que la grana alcance su más intenso fulgor.
CAS, Del Valle, marzo de 2006.
lunes, junio 07, 2010
En mi ciudad natal, Cuernavaca, ha habido un cambio notabilísimo en la dinámicas cotidianas desde que la Marina mexicana asesinó Arturo Beltrán Leyva en unos departamentos de superlujo que, dicho sea paso, fueron construidos por los hijos de Marta Sahagún. A partir de ahí, una ola de violencia urbana se desató en Cuernavaca. A dos hombres los colgaron de un puente en el libramiento que lleva a Acapulco y luego jugaron tiro al blanco sobre los cuerpos inertes; al director del penal de Atlacholoaya lo asesinaron, partieron su cuerpo en pedacitos y lanzaron los fragmentos en distintas partes (perdón por la figura retórica tan de mal gusto pero era ineluctable). La cabeza fue encontrada en una bolsa de súper; un comando armado tomó por sorpresa un antro propiedad de un miembro de la familia Ortiz Mena y, sin más, le prendieron fuego con los empleados adentro. Éstos son hechos conocidos sobre todo por su espectacularidad, pero las muertes son el pan cotidiano en la ciudad. Lo increíble de la situación es que el gobierno federal no considerara qué pasaría al dejar acéfalo el control de una plaza tan importante para el narcotráfico: ahora los subalternos se la disputan a punta de balazos, intimidaciones y violencia urbana, en una franca competencia por ver quién es el sicario más despiadado. Un viernes, hace algunos días, todos los restoranes, antros, etc., cerraron a las ocho de la noche y la capital morelense se hizo una ciudad fantasma. ¿Cuál fue la respuesta del gobierno federal? Militarizar las calles. Ahora hay retenes, tanques de guerra apuntándole a la estatua de Zapata y comandos militares que transitan la ciudad con armas largas a la espera que su docto criterio les diga quién es un narco. Hay un detalle que no es menor: usan máscara.
Qué un ejército esté en las calles sucede cuando un país le apunta a la ingobernabilidad o para acallar las voces críticas que se manifiestan en contra de un régimen autoritario, como en las dictaduras. Y en ambos casos, aun cuando exista gente que justifica la mano dura, siempre habrá abusos, ultrajes. Un soldado está entrenado para matar, no para salvaguardad la seguridad de la sociedad, de los ciudadanos. La última muestra de la postura institucionalizada del gobierno llamada cinismo, fue el dictamen de la PGR sobre los niños que fueron asesinados por militares el 2 de junio en Reynosa. El parte de la Procuraduría fue que los miembros del Ejército balearon a los jóvenes, perdón, "sicarios", porque ellos les dispararon primero. Los niños (de 13, 15 y 17 años) atacaron a los infortunados soldados y éstos, defendiendo a su patria, los masacraron. El mensaje de la PGR es implacable: mitiguemos el hecho porque eran sicarios; hay que matarlos porque, como Beltrán Leyva, son una peste social. El tema es trágicamente significativo: 1) no se mata a un presunto delincuente o criminal; se le atrapa y se le juzga (si se cree en instituciones democráticas, en buen español, matar es condenable por donde se le vea. Claro que en México eso de instituciones democráticas es la ilusión del mago más diestro); 2) como quien hace justicia son los soldados, no hay necesidad de que les disparen para responder baleando civiles: en la disciplina castrense basta no obedecer la orden "Deténganse" para ser pasados por las armas; 3) mataron a niños, por más que se diga que son sicarios son por principio niños y lo seguirán siendo hasta por los menos la mayoría de edad. Por eso hay límites de edades, por eso hay cárceles para niños y cárceles para adultos, y por eso hay que negarse con firmeza para que no se adelante la mayoría de edad.
CAS
viernes, mayo 28, 2010
Mi primo Xavier de la Vega y el buen Carim Azeddine presentarán su documental El pan y la leche en el festival Distrital de la ciudad de México. Para los interesados en los temas sobre la migración mexicana hacia Estados Unidos, van las fechas, horarios y salas de la exhibición:
2 de Junio - CCU Tlatelolco - 17:00 hrs
3 de Junio - Cinemark Pedregal - 19:00 hrs.
5 de Junio - Lumiere Reforma - 16:00 hrs.
