A propósito del día del padre
Mi papá nunca identificó el olor a zorrillo. Mis hermanas y yo siempre insistíamos en que lo oliera al pasar por una carretera. "No huelo nada", dijo invariablemente. Así transcurrió su vida: en la inmunidad ante los zorrillos. Y sin embargo, lo que siempre percibió profundamente fue la sensibilidad de los otros. No en balde era cantante de ópera. Alumno de la mejor cantante de ópera que ha tenido este país, Fanny Anitúa, mi papá supo que el canto era de las pocas manifestaciones artísticas que motivaban, al mismo tiempo, la melancolía y la esperanza. Señores míos, nunca escuché a un tenor mexicano cantar con tanta potencia y sensibilidad E lucevan le stelle de Tosca, por ejemplo. Confieso que era imposible evitar que unas lágrimas, difusas acaso, descendieran por los pómulos de los hombres débiles. Era mi padre, entonces, un hombre bueno. Su bondad estuvo siempre por encima de su ocasional mal carácter y su misión en la vida estuvo enmarcada por una máxima que todo ser humano debería entender como dogma de fe: amar y ser amado.
Desde que nací hasta hoy, a mis escasos 30 años, edad en la que no se sabe nada de la vida, navegué al amparo de su sabiduría y talento, su cariño y honestidad, su bohnomía e intuición. Nunca lo supe a ciencia cierta, pero presentía que muchos añoraban a un padre como el mío. Se fue el viejo, y al rastro de su enseñanza, a lo lejos, no se le ve el comienzo; por eso pudo construir senderos que van a todos esos sitios afables que todavía no comprendo, pero residen ahí donde se dice hay un espíritu. Entonces, era también mi papá un gran tipo, un gran tipo feliz; un gran tipo feliz que irradiaba amor y le gustaba que lo besaran en las mejillas tanto como él disfrutaba besar ojos.
Nunca mencionó la palabra “muerte” cuando rara vez hablaba de la suya misma. Siempre dijo “cuando falte” o “cuando tu mamá y yo faltemos”. Obviamente mis hermanas y yo le mencionábamos que no dijera tonterías. De aquí se desprende que a veces hasta las tonterías se convierten en las realidades más ostensibles, aunque se nieguen como negamos todo lo que nos causa dolor en esta vida. Sin embargo, siempre se rehusó a utilizar la palabra “muerte”, acaso por miedo, acaso por no alterarnos, acaso por saber que toda existencia se fundamenta en presencias y ausencias. Era entonces mi padre un personaje extravagante pero avezado, alegre y erudito, afectuoso e ilustrado.
Su último día, tengo la impresión, se la pasó feliz. Era cumpleaños de mi hermana Lucía y fuimos a desayunar a Sumiya. Llevaba varios días cuidándose por aquello de la diabetes y el ácido úrico. Sin embargo, esa mañana se dio un atracón como hacía mucho tiempo no se lo daba. En ese momento, era mi papá un hombre refinado que había sido gordo y ahora flaco, con setenta kilos menos de los que había pesado en sus buenas épocas. Durante el desayuno platicamos de las ausentes ese día: mi mamá, en Nicaragua tomado algunos cursos de una maestría y la Titi, mi hermana menor, en Alemania, haciendo prácticas en algún hospital perdido de la selva negra. Una coincidencia era que la Titi se fuera el miércoles anterior a su fallecimiento para pasar seis meses en Alemania y mi mamá el último domingo a Nicaragua, donde estaría sólo un par de semanas. Como mi papá sabía que las llamadas a Alemania serían sumamente caras, se vio obligado a comprar una computadora y comunicarse por correo electrónico con su hija. Sería la primera vez que navegaría y mandaría mensajes por el ciberespacio. Era entonces mi padre un hombre práctico que compró una computadora y en su vida envió sólo un mensaje, dirigido a su hija en Alemania, para decirle que la quería mucho y la extrañaba.
Después de desayunar, fue a llevar a Lucía y a su novio Sergio a la terminal de camiones para que se fueran a México. Yo me quedé con él en la casa; hacía mucho que no estábamos solos él y yo. Le dije que la Titi le había enviado un mensaje. Su rostro se iluminó de esa felicidad indescifrable que tiene toda persona que ha venido a esta vida a amar y a ser amado. Lo leyó con la efusión de un niño que recibe un regalo y de inmediato le contestó. Fui yo quien le sirvió de amanuense, pues el pobre escribía cualquier palabra en no menos de cinco minutos. Le mandó un mensaje con las efemérides del día, con algún dato negativo sobre mí que yo me opuse sólo un poco para escribirlo. Después vimos los toros, la corrida de aniversario de la Plaza México, e hizo una ferviente apología de la decisión del juez de plaza de otorgarle un par de orejas al Zotoluco en su segundo de la tarde. “Nada más esa estocada merecía una oreja”, me dijo. Terminada la corrida le pregunté si quería ir al cine y me dijo que no, pues estaba muy cansado y prefería acostarse. Yo me puse a escribir y él se durmió. Entonces, ya cuando me iba a dormir, fui a darle un beso de buenas noches –como casi nunca lo hacía– a ese hombre, que ahora dormía sus últimas horas en esta vida de azares y coincidencias, para pasar al sueño inacabable, ése que registra todo músculo cardiaco que deja de latir. Era entonces un monumental corazón, encerrado por la piel de un hombre que, dicho sea de paso, resultó ser el hombre más extraordinario que jamás se haya parado en esta tierra y en esta Tierra. Lo demás es historia: ambulancia, hospital, horas, lágrimas, llamadas, amigos, ¡muchos amigos!, médicos, rezos, aviones, análisis, viento, tamales, refrescos y otra vez lágrimas, enfermeras, y más amigos, siempre amigos, sangre, incertidumbre, frío, labios partidos, sollozos de hermana y un corazón, el más grande y bondadoso corazón que haya latido, detenido en una sala de terapia intensiva de un hospital de una ciudad de un país de un mundo que dejó de ser el mismo.
Todo esto ocurrió hace dos años y es como si hubiera sido ayer. Ahora, a la distancia, sé que esta vida seguirá su eflujo, pero nunca más sin dolor. Lo único que me queda claro es que jamás quiero volver a percibir el olor a zorrillo.
CAS
domingo, junio 15, 2003
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