"El autor no hace felaciones", confesión invernal de un conspicuo amante de escritoras.
CAS
lunes, diciembre 29, 2003
jueves, diciembre 25, 2003
Cuernavaca I
Cuernavaca fue una ciudad planeada para diez mil habitantes; ahora tiene más de un millón y en temporadas vacacionales aumenta en un cincuenta o sesenta por ciento. Como la zona céntrica está enclavada en sendas barrancas, las veredas para pasar en auto no tienen marcha atrás (dijimos que eran diez mil habitantes, es decir, calles para una sola diligencia); esto, aunado a la omnisciencia de la policía de tránsito --en su mayoría compuesta por memos de época--, hace de mi pueblo natal una urbe incomprensible prefigurada por el caos y la zozobra. Durante muchos años Cuernavaca no tuvo un sistema de drenaje civilizado y los deshechos (léase excremento, orina y guacaras) se iban sin más a las barrancas. Y aunque fueran muy hondas, cuando uno pasaba por ahí debía abstenerse de prender un cerillo para no causar una explosión prodigiosa. El grave problema era que para llegar al desagüe principal, los desperdicios pasaban por numerosos y anchos riachuelos que se extendían a lo largo de la ciudad. Esto es: no había cañería alguna o sistema de entubado por el que pasara asépticamente aquellito. Por eso, los gobiernos locales solían arreglar esos "riachuelos" armando parques y zonas de recreación para maquillar los vertederos; no obstante, la fetidez y uno que otro mojón bien dado revelaban el engaño.
Varios inconvenientes alternos se sumaban a esta ya de por sí crítica situación. Al ser una ciudad mal planeada y, sobre todo, con una topografía sumamente accidentada, las temporadas de lluvia siempre fueron (y son) un suplicio mayúsculo. Sucedía lo siguiente: el drenaje era insuficiente para que circulara tal cantidad de agua, por tanto, en los días de tromba el vital líquido solía salir de las alcantarillas emulando géiseres mesiánicos. Sobra decir de qué iba acompañado semejante expulsión. A más de uno escuché decir "la tierra tiene disentería". Por ese motivo, y para evitar ahogarnos en nuestra propia mierda, alguna autoridad decidió abrir hoyos, de tamaño considerable y en "lugares inofensivos", para que el agua se fuera por ahí. Las consecuencias, por lo demás, siguen comentándose hoy día. La planeación de una ciudad así, en resumidas cuentas, debía ser distinta a la de cualquier lugar plano (hay ciudades planas con otros problemas; por ejemplo, la ciudad de México está en un lago y cada año sufre algunos centímetros de hundimiento. No estaba tan mal don José Vasconcelos cuando hablaba de la Atlántida como el origen de todo en su Raza cómica), pero en Cuernavaca esto nunca sucedió. En esas aciagas temporadas de lluvia, la montaña desborda su fogosidad y las calles en declive se convierten en el acto en ríos memorables. Hay, de hecho, propuestas específicas para, en esa temporada, hacer en Cuernavaca el campeonato nacional de rafting en lugar del río Balsas. Es probable que lo anterior suene a una irrisoria exageración. Impertérrito lector, créalo, no lo es. Por ejemplo, aquel día de esa tormenta espectacular una amiga se bajó del autobús. Había un torrente furioso en la calle. Mi amiga, con sus bien puestas y corpulentas piernas, lo desafió ("que me dura este charquito"). Sólo cuando logró agarrarse de un poste de luz doscientos metros más abajo entendió que con el maestro Tláloc no se jugaba. Su conclusión fue sabia "si no logro sujetarme a ese último poste, me ahogo". Por suerte sólo sufrió raspones y una que otra luxación (por lo demás, esta amiga es un caso perdido: un día se atropelló a sí misma con su auto, pero eso lo contaré en otra ocasión).
Pero no todos sufrieron la misma suerte. Cuando existían esos hoyos de los que hablaba, hubo mucha gente que al ser arrastrada por la violencia de la corriente, se iba por ahí. Los cadáveres eran encontrados cuatro colonias después, sin ropa y con mordidas de rata en el cuerpo. Los hoyos fueron tapados y ahora, por lo menos, la gente ya no acostumbra aparecer en esas ominosas alcantarillas. Todas esas situaciones hacen que Cuernavaca sea, por definición, un ciudad áspera para habitar en tiempo de lluvia. Sin embargo, hace poco sus habitantes fueron testigos de un suceso que la hace asumir más que nunca el mote de ciudad de los muertos (cabe mencionar que durante 22 años de mi existencia, viví en una casa que había sido cementerio prehispánico). Durante los últimos aguaceros, ésos que arrasaron varios poblados de México, el sur de la ciudad no se fue indemne: las calles se inundaron casi un metro en algunas zonas. Una de ellas fue la del panteón de La Paz, acaso el más grande de la región. El agua, en las partes más ostentosas del cementerio, sólo cubrió tumbas y criptas; empero, los predios populares no corrieron con tanta suerte. La tierra mal puesta sobre ataúdes de mala calidad provocó que éstos salieran a la superficie; obvio: al chocar con algún objeto sólido, las cajas se desbarataron y los esqueletos se desperdigaron por el afluente. A la mañana siguiente, ya que había escampado, los habitantes de la zona se transportaron al desenlace de una batalla prehispánica en la que se había olvidado enterrar los cadáveres: cráneos, fémures y columnas vertebrales adornaban las aceras en franca venganza contra los mexicanos por tener esa rara costumbre de burlarse de la muerte. La nota no apareció en ningún periódico; supongo que fue más por autocensura de los editores que por una orden explícita del gobierno. Entre la gente de esas colonias, se supo de la frase de un teporochín que acaso resumía con sapiencia el hecho: "No andaban muertos, andaban de parranda".
CAS
Cuernavaca fue una ciudad planeada para diez mil habitantes; ahora tiene más de un millón y en temporadas vacacionales aumenta en un cincuenta o sesenta por ciento. Como la zona céntrica está enclavada en sendas barrancas, las veredas para pasar en auto no tienen marcha atrás (dijimos que eran diez mil habitantes, es decir, calles para una sola diligencia); esto, aunado a la omnisciencia de la policía de tránsito --en su mayoría compuesta por memos de época--, hace de mi pueblo natal una urbe incomprensible prefigurada por el caos y la zozobra. Durante muchos años Cuernavaca no tuvo un sistema de drenaje civilizado y los deshechos (léase excremento, orina y guacaras) se iban sin más a las barrancas. Y aunque fueran muy hondas, cuando uno pasaba por ahí debía abstenerse de prender un cerillo para no causar una explosión prodigiosa. El grave problema era que para llegar al desagüe principal, los desperdicios pasaban por numerosos y anchos riachuelos que se extendían a lo largo de la ciudad. Esto es: no había cañería alguna o sistema de entubado por el que pasara asépticamente aquellito. Por eso, los gobiernos locales solían arreglar esos "riachuelos" armando parques y zonas de recreación para maquillar los vertederos; no obstante, la fetidez y uno que otro mojón bien dado revelaban el engaño.
Varios inconvenientes alternos se sumaban a esta ya de por sí crítica situación. Al ser una ciudad mal planeada y, sobre todo, con una topografía sumamente accidentada, las temporadas de lluvia siempre fueron (y son) un suplicio mayúsculo. Sucedía lo siguiente: el drenaje era insuficiente para que circulara tal cantidad de agua, por tanto, en los días de tromba el vital líquido solía salir de las alcantarillas emulando géiseres mesiánicos. Sobra decir de qué iba acompañado semejante expulsión. A más de uno escuché decir "la tierra tiene disentería". Por ese motivo, y para evitar ahogarnos en nuestra propia mierda, alguna autoridad decidió abrir hoyos, de tamaño considerable y en "lugares inofensivos", para que el agua se fuera por ahí. Las consecuencias, por lo demás, siguen comentándose hoy día. La planeación de una ciudad así, en resumidas cuentas, debía ser distinta a la de cualquier lugar plano (hay ciudades planas con otros problemas; por ejemplo, la ciudad de México está en un lago y cada año sufre algunos centímetros de hundimiento. No estaba tan mal don José Vasconcelos cuando hablaba de la Atlántida como el origen de todo en su Raza cómica), pero en Cuernavaca esto nunca sucedió. En esas aciagas temporadas de lluvia, la montaña desborda su fogosidad y las calles en declive se convierten en el acto en ríos memorables. Hay, de hecho, propuestas específicas para, en esa temporada, hacer en Cuernavaca el campeonato nacional de rafting en lugar del río Balsas. Es probable que lo anterior suene a una irrisoria exageración. Impertérrito lector, créalo, no lo es. Por ejemplo, aquel día de esa tormenta espectacular una amiga se bajó del autobús. Había un torrente furioso en la calle. Mi amiga, con sus bien puestas y corpulentas piernas, lo desafió ("que me dura este charquito"). Sólo cuando logró agarrarse de un poste de luz doscientos metros más abajo entendió que con el maestro Tláloc no se jugaba. Su conclusión fue sabia "si no logro sujetarme a ese último poste, me ahogo". Por suerte sólo sufrió raspones y una que otra luxación (por lo demás, esta amiga es un caso perdido: un día se atropelló a sí misma con su auto, pero eso lo contaré en otra ocasión).
Pero no todos sufrieron la misma suerte. Cuando existían esos hoyos de los que hablaba, hubo mucha gente que al ser arrastrada por la violencia de la corriente, se iba por ahí. Los cadáveres eran encontrados cuatro colonias después, sin ropa y con mordidas de rata en el cuerpo. Los hoyos fueron tapados y ahora, por lo menos, la gente ya no acostumbra aparecer en esas ominosas alcantarillas. Todas esas situaciones hacen que Cuernavaca sea, por definición, un ciudad áspera para habitar en tiempo de lluvia. Sin embargo, hace poco sus habitantes fueron testigos de un suceso que la hace asumir más que nunca el mote de ciudad de los muertos (cabe mencionar que durante 22 años de mi existencia, viví en una casa que había sido cementerio prehispánico). Durante los últimos aguaceros, ésos que arrasaron varios poblados de México, el sur de la ciudad no se fue indemne: las calles se inundaron casi un metro en algunas zonas. Una de ellas fue la del panteón de La Paz, acaso el más grande de la región. El agua, en las partes más ostentosas del cementerio, sólo cubrió tumbas y criptas; empero, los predios populares no corrieron con tanta suerte. La tierra mal puesta sobre ataúdes de mala calidad provocó que éstos salieran a la superficie; obvio: al chocar con algún objeto sólido, las cajas se desbarataron y los esqueletos se desperdigaron por el afluente. A la mañana siguiente, ya que había escampado, los habitantes de la zona se transportaron al desenlace de una batalla prehispánica en la que se había olvidado enterrar los cadáveres: cráneos, fémures y columnas vertebrales adornaban las aceras en franca venganza contra los mexicanos por tener esa rara costumbre de burlarse de la muerte. La nota no apareció en ningún periódico; supongo que fue más por autocensura de los editores que por una orden explícita del gobierno. Entre la gente de esas colonias, se supo de la frase de un teporochín que acaso resumía con sapiencia el hecho: "No andaban muertos, andaban de parranda".