CAS
viernes, mayo 07, 2010
Le dio la chupada al cigarro y miró el cielo, como anhelando que la lluvia inexistente trabara las palabras. Adolorido la miró de nuevo y tiró la colilla con el índice. El aire era tenue y amable: el Gaby’s fue nuevamente testigo de silencios inconclusos. Ella puso la mano en el hombro de él y lo apretó un poco. Así, con la complacencia revelada en ese tendón desconcertado, ella musitó desviando la mirada: "Aprende a perdonarme".
martes, abril 20, 2010
CAS
martes, abril 13, 2010
CAS
miércoles, abril 07, 2010
CAS
jueves, marzo 11, 2010
CAS
lunes, marzo 01, 2010
El destino, sin embargo, hizo que tuviera la oportunidad de conocerlo y pudiera cambiar mi opinión inicial. Y aquí sí podré decir sin cortapisas: si algún maestro tuve, no en la escritura, no en la literatura, no en la vida mundana sino en las consideraciones intelectuales como una esfera global e ineludible de la que participan activamente todas las expresiones humanísticas, ése fue Carlos Montemayor. En 2000, él y Alí Chumacero me otorgaron la beca del Centro Mexicano de Escritores. Fue ahí donde, a lo largo de un año, pude conocer a sus anchas a ese hombre cabal y consecuente que ya no está con nosotros. Porque Montemayor si algo ostentó fue abanderar la congruencia como estandarte inexorable de vida mañana tras mañana. Todos lo miércoles del señor nos reuníamos en esa casita de la colonia Villa de Cortés a tallerear los avances del proyecto que habíamos presentado. El mío era un ensayo sobre Graham Greene en México. Después de los comentarios de los becarios sobre los textos presentados, hablaban Alí y Carlos. La dinámica era muy sencilla: era como la relación que existe entre el policía bueno y el malo. "Maestro Alí", le daba la palabra Carlos, quien se encargaba de moderar las sesiones. Mientras Alí hacía dos o tres comentarios sobre la redacción de los trabajos, siempre aderezados con confesiones vitales como decir "Juan Rulfo era mi empleado", Carlos hacía una lectura más acuciosa. Y nadie salía vivo. Su espíritu crítico abarcaba varios senderos y su mirada era implacable, contundente, lapidaria. No se detenía en la forma; iba mucho más allá y visualizaba los textos desde una perspectiva total. Y tampoco tenía pelos en la lengua: a una compañera la hizo llorar cuando le dijo "No sé por qué le dimos la beca".
Como cada dos meses los becarios y tutores íbamos a cenar a la fonda de Santo Domingo para, según esto, departir tranquilos alejados de los sablazos del taller. La primera vez que fuimos fue reveladora. Carlos saludó a los meseros por su nombre y, después de que habíamos ordenado los tequilas y whiskies, tomó una carta. Con ese don de mando que siempre tuvo, sugirió a manera de orden: "Yo creo que lo ideal es pedir varios platos para que comamos de todo". Naturalmente tampoco nos preguntó nuestra opinión sobre los platillos y ordenó cuatro o cinco para que fueran al centro de la mesa. Acto seguido, tomó un trago de su tequila, se secó las comisuras con la servilleta de tela y dijo Con permiso. Se paró y se le acercó al pianista a decirle alguna cosa. Dos minutos más tarde estaba cantando arias de ópera y canciones populares mexicanas. No era un virtuoso del canto pero lo hacía bastante bien. Naturalmente Alí, que también había sido su maestro, no lo dejaba de molestar: "Es un protagonista. Hablemos de toros". Carlos regresaba a la mesa y después de los Felicidades, Maestro, muy bien, nos preguntaba sobre nosotros. Una nueva cualidad: le interesaba mucho saber qué pasaba con los jóvenes. Un día, durante esas veladas en la Hostería, vio que me tomaba el tequila de un trago. "¿Por qué hace eso, Carlos?", me preguntó. "Porque el primer shot de tequila debe ser de un jalón, Maestro", contesté. Después de unos segundos de observarme como quien seguramente observa a un imberbe mozalbete que no sabe nada sobre la vida, agregó: "Qué raro es usted, tocayo". Con el tiempo, cuando se abandonan las redes de la estulticia, se sacan las conclusiones pertinentes: sólo los springbreakers se beben el tequila de un trago.
CAS
martes, febrero 16, 2010
CAS