sábado, junio 21, 2003

María

Dicen las malas lenguas que vino a México a estudiar una maestría en Estudios Latinoamericanos. Yo lo dudo. Durante su primer año abandonó su departamento sólo para ir a clases y, aunque la invitábamos a salir todos los fines de semana, nunca vino con nosotros. Creo que le conté escasas tres cervezas a lo largo de ese año. Al segundo seguí dudando, pero por lo menos ya pudimos amanecer un primero de mayo en el Café Popular: comimos chilaquiles al lado de los compañeros que tendrían que desfilar minutos más tarde. Fue hasta casi empezando el tercer año que la conocí bien a bien, pero no dejé de dudar. Mi querida griega, María Jaidopopulu, salió del clóset y demostró que no sólo era una profesional del tequila sino también en danzas vernáculas griegas. Cuando aprendió salsa (creo que los griegos son los únicos europeos que pueden hacerlo) fue el acabóse.

María-bebedora-de-tequila había terminado sus cursos y su tesis; ahora tenía que recuperar el tiempo perdido. Entonces nos espantamos: habíamos despertando al monstruo. No sólo con su belleza exótica (sobran las alusiones a su perfil) sino también con su desenfreno caótico, inusual en casi todas las mexicanas, María nos había seducido; aunque también nos hechó a perder: era la única que se había aferrado a terminar su maestría a tiempo y dejar lo bueno para después, para vivirlo a plenitud. Se dedicó entonces al hedonismo. Lo mismo posaba para la cámara de un amigo fotógrafo que era la representante de un camarada cantautor. Un día, en el clímax de la fruición, decidió besar sólo a niños de veinte años; son tiernos, decía. Y aunque bien podía pasar por concubina del Mosh, cuando se hacía trencitas su atractivo se potenciaba.

Conmigo era una ultra. Había un pacto místico entre nosotros: no podíamos escuchar la canción “Procura“ de Chichi Peralta sin pararnos en el acto a salsear. Así, cuando bailamos afuera de ese examen de titulación o a la orilla de la aduana en el aeropuerto, la gente, más que vernos como bichos raros, nos observaba con compasión. Incluso le cambiamos la connotación al verbo “procurar”. Sin embargo, un día le fallé. Yo hacía mi luchita con alguien más y, al oír la música, María se paró de inmediato a buscarme. Cuando vio que yo ya procuraba en la pista, pero sin ella, una lágrima descendió por su pómulo helénico y se quejó de mí con todo mundo llamándome “ojete”.

Pero ahora María ha regresado a Grecia y está muy bien, aunque siga de loquita conociendo a mucha gente nueva y su única labor social sea adiestrar a los meseros griegos en asuntos de alcohol, pues se empeñan en servir en las rocas un Cuervo Especial –único tequila más o menos bebible en Atenas (aunque con un poco de suerte se puede encontrar un Hornitos). Por lo demás, es probable que abra una escuela de salsa en alguna de las numerosas islitas perdidas griegas. La última vez que la vi fue el año pasado en su tierra y estaba dispuesta a hacerlo.

Por lo demás, María sigue siendo una mujer sapiente y su filosofía ante la vida no dejará de sorprenderme. Un día me escribió un correo que terminaba así: “... pasé a una fase de mi vida del tipo hay-que-pasarla-bien-y-no-preocuparme-por-mamadas!”

CAS

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