CAS
martes, diciembre 23, 2003
miércoles, diciembre 17, 2003
martes, diciembre 16, 2003
lunes, diciembre 15, 2003
Saturday night live
¿Cómo narrarlo? Más allá de las convencionales rupturas de tiempo (ésas que ahora los jóvenes consideran iñarrituanas), partiré del origen: la imagen de la niña con los calzoncitos sucios, trepada en un árbol para ver los funerales de la abuela. Bueno, no es esa imagen pero una similar: Turner diciéndole al guitarrista de Café Tacuba "eres malísimo". Yoknapatawphacondesa. Y como la narración que se impone no es precisamente de cortes temporales sino estrictamente caliginosa, trataré de poner a consideración del lector una sucesión de figuras como si se las viera a través de un cristal empañado. Todo empezó en mi casita de la Del Valle, con el Fuc haciendo una exposición sobre la debacle priísta y Turner bebiendo de a vodka por minuto. El Herradura reposado, por su lado, quedó a la mitad y como ejercicio de política cartográfica enumeramos, como quien recita las preposiciones, los últimos diez secretarios de gobernación de este país. La comida nos agarró en La Barraca; comimos tortas inescrutables y paella fría. Fue entonces cuando vino uno de los puntos de ruptura: una mujer se acercó a la mesa; nos besó. Era Azul, pero no Azul la que le hizo una felación a Jermoc hace algunos años en una azotea, bajando me besó y ahora anda con un judicial, sino Azul de Coco, que en ese momento era como Azul y Buenas Noches porque el cabello ya no lo tenía de ese celeste intenso de cuando la conocimos y con el que no quiso bailar conmigo en un antro gay. Supimos quién era cuando vimos a Coco; nos increpó ("¿por qué no fueron a la venta de foto?"). No dijimos nada, pues en nuestros rostros era evidente la realidad cruda; Turner tuvo un conato de vómito. Ciao, ciao y un café. La Selva. Las revelaciones. Haré, sin embargo, un breve paréntesis para que se sepa un poco más acerca de uno de los convidados (el Fuc es un hombre serio: es un economista del Colegio de México que tiene como principal objetivo en la vida usar pantalones de pana y sacos de tweed; además empezó a utilizar anteojos, en parte porque hace intelectual y en parte porque el ocul(t)ista le dijo que de no hacerlo podía matar manejando a una mujer en silla de ruedas. Después de confesarme que ésa era su mayor ilusión, le hice entrar en razón y se compró los lentes. Bien, pues no se los compró una vez sino cinco en dos años. Los primeros fueron a imagen y semejanza de un muchacho que se llama Carlos Elizondo Serra Mayer, tecnócrata que aparecía en un programa que se llama Men and women in black y ahora es asesor foxista; después unos más baratos pero anaranjados y al final unos iguales a los de Henry Kissinger. El caso es que siempre los perdió: unos en el concierto del zócalo de Manú Chao, otros en un antro de ficheras, unos más se los rompí yo al comprobar que su armazón no era, como él había dicho segundos antes, "irrompible"; los últimos desaparecieron el sábado no sabemos en dónde. Perdón, lector, por el paréntesis, pero ya el maestro e.e. cummings lo había dicho: "La vida es un pequeño paréntesis"). El Centenario fue el siguiente paso y ahí se desgajaron las cosas. Tequilas, cervezas y vodka (sobra decir que les gané en dominó) De repente, como si las increpaciones fueran un designio celestial, un hombre feo (como Elba Esther pero en masculino) se acercó a la mesa. Le preguntó a Fuc si era tatuador (minutos antes había pintado en el brazo de Turner CON MI PLUMA CROSS algún símbolo diabólico). El dijo "sí". ¿Me puedes hacer uno aunque sea con pluma --MI PLUMA CROSS CON NUEVO REPUESTO--? Dijo cómo no. Le pintó algo; llegó su mujer, bueno, una niña que acababa de conocer que le besaba el cuello ("Tengo que llevarla a su casa temprano porque vive con sus papás", musitó minutos antes). Así, mientras el Fuc tatuaba a un güey desconocido con MI PLUMA CROSS CONOCIDíSIMA, yo le decía a la chavita que se echara una chela. "No puedo, apenas los conozco y... la verdad me dan miedo". Y cuando pensaba como un tipo como yo podía dar miedo llegó el güey de ¡Toques, joven, toques!... sí, el güey de los toques. Y Turner yo quiero; y el güey siendo tatuado o crossado, Yo también; a ver quién aguanta más, va, una apuesta, va, quien pierda invita la ronda que sigue. ¿Tú no quieres, Carlos? No, gracias, con tanto tequila adentro ahora mismo me rosariocastellanizo. Turner ganó; otra ronda. La niña le decía vámonos. El otro accedió; nos dio su tarjeta. Era editor. Publico bestsellers, mándenme uno. Dijimos que sí. Se fueron. El Fuc sonreía: sintió, con su obra, haber patentado una empresa como Publi Xlll pero en seres humanos.
El primer punto y aparte se debe a que en este momento debimos ir a dormir. Pero, como siempre, algún idiota dijo (es probable que haya sido yo) un último traguito, ¿no? Y mientras buscábamos un congal decente (un eufemismo en la Condesa) alguien tomo mi hombro. Sé, por las películas, que cuando alguien te hace eso es porque te van a pegar, entonces me adelanté. Cuando el puño estaba casi sobre el rostro del miserable, una vocecita dijo "¡Soy yo, Carlos, soy yo!". Era mi amigo Roberto Frías de Barcelona que departía en el antro de al lado con su chava, mi amiga Iliana, y otros cuates. Mua, mua, qué hacen aquí, cenando, ¿cuándo nos vemos? pronto, pronto, Me acuerdo, Roberto, de la vez que en Barcelona nos llevaste a tres bares inexistentes el mismo día, Sí, me acuerdo, lamento, por lo demás, no haberte traído tu absinth, Ejem, ejem, me esperan allá. Abrazos, besos, nos llamamos, bye. Turner y Fuc estaban en la barra. Yo les iba a decir que nos fuéramos, que ese no era el lugar indicado para beber, pero Fuc ya había pedido una bebida azul. El Fuc cada vez que va a algún antro pide siempre una bebida azul sin saber qué es, lo importante es que sea azul. Entonces, ya ahí, ordené un martini ("sin agitar, por favor, mano"). Mientras el dj que estaba enfrente de nosotros en la barra ponía lounge malo, terminábamos nuestros tragos rápidamente, cosa que lamentamos después por el dinero que tuvimos que pagar. Antes de irnos Turner dijo "ella quiera incorporarse a la plática". Atrás de mí había una mujer fatal tomado sola; me hice a un lado, la incorporamos; le pregunté si venía seguido, dijo que sí, diario, ¿Siempre te sientas en la barra? Sí, Sí, siempre se sienta en la barra, interrumpió el dj de enfrente con ojos saltones y espuma en la boca: es mi novia. Ah, la otra sonrió. Odié a Turner. Así, todavía sin saber lo que nos iban a cobrar después, hice una apoloradiografía de las barras de los bares gringos y europeos mientras la-novia-de-diskchucky asentía con pereza. Nos fuimos y entramos a un lugar donde nunca debimos hacerlo, entre otras cosas porque Turner tan pronto vio al guitarrista de Café Tacuba se le lanzó a la yugular ("¡Cómo puede haber alguien tan poco serio para titular un disco Oso!"). Rescatamos al pobre güey; Fuc se la llevó a la calle y yo me encontré al uruguayo (el uruguayo era novio de una amiga que había andado con el mayor dealer de Coyoacán y con el que Olis estuvo a punto de pelearse --sobra decir que yo también le iba a entrar-- un día que el dealer llevaba pistola y nosotros no. Dios bendito no pasó nada. Después el novio fue el uruguayo; recuerdo que en las fiestas aguantaba muy poco alcohol y solía recalar en el sillón de la esquina para dormirse. Tan pronto su novia lo veía ahí, muerto, solicitaba una charola llena de cubas. Acto seguido le habría la boca y le metía una tras otra. Una vez el pobre uruguayo tuvo una congestión). Hola hola, ciao ciao. Era necesario irse.
A la distancia, y al final de esta narración-terapia, es mi deber hacer una reflexión que nos ilustre dónde andamos; sobre todo evidenciar de nuevo la vileza humana y, por extensión, nuestra estulticia: ¿qué chingados hacíamos en la Condesa en antros insufribles, pagando a 95 varos el trago? Al día siguiente, delante de unas soberbias micheladas, nos lo preguntamos. Nadie supo la respuesta. Turner se miró el brazo y vio el crosstatuaje de Fuc. Ya casi no se percibía; se difuminaba en un palmo de piel blanca como la leche y nos hacía pensar, de nuevo, si lo vivido había sido real o una ilusión más, una trampa cotidiana del tiempo, de una perversión mnemotécnica. Cada quien dio su versión de las cosas. Las escenas venían por flashazos, por recortes transversales turbios. La memoria colectiva. Al final coincidimos que de todos modos había sido un sábado más y, como diría el Morc, el siguiente estaba cerca.
CAS
¿Cómo narrarlo? Más allá de las convencionales rupturas de tiempo (ésas que ahora los jóvenes consideran iñarrituanas), partiré del origen: la imagen de la niña con los calzoncitos sucios, trepada en un árbol para ver los funerales de la abuela. Bueno, no es esa imagen pero una similar: Turner diciéndole al guitarrista de Café Tacuba "eres malísimo". Yoknapatawphacondesa. Y como la narración que se impone no es precisamente de cortes temporales sino estrictamente caliginosa, trataré de poner a consideración del lector una sucesión de figuras como si se las viera a través de un cristal empañado. Todo empezó en mi casita de la Del Valle, con el Fuc haciendo una exposición sobre la debacle priísta y Turner bebiendo de a vodka por minuto. El Herradura reposado, por su lado, quedó a la mitad y como ejercicio de política cartográfica enumeramos, como quien recita las preposiciones, los últimos diez secretarios de gobernación de este país. La comida nos agarró en La Barraca; comimos tortas inescrutables y paella fría. Fue entonces cuando vino uno de los puntos de ruptura: una mujer se acercó a la mesa; nos besó. Era Azul, pero no Azul la que le hizo una felación a Jermoc hace algunos años en una azotea, bajando me besó y ahora anda con un judicial, sino Azul de Coco, que en ese momento era como Azul y Buenas Noches porque el cabello ya no lo tenía de ese celeste intenso de cuando la conocimos y con el que no quiso bailar conmigo en un antro gay. Supimos quién era cuando vimos a Coco; nos increpó ("¿por qué no fueron a la venta de foto?"). No dijimos nada, pues en nuestros rostros era evidente la realidad cruda; Turner tuvo un conato de vómito. Ciao, ciao y un café. La Selva. Las revelaciones. Haré, sin embargo, un breve paréntesis para que se sepa un poco más acerca de uno de los convidados (el Fuc es un hombre serio: es un economista del Colegio de México que tiene como principal objetivo en la vida usar pantalones de pana y sacos de tweed; además empezó a utilizar anteojos, en parte porque hace intelectual y en parte porque el ocul(t)ista le dijo que de no hacerlo podía matar manejando a una mujer en silla de ruedas. Después de confesarme que ésa era su mayor ilusión, le hice entrar en razón y se compró los lentes. Bien, pues no se los compró una vez sino cinco en dos años. Los primeros fueron a imagen y semejanza de un muchacho que se llama Carlos Elizondo Serra Mayer, tecnócrata que aparecía en un programa que se llama Men and women in black y ahora es asesor foxista; después unos más baratos pero anaranjados y al final unos iguales a los de Henry Kissinger. El caso es que siempre los perdió: unos en el concierto del zócalo de Manú Chao, otros en un antro de ficheras, unos más se los rompí yo al comprobar que su armazón no era, como él había dicho segundos antes, "irrompible"; los últimos desaparecieron el sábado no sabemos en dónde. Perdón, lector, por el paréntesis, pero ya el maestro e.e. cummings lo había dicho: "La vida es un pequeño paréntesis"). El Centenario fue el siguiente paso y ahí se desgajaron las cosas. Tequilas, cervezas y vodka (sobra decir que les gané en dominó) De repente, como si las increpaciones fueran un designio celestial, un hombre feo (como Elba Esther pero en masculino) se acercó a la mesa. Le preguntó a Fuc si era tatuador (minutos antes había pintado en el brazo de Turner CON MI PLUMA CROSS algún símbolo diabólico). El dijo "sí". ¿Me puedes hacer uno aunque sea con pluma --MI PLUMA CROSS CON NUEVO REPUESTO--? Dijo cómo no. Le pintó algo; llegó su mujer, bueno, una niña que acababa de conocer que le besaba el cuello ("Tengo que llevarla a su casa temprano porque vive con sus papás", musitó minutos antes). Así, mientras el Fuc tatuaba a un güey desconocido con MI PLUMA CROSS CONOCIDíSIMA, yo le decía a la chavita que se echara una chela. "No puedo, apenas los conozco y... la verdad me dan miedo". Y cuando pensaba como un tipo como yo podía dar miedo llegó el güey de ¡Toques, joven, toques!... sí, el güey de los toques. Y Turner yo quiero; y el güey siendo tatuado o crossado, Yo también; a ver quién aguanta más, va, una apuesta, va, quien pierda invita la ronda que sigue. ¿Tú no quieres, Carlos? No, gracias, con tanto tequila adentro ahora mismo me rosariocastellanizo. Turner ganó; otra ronda. La niña le decía vámonos. El otro accedió; nos dio su tarjeta. Era editor. Publico bestsellers, mándenme uno. Dijimos que sí. Se fueron. El Fuc sonreía: sintió, con su obra, haber patentado una empresa como Publi Xlll pero en seres humanos.
