De cuando estuve a punto de ser famoso (y la cagué a tiempo)
Algunas veces he estado cerca de cohabitar con el mundo de la farándula televisiva. En la primera me hablaron de la agencia de publicidad Alazraki para que fuera el guionista de un talkshow que había sido aceptado en Tv Azteca y que pretendía ser el equivalente en México del Night Late Show. Me dijeron que habían leído mis textos y les parecían "chistosones", como el tono de programa. Me ofendí, y si no hubiera sido porque en ese momento no tenía dinero, les hubiera colgado. "¿Cuánto pagan?", pregunté. No sabían bien a bien cuánto pero era más o menos así: $$$$$$. En mi vida había estado tan cerca de ganar una cantidad similar, aunque anticipo de una vez que nunca me dieron el trabajo, Dios Bendito, pues después cuando el talkshow salió al aire fue un verdadero bodrio. Las cosas estuvieron así: en principio el programa aceptado por Azteca había sido una serie de pilotos en los que el protagonista era Andrés Bustamante, el Güiri Güiri. Sobra decir que este maestro es un amo de la improvisación y él mismo armaba sus propios guiones, que a la postre, por supuesto, no respetaba. A un mes de salir al aire, Bustamante –que es millonario– dijo que le daba mucha güeva trabajar tan cabrón todos los días y que más bien se retiraba del programa. Naturalmente el mundo se le vino encima a la agencia y tomaron medidas desesperadas, como llamarme a mí. Esa desesperación, a su vez, desembocó en insanidad, o pendejez, como quiera llamársele, y contrataron a una actriz enterrada por Televisa hacía muchos años y cuyas mejores épocas había pasado: Anabel Ferreira. Estuvo como en seis programas y como el rating era menor al que tiene la Hora Nacional en la radio, en un último intento por salvar el barco llamaron a Omar Fierro. No pudo, en parte por ser quien es y en parte, desde luego, porque los guionistas no eran los adecuados. El talkshow salió de la programación de Azteca en menos de tres meses.
La segunda vez en estar cerca de los novecientos segundos de fama fue cuando conocí a la hermana de Eugenio Derbez. Es cierto que nada más el ser hermana de ese bergante debiera otorgarnos licencia para matarla, pero acordémonos de lo esencial: la familia no se escoge. Todo fue muy extraño: era la fiesta posterior al concierto de mi amigo Emiliano, que en ese entonces tocaba a dueto con Jaime López. De repente llegó una chava a la que nadie conocía más que nuestro carnal cantautor. "Les presento a Silvia", dijo. Y ella, Mucho gusto. Acto seguido el anfitrión le dijo, Mira, Silvia, ella es mi novia. A la pobre mujer, que llegaba evidentemente a una atmósfera que no era la suya, se le humedecieron los ojos en abierta expresión de haber sido timada. Los antecedentes eran éstos: en el toquín, ella había ido inicialmente a por Jaime para decirle que era lo máximo y después acaso llevarlo a su depto; Jaime, bañado en alcohol como es su costumbre, la vio de arriba a abajo sólo para decir gracias y darle de nuevo la espalda bebiendo un trago de su tequila. Al darse cuenta de su fracaso, Silvia se vio en la obligación de ir a por el segundo de abordo: Emiliano. Pero la estrategia cambió: fue a su auto, sustrajo del mismo unos bongoes en miniatura que a su vez le habían regalado, y seguramente había costado una millonada, y se los entregó a Emiliano. "Toma, son para ti", le dijo. El bruto de Emiliano dijo Gracias y lo único que se le ocurrió después fue invitarla a la fiesta con los amigos en forma de agradecimiento. En resumidas cuentas se trataba de una groupie perfecta. Como Emiliano nunca pensó que fuera a llegar al reven, al verla ya ahí se lavó las manos con aquello de "Esta es mi novia". ¿Qué hacer, entonces? Pues salir al quite, si no para cortejarla, sí para que no se pasara un mal rato y viera que, aunque pareciéramos una jauría de patanes, éramos decentes. Al poco tiempo de platicar con ella ya la había puesto al tanto de dos o tres datos acerca de la fauna que tenía enfrente. Respondió con un "¡Ay, pero si todos son artistas!", ergo, no había entendido nada de mi explicación y yo, sin desearlo, la había hecho mi groupie. Lo siguiente fue un poco nebuloso pero ocurrió más o menos así: me pidió mi teléfono; se lo di. Dijo ya me voy, ¿tienes coche? No. Voy hacia el sur, ¿quieres un aventón? Va. Coche, ciudad-nocturnidad-casa. Te agradezco mucho que me hayas traído y ella buscando un lugar para estacionar el coche; repetí mi agradecimiento. Entendió. Nos vemos. OYE, me increpó: ¿no quieres que te dé mi teléfono? ¡Ay, sí que bruto soy, cómo se me había olvidado, en qué mundo vivo...! and all that bullshit. Las señales eran clarísimas pero, seamos hombres: ¡lo último que haría en la vida sería tener a un Derbez, Derbeza o quimereza en mi casa! Al día siguiente me habló. Dijo que pasaba por mí para echar unas chelas; le dije no gracias, a lo mejor después. Pero una mujer como ella no podía soportar tantos desaires en tan poco tiempo y jamás me volvió a llamar. Su teléfono, como muchos otros números que he perdido, se borró de mi mano al día siguiente cuando me bañaba.
