sábado, junio 14, 2003

Lecturas iniciáticas

Hoy tengo ganas de ser un poco mamón:

Hablar de los inicios en la lectura de literatura siempre será un asunto complicado; también frívolo. Sin embargo, la necesidad de defenderse del embate del olvido me obliga a hacer esta suerte de recuento, un ejercicio personal en el que buscaré iluminar los ángeles y demonios que me hacen escribir como lo hago ahora. La “ansiedad de la influencia” la había denominado Harold Bloom, aunque a mí me parece más bien un principio de conservación y supervivencia. Pero hay que empezar por el principio, por la pregunta obligada al respecto: ¿para qué leer? Más allá de contestar con el lugar común “porque lo necesito”, habría que sincerarse y poner sobre la mesa las dudas más obvias. ¿En verdad se necesita la lectura? A mi modo de ver desde luego que sí, aunque los cañeros de Zacatepec no estén de acuerdo y consideren un acto sacrílego gastar el dinero en una edición hardcover del Ulises. En una ocasión, por otro lado, caminando por el malecón de La Habana con una caja de libros, adquiridos como una ganga en la librería de Casa de las Américas, un moreno que estaba con otro grupo de morenos me gritó: “Mexicano, ustedes comen libros, ¿verdad?”. Estuve a punto de darle a probar el de hasta arriba para que se diera cuenta de que no sabían tan mal, pero eran cuatro, negros, y muy parecidos a Teófilo Stevenson. Sonreí asintiendo y seguí mi camino.

¿Será cierto, entonces, aquello de que algunos necesitamos de la literatura casi como un buen plato de moros con(tra) cristianos? Puede ser, y habría que documentarlo. En mi caso, según alcanzó a recordar, sucedió casi de manera natural, pues en la casa había libros. Como toda persona que se inicia en las letras, mi niñez literaria tuvo un referente muy claro: las novelas de aventuras. Sobre todo tuve particular interés en Emilio Salgari, Conan Doyle, Dumas, Mark Twain y el maese Julio Verne, un escritor que no ha sido valorado como tendría que serlo, en particular por esa obrita maestra que se llama Miguel Strogoff. Hablamos, en principio, de lecturas serias.

Fue pasando los 15 años que aterricé en un campo un poco más complejo: la poesía. Tristemente, lo confieso, el primer libro de poesía que leí fue una antología de Nicolás Guillén. Pero después llegaron poetas más trascendentes: los Contemporáneos, Elías Nandino, Miguel Hernández y, muy particularmente, Efraín Huerta; sus poemínimos fueron parte fundamental en mi aprendizaje. Por aquellos tiempos, por ahí del año 87, conocí a José Cruz, vocalista y letrista del grupo de blues Real de Catorce. Por un asunto de azar, Pepe apareció en mi casa después de un concierto del Real en el Jardín Borda de Cuernavaca, y platiqué con él. A partir de ahí, Pepe Cruz se convirtió en una de mis influencias más claras. Aunque no tenía un libro publicado, las letras de sus rolas eran poesía pura y, con varios amigos de la misma generación, lo empezamos a considerar nuestro gurú.

Pero la vida da vueltas, y también a veces uno se hace un poco inteligente. Las letras del Real pasaron a segundo término y entré en la universidad. Entonces vino lo importante: Shakespeare. Aunque suene a reiteración, hay que decirlo: el más grande escritor que haya pisado esta Tierra. Dios, pues. Bien dicen que las ideas cambian por una crítica, pero es mucho más fácil que sea así cuando ni siquiera existen ideas. Por eso, después de esa iluminación, supe acaso que también un integrante de una posible trinidad divina era Borges. La complementa Cervantes, por supuesto. También, digamos, están los rusos, pero un poco a la zaga. Como estudié una cuestión rara que los optimistas denominan Estudios Latinoamericanos, recorrí la literatura del subcontinente de pe a pa, con casos notables como Bioy, Felisberto y Onetti. Ya entrado en materia, supe que había italianos: Pavese, Calvino y Landolfi; algunos austriacos: Peter Handke y Thomas Bernhard. También franceses como Proust, Gide, Camus, Yourcenar, Mauriac, Sartre y portugueses como Pessoa, Saramago y Lobo Antunes.

Así fue. Aunque suene extraño, empecé en el siglo veinte y después me fui para tras: Kleist, Goethe, Rimbaud, Baudelaire, Balzac, Swift, Flaubert, Dante, Petrarca y, claro, los españoles, Quevedo, Góngora y Calderón. Mención aparte merecen los ingleses, pues ahora en particular es a lo que me dedico: Coleridge, Stevenson, Keats, Shelley, Byron, y poco después, Lawrence, Lowry, Greene, Evelyn Waugh. Pero si hay que hablar de preferencias o gustos especiales por otras tradiciones, tengo que aludir a la literatura gringa, acaso la que más ha influenciado las letras en la actualidad. De entrada están los genios decimonónicos; Poe y Melville; un poco más atrás Hawthorne y Henry James. Y después los del veinte: Faulkner y Fitzgerald. Al respecto, creo que toda persona que haya nacido en su sano juicio debería leer por lo menos a Faulkner para desquiciarse un poco.

De mis lecturas iniciáticas de autores mexicanos no hablaré, pues es lo que más conozco y podría llevarme más espacio del que ya he tenido a bien abusar el día de hoy. No obstante, hay que decir que existen por lo menos tres autores fundamentales: Paz, Arreola y, sin duda alguna, Rulfo. Por lo demás, siempre se regresará a la lectura de los clásicos, pues hablamos del origen de las cosas. Independientemente de que uno se haya echado a perder y lo más probable es que, como el Quijote o Emma Bovary, enloquezcamos por leer de más, las lecturas que uno hace en la vida es una pequeña historia adicional que se acumula en la propia piel, y hace de los lectores otro hombre ilustrado bradburyiano. Toda lectura, aun cuando sea el enésimo libro que sometemos a nuestra mirada, es un acto de iniciación, único y quizás peligroso.

CAS



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