El primer punto y aparte se debe a que en este momento debimos ir a dormir. Pero, como siempre, algún idiota dijo (es probable que haya sido yo) un último traguito, ¿no? Y mientras buscábamos un congal decente (un eufemismo en la Condesa) alguien tomo mi hombro. Sé, por las películas, que cuando alguien te hace eso es porque te van a pegar, entonces me adelanté. Cuando el puño estaba casi sobre el rostro del miserable, una vocecita dijo "¡Soy yo, Carlos, soy yo!". Era mi amigo Roberto Frías de Barcelona que departía en el antro de al lado con su chava, mi amiga Iliana, y otros cuates. Mua, mua, qué hacen aquí, cenando, ¿cuándo nos vemos? pronto, pronto, Me acuerdo, Roberto, de la vez que en Barcelona nos llevaste a tres bares inexistentes el mismo día, Sí, me acuerdo, lamento, por lo demás, no haberte traído tu absinth, Ejem, ejem, me esperan allá. Abrazos, besos, nos llamamos, bye. Turner y Fuc estaban en la barra. Yo les iba a decir que nos fuéramos, que ese no era el lugar indicado para beber, pero Fuc ya había pedido una bebida azul. El Fuc cada vez que va a algún antro pide siempre una bebida azul sin saber qué es, lo importante es que sea azul. Entonces, ya ahí, ordené un martini ("sin agitar, por favor, mano"). Mientras el dj que estaba enfrente de nosotros en la barra ponía lounge malo, terminábamos nuestros tragos rápidamente, cosa que lamentamos después por el dinero que tuvimos que pagar. Antes de irnos Turner dijo "ella quiera incorporarse a la plática". Atrás de mí había una mujer fatal tomado sola; me hice a un lado, la incorporamos; le pregunté si venía seguido, dijo que sí, diario, ¿Siempre te sientas en la barra? Sí, Sí, siempre se sienta en la barra, interrumpió el dj de enfrente con ojos saltones y espuma en la boca: es mi novia. Ah, la otra sonrió. Odié a Turner. Así, todavía sin saber lo que nos iban a cobrar después, hice una apoloradiografía de las barras de los bares gringos y europeos mientras la-novia-de-diskchucky asentía con pereza. Nos fuimos y entramos a un lugar donde nunca debimos hacerlo, entre otras cosas porque Turner tan pronto vio al guitarrista de Café Tacuba se le lanzó a la yugular ("¡Cómo puede haber alguien tan poco serio para titular un disco Oso!"). Rescatamos al pobre güey; Fuc se la llevó a la calle y yo me encontré al uruguayo (el uruguayo era novio de una amiga que había andado con el mayor dealer de Coyoacán y con el que Olis estuvo a punto de pelearse --sobra decir que yo también le iba a entrar-- un día que el dealer llevaba pistola y nosotros no. Dios bendito no pasó nada. Después el novio fue el uruguayo; recuerdo que en las fiestas aguantaba muy poco alcohol y solía recalar en el sillón de la esquina para dormirse. Tan pronto su novia lo veía ahí, muerto, solicitaba una charola llena de cubas. Acto seguido le habría la boca y le metía una tras otra. Una vez el pobre uruguayo tuvo una congestión). Hola hola, ciao ciao. Era necesario irse.
A la distancia, y al final de esta narración-terapia, es mi deber hacer una reflexión que nos ilustre dónde andamos; sobre todo evidenciar de nuevo la vileza humana y, por extensión, nuestra estulticia: ¿qué chingados hacíamos en la Condesa en antros insufribles, pagando a 95 varos el trago? Al día siguiente, delante de unas soberbias micheladas, nos lo preguntamos. Nadie supo la respuesta. Turner se miró el brazo y vio el crosstatuaje de Fuc. Ya casi no se percibía; se difuminaba en un palmo de piel blanca como la leche y nos hacía pensar, de nuevo, si lo vivido había sido real o una ilusión más, una trampa cotidiana del tiempo, de una perversión mnemotécnica. Cada quien dio su versión de las cosas. Las escenas venían por flashazos, por recortes transversales turbios. La memoria colectiva. Al final coincidimos que de todos modos había sido un sábado más y, como diría el Morc, el siguiente estaba cerca.
CAS
sábado, diciembre 13, 2003
Las razones por las que los futbolistas mexicanos no tiene suerte en el extranjero son muy sencillas. Por ejemplo, Rafa Márquez no es titular en el Barcelona; para el partido de hoy frente al Español, por la lesión y suspensión de Puyol, pudo jugar de titular y en su posición natural de defensa central. Hace un momento empezó el segundo tiempo en Montjuic y a Márquez lo acaban de expulsar justamente. Por eso sabemos que en el caso del futbol mexicano, pase lo que pase, la suerte está echada.
CAS
CAS
jueves, diciembre 11, 2003
miércoles, diciembre 10, 2003
No comments
Una vez, cuando era gobernador de Guanajuato, le preguntaron a Vicente Fox cuáles eran sus lecturas favoritas. Fox respondió, con toda seguridad como debe hacerlo un mandatario, que los libros sobre liderazgos internacionales: Mahatma Gandhi, Juan Pablo II, Vaclav Havel, Lech Walesa, Mihail Gorbachov; asimismo, dijo que le encantaba leer sobre los cristeros, "ésos son los que me inspiran, me dan fuerza, esa autenticidad de la gente humilde, esa entrega total y absoluta, esa pasión por luchar por un ideal..." Cuando le preguntaron de qué político o pensador había aprendido, no dudó en responder que de Tony Blair, Alberto Fujimori y William Clinton (El Nacional, Suplemento "Lectura", 16 de mayo de 1998). Por eso hay que seguir los consejos de Fox cuando dice que sin la lectura vamos a ser más felices.
CAS
Una vez, cuando era gobernador de Guanajuato, le preguntaron a Vicente Fox cuáles eran sus lecturas favoritas. Fox respondió, con toda seguridad como debe hacerlo un mandatario, que los libros sobre liderazgos internacionales: Mahatma Gandhi, Juan Pablo II, Vaclav Havel, Lech Walesa, Mihail Gorbachov; asimismo, dijo que le encantaba leer sobre los cristeros, "ésos son los que me inspiran, me dan fuerza, esa autenticidad de la gente humilde, esa entrega total y absoluta, esa pasión por luchar por un ideal..." Cuando le preguntaron de qué político o pensador había aprendido, no dudó en responder que de Tony Blair, Alberto Fujimori y William Clinton (El Nacional, Suplemento "Lectura", 16 de mayo de 1998). Por eso hay que seguir los consejos de Fox cuando dice que sin la lectura vamos a ser más felices.
CAS
lunes, diciembre 08, 2003
Gastritis
El reflujo viene como letra capitular en una edición decimonónica con lomo de oro: implacablemente. Sucede, entonces, el sudor y la falta de oxígeno por lo de la revolución interna. La opresión en el pecho, no está de más decirlo, es la del toro al ser marcado por un fierro al rojo vivo (quizá su nombre sea Asterión). Se dice, por tanto, que la única manera de calmar el estallido es atacarlo por dentro. ¿Cómo se apaga el fuego interior de una entraña indescifrable? La espada, Tristán, la imposibilidad. Y aunque el revulsivo sea contundente, los minutos de punzada son similares a parir un dragón. ¡Damas y caballeros, el parto del fuego! En sí, las tesis más arriesgadas revelan una postura conservadora. P-E-R-O-G-R-U-LL-O; explican un asunto acerca de hoyos, de úlceras dantescas duras de combatir. Haré, pues, una analogía: la ebullición en ascenso es como el instante antes de la muerte de los suicidas. El lago Wannsee y dos corazones detenidos o el buque Orizaba y un Hart Crane ahogado; quizás la sensación pueda ser la misma que observar a dos mariquitas pelear a orillas del río Neckar. Mi idea, sin embargo, es la siguiente: verter alcohol en la herida para cauterizar el pasado, al cabo es nuestro deber olvidarlo. El contraveneno correcto hay que llevarlo invariablemente en la cartera; es de sabor espeso y, se dice, hace que a los hombres les crezca el pecho, casi como senos de mujer lactante. Para aquéllos que duden del antídoto, diré hoy y siempre: va mi sable en prenda por una ranitidina.
CAS
El reflujo viene como letra capitular en una edición decimonónica con lomo de oro: implacablemente. Sucede, entonces, el sudor y la falta de oxígeno por lo de la revolución interna. La opresión en el pecho, no está de más decirlo, es la del toro al ser marcado por un fierro al rojo vivo (quizá su nombre sea Asterión). Se dice, por tanto, que la única manera de calmar el estallido es atacarlo por dentro. ¿Cómo se apaga el fuego interior de una entraña indescifrable? La espada, Tristán, la imposibilidad. Y aunque el revulsivo sea contundente, los minutos de punzada son similares a parir un dragón. ¡Damas y caballeros, el parto del fuego! En sí, las tesis más arriesgadas revelan una postura conservadora. P-E-R-O-G-R-U-LL-O; explican un asunto acerca de hoyos, de úlceras dantescas duras de combatir. Haré, pues, una analogía: la ebullición en ascenso es como el instante antes de la muerte de los suicidas. El lago Wannsee y dos corazones detenidos o el buque Orizaba y un Hart Crane ahogado; quizás la sensación pueda ser la misma que observar a dos mariquitas pelear a orillas del río Neckar. Mi idea, sin embargo, es la siguiente: verter alcohol en la herida para cauterizar el pasado, al cabo es nuestro deber olvidarlo. El contraveneno correcto hay que llevarlo invariablemente en la cartera; es de sabor espeso y, se dice, hace que a los hombres les crezca el pecho, casi como senos de mujer lactante. Para aquéllos que duden del antídoto, diré hoy y siempre: va mi sable en prenda por una ranitidina.
CAS
viernes, diciembre 05, 2003
jueves, diciembre 04, 2003
Parque México
El agua se acerca, me dijo. Tenía razón. Dejé de pensar en el sinnúmero de nimiedades que ataban mi memoria y nos levantamos. Sabes para qué sirven los parques, me preguntó. Alcé las cejas pensando que las maravillas son imposibles de enunciar porque se tratan de los juguetes de Dios. Pero ella esperaba que de mi boca saliera cuando menos una palabra. Para vivir, creo, contesté. Pareció satisfecha y seguimos caminando. Olía a lluvia. Más adelante concluí que acaso ella buscaba un respuesta más mundana, circunstancial. Rompí la estela del silencio de varios minutos y agregué: también para jugar, ¿no te parece? Sonrió complacida y se arropó entre mis brazos. Lo curioso fue que no abandonamos el parque, más bien dimos vueltas alrededor. Mientras su espalda se entibiaba con mi cuerpo, me acordé del complejo de surco del que me había hablado. Tres niños lozanos pasaron frente a nosotros persiguiendo una pelota gris. Ella apretó su cintura con la mía. No te parece simpático que se llame Parque México, preguntó. Asentí sin muchas ganas: sabía adónde encaminaba la plática y no quería llegar hasta ahí. Si los parques son para jugar, prosiguió, entonces lo que sucede aquí, en este lugar con este nombre, es el devenir de un espacio bienaventurado, extendido a muchos otros más, indivisibles y perversos. Todos ellos son el país del juego. Caminamos una hora más en silencio. La lluvia nunca llegó.
CAS
El agua se acerca, me dijo. Tenía razón. Dejé de pensar en el sinnúmero de nimiedades que ataban mi memoria y nos levantamos. Sabes para qué sirven los parques, me preguntó. Alcé las cejas pensando que las maravillas son imposibles de enunciar porque se tratan de los juguetes de Dios. Pero ella esperaba que de mi boca saliera cuando menos una palabra. Para vivir, creo, contesté. Pareció satisfecha y seguimos caminando. Olía a lluvia. Más adelante concluí que acaso ella buscaba un respuesta más mundana, circunstancial. Rompí la estela del silencio de varios minutos y agregué: también para jugar, ¿no te parece? Sonrió complacida y se arropó entre mis brazos. Lo curioso fue que no abandonamos el parque, más bien dimos vueltas alrededor. Mientras su espalda se entibiaba con mi cuerpo, me acordé del complejo de surco del que me había hablado. Tres niños lozanos pasaron frente a nosotros persiguiendo una pelota gris. Ella apretó su cintura con la mía. No te parece simpático que se llame Parque México, preguntó. Asentí sin muchas ganas: sabía adónde encaminaba la plática y no quería llegar hasta ahí. Si los parques son para jugar, prosiguió, entonces lo que sucede aquí, en este lugar con este nombre, es el devenir de un espacio bienaventurado, extendido a muchos otros más, indivisibles y perversos. Todos ellos son el país del juego. Caminamos una hora más en silencio. La lluvia nunca llegó.
CAS
martes, diciembre 02, 2003
Argos, di que mi nombre no es Nadie
El calendario cuenta todavía los días de julio, un continuum magnífico que sugiere años apócrifos. Las convocatorias para premios y los avisos de libros nuevos están ya amarillentos, pero sus efigies distinguidas siguen intactas. Sin saberlo a ciencia cierta, es indiscutible que los días de dedo gordo se han multiplicado y dejan visos de tiempo detenido. Es probable (aunque el vértigo eclipse cualquier visión) que sea la imagen del agrimensor frente al castillo. Ahí, en una parte del Aleph, hay una caja con botellas de alcohol; están en la cajuela de un automóvil azul y llevan, si el tiempo de la simultaneidad permite la interpretación, un par de días agriándose por la luz del sol. Tequilasunrise. Quien abra el refrigerador de inmediato pensará en un invierno cruel, de nazi en San Petersburgo por aquello del frío y la falta de alimentos. No es por intrigar pero hablamos de un lugar de crímenes perfectos, calles Morgues extendidas ad infinitum como si se pensara en rieles quebradizos, en durmientes piramidales. Entonces ocurre el sueño, la expresión estética más antigua como lo intuyó Borges. Los pesares, y no hace falta ser oráculo para saberlo, hacen a los hombres artistas potenciales. La diferencia entre ellos estriba entre los que cuentan los segundos de cada minuto y los que no. Acaso también sea la imposibilidad de cohabitar con la mujer amada, la repetición de dinámicas perniciosas día a día o intuir que las opciones de conocimiento son de facto inexistentes. Además hay una cava vacía, dos relojes sin extensibles y el hall es el set idóneo para una selva tropical. La capa de polvo en la pantalla de la televisión hace que los rostros de los hombres se opaquen y se difuminen como si fueran fantasmas perfectos. Y aunque los indicios de una casa en ruinas sean claros porque los libros son patas de mesa, hace falta que el dolor deje de ser mero eufemismo y funcione para lo que fue creado. ¡Va este reino por una miserable cicatriz! Así, Argos, me dirás al fin que mi nombre no es Nadie.