La última vez que tuve un acercamiento con la farándula fue el año pasado. Un día, antes de empezar uno de los cursos que doy en el Helénico, creo que era uno sobre Borges, la encargada del Instituto me marcó a la casa: “Maestro, hablo para decirle que va a tener a dos actrices en su clase. Una de ellas es Julissa y de la otra no recuerdo el nombre pero también es famosa”. Después de colgar me acordé que sólo en una ocasión había querido que una actriz fuera mi alumna, y ésta fue cuando el Olis me dijo que Maribel Guardia estaba haciendo la carrera abierta de filosofía en la facultad. Nunca la vi. Por lo demás, tener a Julissa en mi salón no era algo que me entusiasmara mucho. El primer día de clase se me había olvidado que tendría a un par de celebridades en mi curso e impartí la sesión como si nada. Al terminar, llegó de nuevo la asistente para molestarme: “¿Ya vio quiénes eran, Maestro? No, Pilar, se me olvidó que estarían aquí. ¿Pues sabe quién es la otra? No. Yolanda Ventura...” Seguramente mi incredulidad reflejada en un silencio incómodo, hizo que Pilar matizara: “¡la ficha amarilla de Parchís, maestro!” Pues bien, ahí estaba yo con dos alumnas que al mismo tiempo habían sido famosas: una porque interpretaba canciones infantiles y otra porque se encueraba a la menor provocación en todas sus películas. No sé si pueda explicarme, pero es una sensación misteriosa tener a una alumna cuyo cuerpo es muy conocido. En realidad no entendía bien a bien qué pasaba hasta que conocí a Pinkililinki. No por él en sí mismo sino por su actitud ante la vida, y hacia las mujeres. Estábamos en una cabaña en Creel, Chihuahua, con un frío del carajo y bebiendo crema de whisky. Mientras él hacía una explicación científica de cómo se podían oler a las mujeres a veinte metros a la redonda, le confesé quiénes eran mis alumnas. Se quedó callado y prendió la televisión. Acaso todo hubiera quedado como estaba si en la pantalla no hubiera aparecido una película de Julissa justo en el momento en que ella se quitaba la ropa. “¿Sigue estando así de buena?”, preguntó. “Por supuesto que no”. Pinkililinki se chupó los labios unos segundos y agregó: “Mátala”. Después de decirle que no mamara (ya veía yo los titulares de los periódicos: "CAS, asesino de Julissa") hizo toda una explicación del porqué era una “felonía” (así dijo) que una mujer así estuviera tomando una clase de literatura. Hasta la fecha sigo considerando su tesis.
En todo caso todas son experiencias que coadyuvan a las historias personales y hacen que uno regrese a tocar piso. Dependiendo de cómo se vislumbren a posteriori, será su valía. Al final, como dijo el maese Óscar Wilde, “el arrepentimiento modifica el pasado”; aunque el mío no ha cambiado en nada.
CAS
lunes, junio 09, 2003
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