CAS
El calendario cuenta todavía los días de julio, un continuum magnífico que sugiere años apócrifos. Las convocatorias para premios y los avisos de libros nuevos están ya amarillentos, pero sus efigies distinguidas siguen intactas. Sin saberlo a ciencia cierta, es indiscutible que los días de dedo gordo se han multiplicado y dejan visos de tiempo detenido. Es probable (aunque el vértigo eclipse cualquier visión) que sea la imagen del agrimensor frente al castillo. Ahí, en una parte del Aleph, hay una caja con botellas de alcohol; están en la cajuela de un automóvil azul y llevan, si el tiempo de la simultaneidad permite la interpretación, un par de días agriándose por la luz del sol. Tequilasunrise. Quien abra el refrigerador de inmediato pensará en un invierno cruel, de nazi en San Petersburgo por aquello del frío y la falta de alimentos. No es por intrigar pero hablamos de un lugar de crímenes perfectos, calles Morgues extendidas ad infinitum como si se pensara en rieles quebradizos, en durmientes piramidales. Entonces ocurre el sueño, la expresión estética más antigua como lo intuyó Borges. Los pesares, y no hace falta ser oráculo para saberlo, hacen a los hombres artistas potenciales. La diferencia entre ellos estriba entre los que cuentan los segundos de cada minuto y los que no. Acaso también sea la imposibilidad de cohabitar con la mujer amada, la repetición de dinámicas perniciosas día a día o intuir que las opciones de conocimiento son de facto inexistentes. Además hay una cava vacía, dos relojes sin extensibles y el hall es el set idóneo para una selva tropical. La capa de polvo en la pantalla de la televisión hace que los rostros de los hombres se opaquen y se difuminen como si fueran fantasmas perfectos. Y aunque los indicios de una casa en ruinas sean claros porque los libros son patas de mesa, hace falta que el dolor deje de ser mero eufemismo y funcione para lo que fue creado. ¡Va este reino por una miserable cicatriz! Así, Argos, me dirás al fin que mi nombre no es Nadie.
CAS
jueves, noviembre 27, 2003
Hace rato estuve chupando con Willy Fadanelli. El güey me preguntó: "¿qué es un blog?" No mames, si tú tienes uno. "Yo no lo hago, pero me han dicho que existe". No mames. ¿Neto...? Creo que es de un fan. Nomames. Por Dios.
CAS
CAS
martes, noviembre 25, 2003
lunes, noviembre 24, 2003
Le dio una chupada al cigarro y miró el cielo, como anhelando que la lluvia inexistente trabara las palabras. Adolorido la miró de nuevo y tiró la colilla con el índice. El aire era tenue y amable. Ella puso la mano en el hombro de él y lo apretó un poco. Así, con la complacencia encontrada en ese tendón desconcertado, ella musitó desviando la mirada:
--Aprende a perdonarme.
CAS
--Aprende a perdonarme.
CAS
sábado, noviembre 22, 2003
Las gallardas secuelas de una Revolución
Dificilmente se puede escapar a la ley de la gravedad, ésa que hace que las cosas vuelvan a ser como antes y aparezcan, sin más, diligentemente depositadas en un inodoro (fue el día de la Revolución y tuve, de nuevo, que consultar esto para no sentirme solo). Ayer Turner pasó por un café y Nicoménicus por un tónico. Los eufemismos sobran en esta vida: no fue uno de ninguno de los dos. Turner se fue por lo de Isa y Nicoménicus y yo recalamos en el Corona. En el camino repitió sin cesar "amo a una mujer"; ya con la cerveza enfrente confesó: "quedé con ella de contratar a alguien para madrear a su marido". Alcé mi trago y brindé por tiempos mejores. Acto seguido, él se levantó y le declaró su amor a cada una de las mujeres bellas que departían tranquilas en tan insigne sitio. Sólo cuando llegó a una mesa del fondo supe que debía ir a por él y llevarlo a descansar; pero esperé un poco. La escena fue reveladora. Justo cuando unos malhechores golpeaban a un desarrapado, Nicoménicus aprovechó para abordar a la mujer de la víctima. "Te amo", le dijo. Un chisguete de sangre invadió la mesa. "¡Ayúdenlo, por favor!", chillaba exasperada la mujer. Domingo y sus hijos acudieron a la cita y separaron a los rijosos. Nicoménicus insistió: "Le decía que estoy enamorado de usted". El otro sangraba con la boca reventada. Domingo terminó también con la camisa enrojecida. Bebí un sorbo de cerveza al tiempo que Domingo llegaba a la mesa sumamente enfurecido: "¡Llévate a ese cabrón; le está declarando su amor a la vieja del güey madreado. No quiero otra madriza aquí!" Fue así como tuve que ir a por Nicoménicus y hacerlo entrar en razón, aunque todavía en el camino me obligó a pararme en plena colonia Obrera. Había una patrulla. Pensé en una regurgitación. Fallé: meo la patrulla. Huímos. Él dijo eres Automán. No contesté nada, aunque era cierto que le estaba salvando el pellejo. Así, al final todavía cruzamos dos alcoholímetros con la destreza de dos chilangos que han vivido un par de meses en la ignominia. Al llegar a mi casa cometí un error más que pasará a formar parte del volumen Efemérides de un mortal erróneamente conspicuo: le telefoneé a la única persona a quien no debía.
CAS
Dificilmente se puede escapar a la ley de la gravedad, ésa que hace que las cosas vuelvan a ser como antes y aparezcan, sin más, diligentemente depositadas en un inodoro (fue el día de la Revolución y tuve, de nuevo, que consultar esto para no sentirme solo). Ayer Turner pasó por un café y Nicoménicus por un tónico. Los eufemismos sobran en esta vida: no fue uno de ninguno de los dos. Turner se fue por lo de Isa y Nicoménicus y yo recalamos en el Corona. En el camino repitió sin cesar "amo a una mujer"; ya con la cerveza enfrente confesó: "quedé con ella de contratar a alguien para madrear a su marido". Alcé mi trago y brindé por tiempos mejores. Acto seguido, él se levantó y le declaró su amor a cada una de las mujeres bellas que departían tranquilas en tan insigne sitio. Sólo cuando llegó a una mesa del fondo supe que debía ir a por él y llevarlo a descansar; pero esperé un poco. La escena fue reveladora. Justo cuando unos malhechores golpeaban a un desarrapado, Nicoménicus aprovechó para abordar a la mujer de la víctima. "Te amo", le dijo. Un chisguete de sangre invadió la mesa. "¡Ayúdenlo, por favor!", chillaba exasperada la mujer. Domingo y sus hijos acudieron a la cita y separaron a los rijosos. Nicoménicus insistió: "Le decía que estoy enamorado de usted". El otro sangraba con la boca reventada. Domingo terminó también con la camisa enrojecida. Bebí un sorbo de cerveza al tiempo que Domingo llegaba a la mesa sumamente enfurecido: "¡Llévate a ese cabrón; le está declarando su amor a la vieja del güey madreado. No quiero otra madriza aquí!" Fue así como tuve que ir a por Nicoménicus y hacerlo entrar en razón, aunque todavía en el camino me obligó a pararme en plena colonia Obrera. Había una patrulla. Pensé en una regurgitación. Fallé: meo la patrulla. Huímos. Él dijo eres Automán. No contesté nada, aunque era cierto que le estaba salvando el pellejo. Así, al final todavía cruzamos dos alcoholímetros con la destreza de dos chilangos que han vivido un par de meses en la ignominia. Al llegar a mi casa cometí un error más que pasará a formar parte del volumen Efemérides de un mortal erróneamente conspicuo: le telefoneé a la única persona a quien no debía.
CAS
martes, noviembre 18, 2003
lunes, noviembre 17, 2003
Silveti
No había querido escribir acerca del suicidio de David Silveti porque era hacer leña de árbol caído; eso independientemente de que a los suicidas siempre los he despreciado. Pero ayer, platicando con mi mamá y unos amigos, pensé, sin cambiar de opinión sobre las personas que se quitan la vida, que quizás debiera hablar un poco de Silveti, sobre todo porque, sin yo ser un experto en toros, fue al primer torero que vi y por el que me aficioné a la tauromaquia. Me parecía sorprendente que un ser humano hubiera podido tener tantas operaciones y seguir dando naturales con la destreza del más fino esteta. Era entonces Silveti el estereotipo de un hombre biónico y el referente inmediato de la insanidad, si se me permie el término. A ningún torero he visto acercarse tanto a los pitones, mucho menos, con tanta quietud, con tanta temeridad, con tanta, perdón, estupidez. Quizás hoy día sólo José Tomás lo logre. Y está claro que Silveti lo hacía simplemente porque sus rodillas no daban para más y la manera de maquillar su mella física era quedarse quieto como los hombres y esperar la embestida fatal. Lo mejor que le podía pasar era que el toro lo enviara por los aires sin cornarlo y esperar que con la caída no sufriera una rotura de vértebras. Varias veces lo vimos terminar la faena con la taleguilla destazada y someterse a memorables y ovacionadas vueltas al ruedo. Y eso de terminar, lo sabe cualquiera que lo haya visto torear, es un miserable eufemismo, pues Silveti no sabía matar. Al momento de la suerte suprema todo espectador sabía, el propio matador en carne propia sabía, que la posibilidad de una estocada bien puesta era, en sus manos, una broma de mal gusto. Silveti, quizás sin tener conciencia de ello, intuía que a algunos rivales había que dejarlos vivos en el campo de batalla, sin esperar la posibilidad de indulto del juez de plaza. Es probable que su regreso a los ruedos (fue el triunfador en la pasada temporada grande de la Plaza México) estuviera relacionado ya con la idea de quitarse la vida, pues torear en sus condiciones era, en sí, un suicido declarado. Pero nos quedó mal. El miercoles pasado llegó al rancho de su familia en Salamanca; después de saludar a su padre le dijo que se iría a su cuarto para meditar unas horas. Al poco rato un sonido seco y estruendoso le quitaría la vida.
Sigo sin justificar los suicidos, pero he de reconocer que la vida de Silvetti por la gloria de las causas y efectos, sólo pudo tener ese desenlace. Quizás lo que defina su vida de matador sean las palabras que R. Vaillalobos escribió para El País, a propósito de su última corrida en el coso de Insurgentes: "David Silveti perdió cuatro orejas porque no se puede estar peor con la espada, pero tampoco más sublime con la muleta. A pesar de escuchar tres avisos, lo sacaron a hombros y el público salió toreando".
CAS
No había querido escribir acerca del suicidio de David Silveti porque era hacer leña de árbol caído; eso independientemente de que a los suicidas siempre los he despreciado. Pero ayer, platicando con mi mamá y unos amigos, pensé, sin cambiar de opinión sobre las personas que se quitan la vida, que quizás debiera hablar un poco de Silveti, sobre todo porque, sin yo ser un experto en toros, fue al primer torero que vi y por el que me aficioné a la tauromaquia. Me parecía sorprendente que un ser humano hubiera podido tener tantas operaciones y seguir dando naturales con la destreza del más fino esteta. Era entonces Silveti el estereotipo de un hombre biónico y el referente inmediato de la insanidad, si se me permie el término. A ningún torero he visto acercarse tanto a los pitones, mucho menos, con tanta quietud, con tanta temeridad, con tanta, perdón, estupidez. Quizás hoy día sólo José Tomás lo logre. Y está claro que Silveti lo hacía simplemente porque sus rodillas no daban para más y la manera de maquillar su mella física era quedarse quieto como los hombres y esperar la embestida fatal. Lo mejor que le podía pasar era que el toro lo enviara por los aires sin cornarlo y esperar que con la caída no sufriera una rotura de vértebras. Varias veces lo vimos terminar la faena con la taleguilla destazada y someterse a memorables y ovacionadas vueltas al ruedo. Y eso de terminar, lo sabe cualquiera que lo haya visto torear, es un miserable eufemismo, pues Silveti no sabía matar. Al momento de la suerte suprema todo espectador sabía, el propio matador en carne propia sabía, que la posibilidad de una estocada bien puesta era, en sus manos, una broma de mal gusto. Silveti, quizás sin tener conciencia de ello, intuía que a algunos rivales había que dejarlos vivos en el campo de batalla, sin esperar la posibilidad de indulto del juez de plaza. Es probable que su regreso a los ruedos (fue el triunfador en la pasada temporada grande de la Plaza México) estuviera relacionado ya con la idea de quitarse la vida, pues torear en sus condiciones era, en sí, un suicido declarado. Pero nos quedó mal. El miercoles pasado llegó al rancho de su familia en Salamanca; después de saludar a su padre le dijo que se iría a su cuarto para meditar unas horas. Al poco rato un sonido seco y estruendoso le quitaría la vida.
Sigo sin justificar los suicidos, pero he de reconocer que la vida de Silvetti por la gloria de las causas y efectos, sólo pudo tener ese desenlace. Quizás lo que defina su vida de matador sean las palabras que R. Vaillalobos escribió para El País, a propósito de su última corrida en el coso de Insurgentes: "David Silveti perdió cuatro orejas porque no se puede estar peor con la espada, pero tampoco más sublime con la muleta. A pesar de escuchar tres avisos, lo sacaron a hombros y el público salió toreando".
CAS
jueves, noviembre 13, 2003
El factor epazote
En mi casa de Cuernavaca viven Juanito, su marido Pedro y su hija Silvia. Pedro es jardinero y una vez a la semana se encarga de jardín; Juanito, por su parte, del quehacer de la casa. Silvia estudia la preparatoria. Los tres armonizan perfectamente el ambiente familiar junto con mi mamá y una de mis hermanas. Por cierto, para evitar suspicacias de la gente inteligente, Juanito es mujer. Cuando la bautizaron, en algún lugar de la sierra de Hidalgo, sus papás le dijeron al cura en cuestión que querían que se llamara así. "Pero ése es nombre de hombre", atajó el sacerdote. Después de la subsecuente traducción a los padres que nada más hablaban náhuatl, éstos dijeron en tono molesto que se llamaría Juanito y se lo fuera poniendo así, rapidito, si no quería una rebelión indígena en su parroquia. Por eso es Juanito y no Juanita (por lo demás, con una Juanita tengo; por cierto tengo planeado ahogarla a la medianoche), como mis amigos se empeñan en llamarle. Cuando dicen "Buenos días, Juanita", ella lo toma como una ofensa y defiende su verdadero nombre: "Buenos días, señor Francisca", responde fastidiada.
Como paréntesis diré que no pasa nada si a las mujeres se les ponen nombres masculinos: ellas se han cansado de hacer a los hombres a su imagen y semejanza y ponerles nombres femeninos como si pretendieran la castidad divina, entre otros, Guadalupe o María. Algunos padres también andan con la brújula norteada (si se me permite, lector, la tautología) e insisten en llamar a sus hijas "José". Ambos pueden ser, en todo caso, el antecedente de los misteriosos she-male (cuando era niño y aprendía inglés uno de mis traumas era que nunca pude traducir al español el nombre He-man). En Caminos sin ley, la crónica de Graham Greene sobre su primera visita a México en 1938, el maestro inglés hablaba que durante su recorrido por el sórdido estado de Tabasco --recuérdese la persecución católica de Tomás Garrido Canabal y sus camisas rojas-- no dejó de escuchar acerca de un cura alcohólico que deambulaba por ahí. Cuenta Greene que este personaje solía, en estado inconveniente, bautizar a los niños; normalmente daba gato por liebre. Se sabe de una vez en que unos campesinos querían llamar a su niño Fernando y el Padrecito insistió en llamarlo "Brígida". "Pero Padre, si es un hombrecito", "¡Se llamará Brígida, señores, y no quieran enfrentar la ira del Señor!", gritó el cura bebiendo un sorbo de whisky. Sobra decir que este personaje es el origen del whisky priest de El Poder y la gloria. Un caso similar y reciente, le ocurrió a un futbolista de los Tigres. Sus padres querían llamarlo Sidney, como la capital de Australia. Cuando la secretaria que llenaba el acta les preguntó cómo se escribía eso, los padres deletrearon la palabra para que fuera escrita "Sindey". Ahora, algunos compañeros le llaman "El pecado de Dios".
Juanito, más allá de ser la dueña de la casa, pues es la que más tiempo está en ella, tiene ciertas mañas que he intentado quitarle pero no he podido. En particular hay una que me angustia un poco: tiene una extraña propensión al epazote, esto es: le causa un placer místico. La he observado cuidadosamente y su goce es similar al de un raver bebiendo una tacha. No obstante, el problema no es ése, pues propiamente sería un asunto que me tendría sin cuidado. Lo verdaderamente preocupante es que TODO lo cocina con epazote: huevos, frijoles, ensaladas, salsas y un día le puso a un arroz con leche. Vanos han sido mis esfuerzo cuando le digo que, por lo menos-por lo menos-por lo menos, no se lo ponga a los frijoles, pero siempre hace caso omiso de mi sugerencia. Un día estuve tres horas frente a la olla de los frijoles para evitar que les pusiera, pero no sé cómo me distrajo y les puso un poco. Un día mi mamá le dijo a Pedro que quitara algo de epazote del jardín (una franja de diez metros está llena de la plantita) y le contestó muy preocupado que a Juanito le gustaba mucho. Era obvio que le temía más a su esposa que a mi mamá. Por lo demás, cuando Juanito está nerviosa toma un poco de café con epazote y prepara infusiones concentradas para aromatizar el hall de la casa; las visitas dicen siempre que la casa tiene un olor "muy peculiar". Por eso creo que esa distintiva filiación con tan penetrante yerba tiene que ver con el problema de su nombre y ha decidido, acaso sin saberlo, vengarse del mundo miserable que ha tenido a mal nombrarla con nombre de hombre. A fuerza de ser sinceros, he de decir sin cortapisas que ha triunfado.
CAS
En mi casa de Cuernavaca viven Juanito, su marido Pedro y su hija Silvia. Pedro es jardinero y una vez a la semana se encarga de jardín; Juanito, por su parte, del quehacer de la casa. Silvia estudia la preparatoria. Los tres armonizan perfectamente el ambiente familiar junto con mi mamá y una de mis hermanas. Por cierto, para evitar suspicacias de la gente inteligente, Juanito es mujer. Cuando la bautizaron, en algún lugar de la sierra de Hidalgo, sus papás le dijeron al cura en cuestión que querían que se llamara así. "Pero ése es nombre de hombre", atajó el sacerdote. Después de la subsecuente traducción a los padres que nada más hablaban náhuatl, éstos dijeron en tono molesto que se llamaría Juanito y se lo fuera poniendo así, rapidito, si no quería una rebelión indígena en su parroquia. Por eso es Juanito y no Juanita (por lo demás, con una Juanita tengo; por cierto tengo planeado ahogarla a la medianoche), como mis amigos se empeñan en llamarle. Cuando dicen "Buenos días, Juanita", ella lo toma como una ofensa y defiende su verdadero nombre: "Buenos días, señor Francisca", responde fastidiada.
Como paréntesis diré que no pasa nada si a las mujeres se les ponen nombres masculinos: ellas se han cansado de hacer a los hombres a su imagen y semejanza y ponerles nombres femeninos como si pretendieran la castidad divina, entre otros, Guadalupe o María. Algunos padres también andan con la brújula norteada (si se me permite, lector, la tautología) e insisten en llamar a sus hijas "José". Ambos pueden ser, en todo caso, el antecedente de los misteriosos she-male (cuando era niño y aprendía inglés uno de mis traumas era que nunca pude traducir al español el nombre He-man). En Caminos sin ley, la crónica de Graham Greene sobre su primera visita a México en 1938, el maestro inglés hablaba que durante su recorrido por el sórdido estado de Tabasco --recuérdese la persecución católica de Tomás Garrido Canabal y sus camisas rojas-- no dejó de escuchar acerca de un cura alcohólico que deambulaba por ahí. Cuenta Greene que este personaje solía, en estado inconveniente, bautizar a los niños; normalmente daba gato por liebre. Se sabe de una vez en que unos campesinos querían llamar a su niño Fernando y el Padrecito insistió en llamarlo "Brígida". "Pero Padre, si es un hombrecito", "¡Se llamará Brígida, señores, y no quieran enfrentar la ira del Señor!", gritó el cura bebiendo un sorbo de whisky. Sobra decir que este personaje es el origen del whisky priest de El Poder y la gloria. Un caso similar y reciente, le ocurrió a un futbolista de los Tigres. Sus padres querían llamarlo Sidney, como la capital de Australia. Cuando la secretaria que llenaba el acta les preguntó cómo se escribía eso, los padres deletrearon la palabra para que fuera escrita "Sindey". Ahora, algunos compañeros le llaman "El pecado de Dios".
Juanito, más allá de ser la dueña de la casa, pues es la que más tiempo está en ella, tiene ciertas mañas que he intentado quitarle pero no he podido. En particular hay una que me angustia un poco: tiene una extraña propensión al epazote, esto es: le causa un placer místico. La he observado cuidadosamente y su goce es similar al de un raver bebiendo una tacha. No obstante, el problema no es ése, pues propiamente sería un asunto que me tendría sin cuidado. Lo verdaderamente preocupante es que TODO lo cocina con epazote: huevos, frijoles, ensaladas, salsas y un día le puso a un arroz con leche. Vanos han sido mis esfuerzo cuando le digo que, por lo menos-por lo menos-por lo menos, no se lo ponga a los frijoles, pero siempre hace caso omiso de mi sugerencia. Un día estuve tres horas frente a la olla de los frijoles para evitar que les pusiera, pero no sé cómo me distrajo y les puso un poco. Un día mi mamá le dijo a Pedro que quitara algo de epazote del jardín (una franja de diez metros está llena de la plantita) y le contestó muy preocupado que a Juanito le gustaba mucho. Era obvio que le temía más a su esposa que a mi mamá. Por lo demás, cuando Juanito está nerviosa toma un poco de café con epazote y prepara infusiones concentradas para aromatizar el hall de la casa; las visitas dicen siempre que la casa tiene un olor "muy peculiar". Por eso creo que esa distintiva filiación con tan penetrante yerba tiene que ver con el problema de su nombre y ha decidido, acaso sin saberlo, vengarse del mundo miserable que ha tenido a mal nombrarla con nombre de hombre. A fuerza de ser sinceros, he de decir sin cortapisas que ha triunfado.
CAS
lunes, noviembre 10, 2003
sábado, noviembre 08, 2003
Pareciera que el simple hecho de realizar películas familares es una garantía de calidad fílmica. El tema, por ejemplo, de que un hermano escriba el guión y otro dirija es tópico común hoy día (aunque, a fuerza de ser sinceros, en esa dinámica sólo se salvan Ethan y Joel Cohen). En México, dicho sea de paso, tenemos la propuesta autóctona y empeñosa de los hermanos Cuarón. Pero también existen hermanos que llevan a cabo proyectos individuales y sumamente contrastantes, como el maestro Ridley Scott y su hermano idiota, Tony. El término Bros es, entonces, un ícono histórico de la cinematografía que la gran industria de Hollywood se ha dedicado a reproducir como una patente antológica. En ese tenor, los hermanos Wachowsky han comprobado que los genes dominantes en la consanguinidad fílmica son aquéllos que hacen a los hombres un poco más crueles, un poco más frágiles y, sobre todo, un poco más pendejos.
CAS
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miércoles, noviembre 05, 2003
La idea era tener una sesión de películas de los hermanos Cohen. Era de suponer lo que iba a pasar, pero como la buena voluntad todavía existe planeamos todo a la perfección, incluso pusimos fotos de George Clooney en la pared y compramos palomitas. La tragedia empezó cuando alguien dijo "un traguito, ¿no?" Acabo de salir al lugar de los hechos y sólo hay vasos a medias y ceniceros a plenitud. Sobra decir que las películas las dejamos para mejor ocasión. Ahora tengo que ir a dar mi clase a la universidad y no sé qué les voy a decir a los alumnos. Creo que les pasaré Fargo, la tengo aquí a lado; también puedo hacerles una historia del Cruz Azul; quizás lo mejor sea hablarles de las mentiras en la cocina, ésas que abanderan pillos de baja estofa. Así, podré decirles que en Suiza no hay enchiladas suizas, que el pan francés es exclusivo de México, que el café americano sólo se puede pedir en un Vip's o que las milanesas no son de Milán.
CAS
CAS
martes, noviembre 04, 2003
Qué horror: acabo de ver que estoy en Amazon. El único problema es que los culeros me mandan mails para que compre mi propio libro.
CAS
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lunes, noviembre 03, 2003
El maestro Arnulfo, que vive enfrente de mi casa y con quien me estoy poniendo de acuerdo para liquidar a Juanita, vino a arreglar mi repisa. Lo que hizo fue resanar el hoyo de la pared y poner de nuevo los remaches. Cuando acabó le dije "¿Cuánto le debo, maestro?", como siempre que me hace un trabajo. "Ahorita nada, pero ahí se las voy acumulando" (hace poco me había arreglado el bóiler). Entonces me espanté y le di cincuenta pesos ("Tome aunque sea esto ahorita, maestro"). Mi duda es la siguiente: ¿le di poco?, pues cuando lo recibió hizo un gesto así como de "pinche güey malagradecido". Ahora creo, tristemente, que abortará la misión Killing Juanita.
CAS
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El grave problema de los aficionados de los Pumas es que cada vez más se parecen a los fanáticos del América; de ahí se desprende, entonces, que su equipo empiece a ser tan odiado como los Cremas. Por lo demás, siempre olvidan la historia y que un equipo grande se hace con estrellas, y los Pumas sólo tienen dos. ¿Alguien sabrá cuántas tiene el Cruz Azul?
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viernes, octubre 31, 2003
Creo que hoy más que nunca padezco la crisis del doctorado. Recuerdo a mis amigos muertos y sus efigies magníficas. También, y hasta hoy lo percibo, las horas se mueven más lento, como esperando desencantadas a su redentor. Sísifo. Hace unos días, mientras dormía, estuve a punto de morir aplastado por una sección amarilla que se cayó de una repisa. Me salvé, pues la guía de la ciudad de México le aplana el cráneo a cualquiera. Ésa es una ventaja de dormir de lado. Además, de nuevo me doy cuenta de que necesito una señora que haga el quehacer: por más que me he esforzado, no logro que los recovecos del escusado queden limpios. Por eso, después de más de doce años, he decidido volver a componer canciones; mis guitarras siguen en buen estado y están menos empolvadas que mi casa. Supongo que eso será mejor que elaborar un modelo teórico sobre descolonización y resistencias culturales. La gota que derrama el vaso es que al rato voy al aeropuerto a conocer al hijo de Jermoc (el miserable no quiso presentárnoslo: "no le voy a enseñar a mi hijo una banda de borrachos perdidos"); le llevo un suetercito que le regala Miriam. Es multicolor. Seguramente, como el chamaco es mitad alemán y crece rápido, se lo pondrán sólo algunos meses. A Miriam le gustó mucho, dijo que estaba divino. De hecho fueron sus últimas palabras: hoy en la mañana, después de tres años, decidimos tomar caminos distintos.
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martes, octubre 28, 2003
Me acabo de encontrar este texto; lo escribí hace casi siete años. Quizás publicarlo sea un exceso pero me sirve de terapia. Así me ahorro el psicoanalista.
Paz
Fue Sergio Valero quien me dijo, "vamos al baile, Carlos". Yo en realidad no supe qué decir. Por un lado soy pésimo bailarín, sobre todo cuando se trata de salsa. Pero lo que más me causó aversión fue que el celebrado baile tendría lugar en el comedor universitario de CU, el lugar que más odié durante mis primeros años en la licenciatura. Quién haya comido alguna vez en el comedor sabe a qué me refiero. La comida cuesta --hace cinco años costaba-- entre tres y cuatro pesos, y le servían a uno algo así como salchichas, de muy dudosa procedencia, con algo de papas; en el mejor de los casos había huevos estrellados, que la gente comía con la boca a escasos cinco centímetros del plato en aquellas mesas solitarias y desencantadas. Patético. Sólo fui un par de veces y juré no regresar.
Sin embargo esa noche había que hacer algo, teníamos que movernos. Estaba con Sergio y Alan Sandoval en el metro Miguel Ángel de Quevedo y accedí a ir al baile. Sergio, con el aire de seguridad propio solamente de quien da órdenes, dijo: "Perfecto, nada más llamo al chofer". El chofer que pasaría por nosotros era la chava en turno de Sergio, de la que por razones de pudor, autocensura y seguridad, omitiré su nombre. Por supuesto que no es gratuito. Para empezar se trataba de una mujer que era ex de otro amigo nuestro, con el que había pasado los últimos siete años y que la cambió por una niña de dieciocho que escribía cuentos sobre gatos y choques eléctricos. Cuando esta mujer, que para darle cierto rasgo de carácter llamaré Juana Inés, fue abandonada por el otro (por cierto, la última vez que los vimos juntos fue en una comida en casa de Rodrigo Alemany y Claudia, cuando éstos todavía andaban juntos; el ambiente fue inquisitorial y peligroso por los ojazos de pistola que se echaban entre todos), intentó cerrar un capítulo en su vida y se dedicó a ligarse a los amigos de su ex. El primer intento fue con Cuitláhuac Quiroga, con quien quedó de verse un viernes en el bar clandestino en casa de Natalia Toledo. Pero Cuitláhuac, muy hábilmente sabiendo de qué tipo de mujer se trataba, no llegó nunca a la cita. Lo peor fue que yo ese día también estaba en casa de Natalia y, como es de suponer en un lugar tan pequeño, me la encontré, no sin que antes pasara tres veces frente a mí como diciéndome I?m here, you stupid bastard. Hubiera sido ridículo que pasara una cuarta, así que decidí saludarla. Platicamos un buen rato, habrá sido una hora, en la que ella habló 58 minutos y yo dos y únicamente con onomatopéyicos. Después le dije que tenía que ir con mis amigos. Nos despedimos, no sin que antes me escribiera su teléfono en un papelito, diciéndome con sonrisa entrecortada que fuera a su casa para que me preparara un café turco.
Hay veces que uno presiente cierto tipo de cosas, como arriesgadas o comprometedoras, y es cuando se deben seguir los pasos de los amigos. Como lo hizo Cuitláhuac, no le hablé nunca, no tenía ganas de averiguar los enigmas nocturnos del café turco. El que sí lo hizo fue Sergio. Uno de esos días famosos a principios de 1996, estaba yo en mi casa con Rodrigo, quien se ponía un borrachera de miedo. Entre una cuba y otra me dice: "Sabes que Sergio anda con Juana Inés. Ya viven juntos". No era posible. Acababa de ver a Sergio una semana antes y me había dicho que su corazón estaba en Jalapa. Como no le creí a Alemany, que para ese momento ya había vomitado por primera vez, le hablé a Sergio a su nueva casa y me contestó Juana Inés. Después de las formalidades que implica un saludo por teléfono me pasó a Sergio y pude constatar que Alemany tenía razón: Sergio, efectivamente, había sucumbido ante Juana Inés. Después me enteré que se habían encontrado en casa de Natalia y Sergio había decidido probar el café turco esa misma noche.
Sergio y Juana Inés vivieron cuatro meses juntos, mismos que Sergio padeció un sentimiento encontrado: quería irse y no; aun cuando no sintiera nada por ella, no pagaba un centavo de renta, pues vivían en casa de ella, pero, sobre todo, por instinto de supervivencia: las primeras tres semanas Juana Inés ya le había echado el coche encima un par de veces cuando Sergio le decía "Ya me voy". Era tal el grado de esquizofrenia de Juana Inés que un "ya me voy [al trabajo]", lo interpretaba como un "ya me voy [de la casa]". Cuatro meses después, cuando Sergio ya había aprendido a lidiar autos, decidió tomar el toro por los cuernos y marcharse de la casa. Me parece que la osadía le costó golpes y mordidas en brazos y piernas, un encierro de una hora en la farmacia de la esquina porque Juana Inés no lo dejaba salir y haber perdido en la trifulca el ejemplar de mi tesis que le había regalado. Pero antes de que todo esto sucediera, en una noche lluviosa de junio, el chofer pasó por nosotros a la estación de metro Miguel Ángel de Quevedo.
Al llegar al comedor, entramos muy seguros de nosotros mismos, con caras de Antonio Banderas dispuestos a ligar a la primera chavita que pasara frente nosotros. Pasaron varias y ninguna quiso saborear las delicias de un escritor en brama, que les recitaría versos repletos de lascivia al oído mientras bailaban con los cuerpos pegados, hinchados, llenos de sudor y las mejillas en el pecho, escuchando los latidos de un corazón pedestre y arisco, que en clave morse expresaría frases tan imprescindibles como las de los hombres verdaderos, aquéllos que le faltan al respeto al más pintado para después ser puestos en el suelo con volados retardados de izquierda.
Lo primero que vimos fue a Claudia, la ex de Alemany, acompañada de varios amigos. Teníamos como tres meses sin verla porque, cuando terminó con Rodrigo, decidió cortar de tajo la relación con todos los amigos de Alemany. Ya cuando la dejábamos para pasar a lo que íbamos, el tiempo se detuvo por algunos minutos. Ahí estaba ella, esa mujer vestida de negro que no dejaba de mirar al frente como observando la eternidad, como arguyendo sílabas inconexas que se le quedaban en la garganta, detenidas al subir sus cejas de escuadra, su sonrisa altiva pero seductora, su cabello que por la oscuridad se proyectaba seco y parco pero brillando sobre toda la mesa. Era, sin saberlo, el leit motiv de mis impulsos, de la estética, de la única mujer que me había capturado con sólo verla en los últimos diez meses. Saludó a Sergio muy efusivamente, como lo había hecho conmigo también el día en que nos conocimos. Quise hacer los mismo pero mi pudor, la ausencia de una razón extremadamente poderosa para seducir a alguien nueve años mayor o quizás la calma, la oscuridad, Claudia, Alan, Juana Inés que nos miraba sorprendida, me evidenciaron y fueron capaces de que mi ingenuidad disfrazada de indiferencia, transgrediera de nuevo las reglas naturales, haciéndome dar la vuelta y encontrar la pista repleta también de mujeres hermosas, que pasaban otra vez sin verme, para encontrarse con sujetos arrabaleros, de playeras rotas y aretes dorados en las fosas nasales. Sin voltear me di cuenta de cuando Sergio la dejó, para que volviera a sentarse y ubicar sus brazos chilenos sobre la mesa, beber un sorbo de la cerveza de seis pesos y sostener de nuevo la situación sobre sus cejas. Era Paz, chilenísima como la Claudia, como Alemany, como las empanadas de carne molida que había comido los últimos meses. Era Paz Echenique, que después sería como también en un instante dejaría de ser. Supe que puso la cerveza sobre la mesa y me miró. Nadie me lo dijo, lo sentí sobre mi espalda, como caricia. Supe que me miró una segunda vez y me di cuenta de que la noche no sería corta.
PD. El tiempo, sin embargo, es pernicioso: mi amigo Alan murió dos años después, a los treinta; a Sergio lo sigo viendo seguido y, además de ser vuevamente becario del Fonca, escribe la biografía de un exboxeador; en Monterrey, Cuitláhuac salió del clóset; Juana Inés se casó con un muchacho 15 años menor que ella, tuvieron un chamaco y ya se separaron; yo aprendí a bailar salsa y me cambió la vida; de lo que pasó con Paz ya hablaré después. Hacía tiempo que no sabía de ella, pero me encontré a un ex suyo y me dijo que tenía un hijo y era feliz.
CAS
Paz
Fue Sergio Valero quien me dijo, "vamos al baile, Carlos". Yo en realidad no supe qué decir. Por un lado soy pésimo bailarín, sobre todo cuando se trata de salsa. Pero lo que más me causó aversión fue que el celebrado baile tendría lugar en el comedor universitario de CU, el lugar que más odié durante mis primeros años en la licenciatura. Quién haya comido alguna vez en el comedor sabe a qué me refiero. La comida cuesta --hace cinco años costaba-- entre tres y cuatro pesos, y le servían a uno algo así como salchichas, de muy dudosa procedencia, con algo de papas; en el mejor de los casos había huevos estrellados, que la gente comía con la boca a escasos cinco centímetros del plato en aquellas mesas solitarias y desencantadas. Patético. Sólo fui un par de veces y juré no regresar.
Sin embargo esa noche había que hacer algo, teníamos que movernos. Estaba con Sergio y Alan Sandoval en el metro Miguel Ángel de Quevedo y accedí a ir al baile. Sergio, con el aire de seguridad propio solamente de quien da órdenes, dijo: "Perfecto, nada más llamo al chofer". El chofer que pasaría por nosotros era la chava en turno de Sergio, de la que por razones de pudor, autocensura y seguridad, omitiré su nombre. Por supuesto que no es gratuito. Para empezar se trataba de una mujer que era ex de otro amigo nuestro, con el que había pasado los últimos siete años y que la cambió por una niña de dieciocho que escribía cuentos sobre gatos y choques eléctricos. Cuando esta mujer, que para darle cierto rasgo de carácter llamaré Juana Inés, fue abandonada por el otro (por cierto, la última vez que los vimos juntos fue en una comida en casa de Rodrigo Alemany y Claudia, cuando éstos todavía andaban juntos; el ambiente fue inquisitorial y peligroso por los ojazos de pistola que se echaban entre todos), intentó cerrar un capítulo en su vida y se dedicó a ligarse a los amigos de su ex. El primer intento fue con Cuitláhuac Quiroga, con quien quedó de verse un viernes en el bar clandestino en casa de Natalia Toledo. Pero Cuitláhuac, muy hábilmente sabiendo de qué tipo de mujer se trataba, no llegó nunca a la cita. Lo peor fue que yo ese día también estaba en casa de Natalia y, como es de suponer en un lugar tan pequeño, me la encontré, no sin que antes pasara tres veces frente a mí como diciéndome I?m here, you stupid bastard. Hubiera sido ridículo que pasara una cuarta, así que decidí saludarla. Platicamos un buen rato, habrá sido una hora, en la que ella habló 58 minutos y yo dos y únicamente con onomatopéyicos. Después le dije que tenía que ir con mis amigos. Nos despedimos, no sin que antes me escribiera su teléfono en un papelito, diciéndome con sonrisa entrecortada que fuera a su casa para que me preparara un café turco.
Hay veces que uno presiente cierto tipo de cosas, como arriesgadas o comprometedoras, y es cuando se deben seguir los pasos de los amigos. Como lo hizo Cuitláhuac, no le hablé nunca, no tenía ganas de averiguar los enigmas nocturnos del café turco. El que sí lo hizo fue Sergio. Uno de esos días famosos a principios de 1996, estaba yo en mi casa con Rodrigo, quien se ponía un borrachera de miedo. Entre una cuba y otra me dice: "Sabes que Sergio anda con Juana Inés. Ya viven juntos". No era posible. Acababa de ver a Sergio una semana antes y me había dicho que su corazón estaba en Jalapa. Como no le creí a Alemany, que para ese momento ya había vomitado por primera vez, le hablé a Sergio a su nueva casa y me contestó Juana Inés. Después de las formalidades que implica un saludo por teléfono me pasó a Sergio y pude constatar que Alemany tenía razón: Sergio, efectivamente, había sucumbido ante Juana Inés. Después me enteré que se habían encontrado en casa de Natalia y Sergio había decidido probar el café turco esa misma noche.
Sergio y Juana Inés vivieron cuatro meses juntos, mismos que Sergio padeció un sentimiento encontrado: quería irse y no; aun cuando no sintiera nada por ella, no pagaba un centavo de renta, pues vivían en casa de ella, pero, sobre todo, por instinto de supervivencia: las primeras tres semanas Juana Inés ya le había echado el coche encima un par de veces cuando Sergio le decía "Ya me voy". Era tal el grado de esquizofrenia de Juana Inés que un "ya me voy [al trabajo]", lo interpretaba como un "ya me voy [de la casa]". Cuatro meses después, cuando Sergio ya había aprendido a lidiar autos, decidió tomar el toro por los cuernos y marcharse de la casa. Me parece que la osadía le costó golpes y mordidas en brazos y piernas, un encierro de una hora en la farmacia de la esquina porque Juana Inés no lo dejaba salir y haber perdido en la trifulca el ejemplar de mi tesis que le había regalado. Pero antes de que todo esto sucediera, en una noche lluviosa de junio, el chofer pasó por nosotros a la estación de metro Miguel Ángel de Quevedo.
Al llegar al comedor, entramos muy seguros de nosotros mismos, con caras de Antonio Banderas dispuestos a ligar a la primera chavita que pasara frente nosotros. Pasaron varias y ninguna quiso saborear las delicias de un escritor en brama, que les recitaría versos repletos de lascivia al oído mientras bailaban con los cuerpos pegados, hinchados, llenos de sudor y las mejillas en el pecho, escuchando los latidos de un corazón pedestre y arisco, que en clave morse expresaría frases tan imprescindibles como las de los hombres verdaderos, aquéllos que le faltan al respeto al más pintado para después ser puestos en el suelo con volados retardados de izquierda.
Lo primero que vimos fue a Claudia, la ex de Alemany, acompañada de varios amigos. Teníamos como tres meses sin verla porque, cuando terminó con Rodrigo, decidió cortar de tajo la relación con todos los amigos de Alemany. Ya cuando la dejábamos para pasar a lo que íbamos, el tiempo se detuvo por algunos minutos. Ahí estaba ella, esa mujer vestida de negro que no dejaba de mirar al frente como observando la eternidad, como arguyendo sílabas inconexas que se le quedaban en la garganta, detenidas al subir sus cejas de escuadra, su sonrisa altiva pero seductora, su cabello que por la oscuridad se proyectaba seco y parco pero brillando sobre toda la mesa. Era, sin saberlo, el leit motiv de mis impulsos, de la estética, de la única mujer que me había capturado con sólo verla en los últimos diez meses. Saludó a Sergio muy efusivamente, como lo había hecho conmigo también el día en que nos conocimos. Quise hacer los mismo pero mi pudor, la ausencia de una razón extremadamente poderosa para seducir a alguien nueve años mayor o quizás la calma, la oscuridad, Claudia, Alan, Juana Inés que nos miraba sorprendida, me evidenciaron y fueron capaces de que mi ingenuidad disfrazada de indiferencia, transgrediera de nuevo las reglas naturales, haciéndome dar la vuelta y encontrar la pista repleta también de mujeres hermosas, que pasaban otra vez sin verme, para encontrarse con sujetos arrabaleros, de playeras rotas y aretes dorados en las fosas nasales. Sin voltear me di cuenta de cuando Sergio la dejó, para que volviera a sentarse y ubicar sus brazos chilenos sobre la mesa, beber un sorbo de la cerveza de seis pesos y sostener de nuevo la situación sobre sus cejas. Era Paz, chilenísima como la Claudia, como Alemany, como las empanadas de carne molida que había comido los últimos meses. Era Paz Echenique, que después sería como también en un instante dejaría de ser. Supe que puso la cerveza sobre la mesa y me miró. Nadie me lo dijo, lo sentí sobre mi espalda, como caricia. Supe que me miró una segunda vez y me di cuenta de que la noche no sería corta.
PD. El tiempo, sin embargo, es pernicioso: mi amigo Alan murió dos años después, a los treinta; a Sergio lo sigo viendo seguido y, además de ser vuevamente becario del Fonca, escribe la biografía de un exboxeador; en Monterrey, Cuitláhuac salió del clóset; Juana Inés se casó con un muchacho 15 años menor que ella, tuvieron un chamaco y ya se separaron; yo aprendí a bailar salsa y me cambió la vida; de lo que pasó con Paz ya hablaré después. Hacía tiempo que no sabía de ella, pero me encontré a un ex suyo y me dijo que tenía un hijo y era feliz.
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martes, octubre 21, 2003
Mañana miércoles presentamos el libro colectivo de ensayos Juan José Arreola. Aproximaciones. El bisne es en la sala Adamo Boari del H. Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México a las siete de la noche. Los presentadores serán Felipe de Jesús Hernández, Felipe Vázquez, Alberto Cue y su servilleta. Habrá chupe y bocadillos de honor. La importancia de asistir al antes mencionado convite es que ahí se darán los detalles, señales y pelos de la fiesta del próximo viernes patrocinada por Pinkililinki. Va y salú.
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domingo, octubre 19, 2003
El miércoles una alumna me preguntó: "¿Podemos traer a nuestros novios a la clase?" Siempre he sido un obstinado del lenguaje y más allá de que la palabra que más utilice, como buen mexicano, sea el término "güey" (según el docto criterio de los maestros del Diccionario de la Real Academia, "persona tonta o palabra para dirigirse a alguien que se ha tropezado"), hay términos que me ponen entre la espada y la pared. Recuerdo que en Historia del cerco de Lisboa de José Saramago, el corrector del libro sobre el cerco aumenta una palabra, un insignificante "no". La historia portuguesa, entonces, cambia en su totalidad. Asimismo, me viene a la mente la vez en que este muchacho delincuente que debiera estar en la cárcel, Óscar Espinosa Villarreal, en una entrevista de banqueta dijo "El problema es que hemos dejado que la policía se corrompa en exceso". Esto cuando era regente del D.F. Y ahora que mis bienamadas alumnas me pedían lo anterior, sólo pude pensar en una horda de bárbaros atomizando mi clase, haciéndoles cuchi-cuchi a sus respectivas susodichas. Además, la comisionada de dicha increpación no me preguntó "¿Puedo traer a mi novio?", sino que utilizó impunemente un plural caótico y, digamos, incomprensible para un servidor. La palabra "nuestros" de entrada me hizo pensar en una cofradía de sementales que, entre otras muchos servicios, se prestaban como siervos de compañía en las clases de redacción y si en algún momento el maestro osaba corregir a su ama(da), le cortaban un dedo al mentor con una daga escrupulosamente escondida en su librea. Eso independientemente de que más de uno ya le ha gruñido al antes mencionado personaje cuando llega a impartir cátedra cada semana. No habría problema, por lo demás, si ese personaje fuera alguien desconocido, cosa que, hoy día, es algo que empiezo a anhelar, pues nuestros nombres coinciden en todas sus letras. Creo que de hoy en adelante empezaré a enviarlo a él para quedarme en casa. Finalmente, pensar en esa ya consumada legión de novios, puede tener sus ventajas: utilizarlos como mulas de carga y fuetearlos cuando levanten la mirada. De eso me encargo, pues esto de ser maestro tiene sus prerrogativas y beneficios. Por eso, sin pensarlo mucho y emulando a Saramago, dije sin más "no".
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miércoles, octubre 15, 2003
Proxenetismo y De la Cruz
Si alguna vez me veo en dificultades y el lado ingrato de la literatura me atrapa para ya no darme de comer, me dedicaría a proxeneta. La habilidad para facilitar amores ilícitos o peligrosos la arrastro desde que a mi primo Xavier le presenté a mi amiga Libertad, un affaire incomprensible que tuvo sus instantes endémicos en un cuarto de azotea en la H. colonia de la Sta. María La Ribera de la ciudad de México. La ruta trágica siguió con el romance entre mi amigo José Carlos y mi prima Cris, que terminó cuando la ingrata, que vivía en Irlanda, tuvo la oportunidad de engañarlo con un Johnny Walker cualquiera, quien por cierto tenía la osadía de beber Guiness. Otro éxito como empresario amoroso fue cuando presenté a mi primo Cacho con una vieja compañera de la universidad llamada Laura. Creo que se llevaron bien mientras duró, esto es, cuando Laura se enteró de que Cacho tenía un par de novias más. Enloquecida después de beberse un litro de tequila, se tragó un frasco de tranquilizantes y quiso electrocutar a mi primo con la puerta eléctrica de su casa. Minutos después, en un momento de lucidez, concluyó que lo mejor era echarle gasolina y prenderle fuego. Cacho logró convencerla de que eso no era lo adecuado, pero lo que no pudo evitar fue que le arrancara un pedazo de carne del antebrazo. Además, también hice lo propio con el Serge y Dianchen y, tiempo después, con el Fuc y otra amiga de la que todavía no puedo decir su nombre.
Estas experiencias me llevan a la conclusión de que tendría mínimo las cartas credenciales para poderme dedicar a tan digna profesión, sobre todo cuando empiezan a suceder en mi casa y el mismo día en que introduzco a los actores. Mi amigo Gerardo de la Cruz, escritor, domador de gatos, bebedor de café con marihuana y corrector del Plan Nacional de Cultura de Sari Bermúdez, llegó un día a mi casa. Cabe destacar que, en ese tiempo, vivía a tres cuadras en un departamento que conocí antes que él, incluso hice una fiesta ahí. Era casa de una amiga gringa, Kim Silver, muy parecida a Delacroix pero con la salvedad de que su gato estaba lisiado por haber perdido una de sus vidas al caerse a la calle desde el tercer piso. Coincidencias de la vida, y yo que pensaba no volver a ver ese insigne sitio. Pero regresando, Delacroac-bebedor-además-de-whisky llegó a mi casa cuando yo estaba con dos amigas. A este miserable siempre le brillan los ojitos cuando la aritmética tiende tanto a los números pares como a las igualdades genéricas, en este caso, dos güeyes y dos viejas. Pero tampoco existió la posibilidad de decirle que la cosa era tranquila. Al cabo de unos tragos, una de ellas se fue y quedamos sólo tres, si las matemáticas no me fallan ahora, como me fallaron esa noche. Dos segundos después entendí qué pasaba; les dije que me iba a dormir pero no me hicieron caso. Sólo alcancé a estirarle un condón y darle una palmada paternal en la espalda. A las seis de la mañana me despierta mi amiga diciéndome: “Acompáñame al metro”. Las mujeres, en sentido estricto, tienen ciertos momentos en que carecen de cualquier sentido, incluso del estricto, y ahora, después de haberse tirado a Delacrush en la sala de mi casa, venía a que la acompañara.
–Dile a ese güey que te acompañe, al cabo que vive por ahí.
–Pero si apenas lo conozco.
El conocimiento entre los seres humanos, bien dicen los especialistas en la materia, sucede con el paso de muchos años, y a veces ni siquiera se logra. Por eso se piensa que el entendimiento del alma es lo más complicado que existe en la vida; el contacto físico, en cambio, se lleva a cabo sin que nos enfrentemos a problemas éticos o morales. De ahí que podamos saludar de mano a un desconocido, besar en la mejilla a alguien que recién nos presentaron, darle un abrazo a quien nunca hemos visto y acaba de perder a un ser querido o cogerse a la amiga de un amigo después de escasas tres cubas.
Pero Delascruzadas aparece en otra anécdota oscura que bien cabría de nuevo en la temática. Un día, viernes en la noche, me habla:
–¿Qué onda?
–Pues hay una fiesta en casa de Tom, un amigo belga –le digo.
–OK. Te caigo ahorita en tu casa para calentar motores.
De la + llegó con una amiga de la que me reservo el nombre, pues es la protagonista de la historia. Llegamos en banda, como diez amigos más, a la fiesta. Nos abrió la puerta Kent, camarada que tiene una chava que se llama Barbie Malibú; los dos son pintores. Parece que en París vendían bien su trabajo, pero en México se dieron cuenta de que la cosa sería más difícil. Así, tuvieron que trabajar de modelos. También les iba bien. Ahora me dicen que están en Milán dedicándose a lo que verdaderamente les alimenta el espíritu: el arte. No quiero ser inmoral, pero en Milán están los diseñadores y las pasarelas más importantes del mundo.
–¡Quiubo, Kent! ¿Cómo estás?
Como sucede en las fiestas de extranjeros en cualquier país, en ellas se encuentra por completo la legión extranjera, y ésta no fue la excepción. La amiga de Delacroce ubicó de inmediato a un alemán que parecía diez años menor que ella. Después de un rato, como debíamos ir a otra fiesta, tuvimos que arrancarla literalmente de esas garras teutonas, muy a su pesar desde luego, pero ella manejaba una de las naves. El otro reven nos decepcionó, no porque no estuviera prendido sino porque era pura música electrónica y todavía faltaban tres dj’s por tocar. Regresamos a la fiesta de Tom belga y la amiga preguntó por el alemán. Se había ido. La cara de la pobre se descompuso. Instantes después recuperó el semblante cuando alguien le dijo que era muy probable que estuviera arriba. Entonces... la azotea. Delacrucifixión y yo nos sentamos en un sillón de primera fila, al tiempo que el alemán bajaba y hacía el gesto de inflar un globo a todo mexicano que veía. Por fin encontró a un benefactor oleaginoso y pudo regresar arriba. Creo que fue una hora lo que tardó en bajar la amiga de Delacrujía13. Su cara de felicidad sólo la entendimos cabalmente cuando espetó: “Tenía un año sin hacerlo”.
Parece que una semana después el alemán, del que hay que repetir tenía diez años menos que ella, se fue a vivir a su casa, aunque según cuenta Delacrusli, sólo fueron tres meses, cuando ella se dio cuenta de que dos horas más con el chamaco y hubiera terminado en la ruina económica.
Ser alcahuete en todas sus vertientes es una labor caprichosa pero benévola. En lo particular me gustaría encontrarle un galán a mi vecina Juanita; el problema es que el candidato debe ser algo así como Dorian Gray para que estén en igualdad de condiciones. Y pido muy poco: sólo quiero que se la lleve a otra casa, a otro país, al otro mundo. Siempre he fracasado pero no pierdo la esperanza, pues eso de ser celestino es una actividad divina que, si se realiza con devoción, puede abrirnos incluso el reino de los cielos, aunque sea porque alguien nos pegue un balazo.
CAS
Si alguna vez me veo en dificultades y el lado ingrato de la literatura me atrapa para ya no darme de comer, me dedicaría a proxeneta. La habilidad para facilitar amores ilícitos o peligrosos la arrastro desde que a mi primo Xavier le presenté a mi amiga Libertad, un affaire incomprensible que tuvo sus instantes endémicos en un cuarto de azotea en la H. colonia de la Sta. María La Ribera de la ciudad de México. La ruta trágica siguió con el romance entre mi amigo José Carlos y mi prima Cris, que terminó cuando la ingrata, que vivía en Irlanda, tuvo la oportunidad de engañarlo con un Johnny Walker cualquiera, quien por cierto tenía la osadía de beber Guiness. Otro éxito como empresario amoroso fue cuando presenté a mi primo Cacho con una vieja compañera de la universidad llamada Laura. Creo que se llevaron bien mientras duró, esto es, cuando Laura se enteró de que Cacho tenía un par de novias más. Enloquecida después de beberse un litro de tequila, se tragó un frasco de tranquilizantes y quiso electrocutar a mi primo con la puerta eléctrica de su casa. Minutos después, en un momento de lucidez, concluyó que lo mejor era echarle gasolina y prenderle fuego. Cacho logró convencerla de que eso no era lo adecuado, pero lo que no pudo evitar fue que le arrancara un pedazo de carne del antebrazo. Además, también hice lo propio con el Serge y Dianchen y, tiempo después, con el Fuc y otra amiga de la que todavía no puedo decir su nombre.
Estas experiencias me llevan a la conclusión de que tendría mínimo las cartas credenciales para poderme dedicar a tan digna profesión, sobre todo cuando empiezan a suceder en mi casa y el mismo día en que introduzco a los actores. Mi amigo Gerardo de la Cruz, escritor, domador de gatos, bebedor de café con marihuana y corrector del Plan Nacional de Cultura de Sari Bermúdez, llegó un día a mi casa. Cabe destacar que, en ese tiempo, vivía a tres cuadras en un departamento que conocí antes que él, incluso hice una fiesta ahí. Era casa de una amiga gringa, Kim Silver, muy parecida a Delacroix pero con la salvedad de que su gato estaba lisiado por haber perdido una de sus vidas al caerse a la calle desde el tercer piso. Coincidencias de la vida, y yo que pensaba no volver a ver ese insigne sitio. Pero regresando, Delacroac-bebedor-además-de-whisky llegó a mi casa cuando yo estaba con dos amigas. A este miserable siempre le brillan los ojitos cuando la aritmética tiende tanto a los números pares como a las igualdades genéricas, en este caso, dos güeyes y dos viejas. Pero tampoco existió la posibilidad de decirle que la cosa era tranquila. Al cabo de unos tragos, una de ellas se fue y quedamos sólo tres, si las matemáticas no me fallan ahora, como me fallaron esa noche. Dos segundos después entendí qué pasaba; les dije que me iba a dormir pero no me hicieron caso. Sólo alcancé a estirarle un condón y darle una palmada paternal en la espalda. A las seis de la mañana me despierta mi amiga diciéndome: “Acompáñame al metro”. Las mujeres, en sentido estricto, tienen ciertos momentos en que carecen de cualquier sentido, incluso del estricto, y ahora, después de haberse tirado a Delacrush en la sala de mi casa, venía a que la acompañara.
–Dile a ese güey que te acompañe, al cabo que vive por ahí.
–Pero si apenas lo conozco.
El conocimiento entre los seres humanos, bien dicen los especialistas en la materia, sucede con el paso de muchos años, y a veces ni siquiera se logra. Por eso se piensa que el entendimiento del alma es lo más complicado que existe en la vida; el contacto físico, en cambio, se lleva a cabo sin que nos enfrentemos a problemas éticos o morales. De ahí que podamos saludar de mano a un desconocido, besar en la mejilla a alguien que recién nos presentaron, darle un abrazo a quien nunca hemos visto y acaba de perder a un ser querido o cogerse a la amiga de un amigo después de escasas tres cubas.
Pero Delascruzadas aparece en otra anécdota oscura que bien cabría de nuevo en la temática. Un día, viernes en la noche, me habla:
–¿Qué onda?
–Pues hay una fiesta en casa de Tom, un amigo belga –le digo.
–OK. Te caigo ahorita en tu casa para calentar motores.
De la + llegó con una amiga de la que me reservo el nombre, pues es la protagonista de la historia. Llegamos en banda, como diez amigos más, a la fiesta. Nos abrió la puerta Kent, camarada que tiene una chava que se llama Barbie Malibú; los dos son pintores. Parece que en París vendían bien su trabajo, pero en México se dieron cuenta de que la cosa sería más difícil. Así, tuvieron que trabajar de modelos. También les iba bien. Ahora me dicen que están en Milán dedicándose a lo que verdaderamente les alimenta el espíritu: el arte. No quiero ser inmoral, pero en Milán están los diseñadores y las pasarelas más importantes del mundo.
–¡Quiubo, Kent! ¿Cómo estás?
Como sucede en las fiestas de extranjeros en cualquier país, en ellas se encuentra por completo la legión extranjera, y ésta no fue la excepción. La amiga de Delacroce ubicó de inmediato a un alemán que parecía diez años menor que ella. Después de un rato, como debíamos ir a otra fiesta, tuvimos que arrancarla literalmente de esas garras teutonas, muy a su pesar desde luego, pero ella manejaba una de las naves. El otro reven nos decepcionó, no porque no estuviera prendido sino porque era pura música electrónica y todavía faltaban tres dj’s por tocar. Regresamos a la fiesta de Tom belga y la amiga preguntó por el alemán. Se había ido. La cara de la pobre se descompuso. Instantes después recuperó el semblante cuando alguien le dijo que era muy probable que estuviera arriba. Entonces... la azotea. Delacrucifixión y yo nos sentamos en un sillón de primera fila, al tiempo que el alemán bajaba y hacía el gesto de inflar un globo a todo mexicano que veía. Por fin encontró a un benefactor oleaginoso y pudo regresar arriba. Creo que fue una hora lo que tardó en bajar la amiga de Delacrujía13. Su cara de felicidad sólo la entendimos cabalmente cuando espetó: “Tenía un año sin hacerlo”.
Parece que una semana después el alemán, del que hay que repetir tenía diez años menos que ella, se fue a vivir a su casa, aunque según cuenta Delacrusli, sólo fueron tres meses, cuando ella se dio cuenta de que dos horas más con el chamaco y hubiera terminado en la ruina económica.
Ser alcahuete en todas sus vertientes es una labor caprichosa pero benévola. En lo particular me gustaría encontrarle un galán a mi vecina Juanita; el problema es que el candidato debe ser algo así como Dorian Gray para que estén en igualdad de condiciones. Y pido muy poco: sólo quiero que se la lleve a otra casa, a otro país, al otro mundo. Siempre he fracasado pero no pierdo la esperanza, pues eso de ser celestino es una actividad divina que, si se realiza con devoción, puede abrirnos incluso el reino de los cielos, aunque sea porque alguien nos pegue un balazo.
CAS
viernes, octubre 10, 2003
Loor de una contestadora
En una sociedad disipada en la que los vehículos de comunicación pasan casi estrictamente por los mass media o la prensa escrita, es necesario señalar un canal alterno, acaso menos pernicioso que los demás (ya lo ha dicho el presidente Fox, "que bueno que no leen, se sentirán mejor"). Sin saldar cuentas con los que no estén en favor, aludo sin más a las contestadoras telefónicas. Herederas de una tradición que pasa por las misivas decimonónicas, la cinematografía de Fritz Lang y las misteriosas señales de humo, estos aparatos documentan una historia extravagante que se extiende hasta el presente: son portadoras de una inmediatez sostenida, pues las voces cuando suenan después de apretar play se reproducen en un estadio de insondable actualidad. Los mensajes en una contestadora, como sucede con las cartas, son en principio deseos esperanzadores que tienen como esencia la expectativa de ser escuchados y luego respondidos con otra llamada telefónica. Quien deja el registro de una voz, propicia, sin saberlo pues no hay tiempo para pensarlo, su inmortalidad.
La secuencia de voces anónimas, un bodegón caótico al más puro estilo de Lichtenstein, simula el coro de las tragedias griegas: un mural acústico cuya principal función es iluminar la parte oscura del depositario de los mensajes, su alter ego, su historia de hombre ilustrado a la manera de Ray Bradbury. Pero la expectativa de quien habla también tiene su contraparte en quien escucha. Cuando la persona que llama no deja un mensaje y se oye simplemente el teléfono colgado, el oyente crea una expectativa a la inversa y se lamenta ad infinitum por la privación de un potencial mensaje, nunca dicho y, por tanto, perdido en una realidad alterna; la cuarta dimensión, dirían los científicos. Una contestadora puede ser, asimismo, un arma perniciosa que atente contra uno mismo; esto si no existe el cinismo suficiente para asumir con sobrada responsabilidad un "me valen madres las llamadas colgadas". No obstante, quien lo asuma como tal es un vulgar mentiroso.
Las contestadoras sirven también como un momento de suspensión entre su dueño y la realidad exterior. Dicho de otro modo, promueven la posibilidad de privilegiar al interlocutor o aventajar a quien llama al responderle la llamada en un momento más adecuado, es decir, cuando le venga en gana. En la taxonomía de gente que enfrenta a la grabadora se incluyen varios personajes: los que dejan mensajes, los que cuelgan y los persistentes que se niegan a hablar con una máquina y amedrentan violentamente con un "¡Contesta, hijo de tu pinche madre; sé que estás ahí!" Consideremos, sin ánimo de ofender a nadie, que esta persona guarda un trauma de infancia del orden "mis papás nunca me pelaron y pensé en matarlos". Sobra decirlo, pero en estos casos hay que contestar sin considerarlo mucho. Otro caso sucede con los mensajes de amor o las voces desconocidas que invitan ir al Más Allá o al véngase pa' cá. Aquí hay que irse con mucho tiento, pues uno se puede llevar un chasco de dimensiones espectaculares. Sin misoginia implícita, a esas mujeres hay que dejarlas en la contestadora.
Mención aparte merecen los mensajes de bienvenida, verbigracia, "no estoy, deja tu mensaje", "te hablo después" o "si quieres mandar un fax inicia la vaca porque no tengo fax". Mi amigo el Mat es especialista en ellos, pues van desde grabar el último comunicado del Supmarcos hasta un "¡Arriba los Pumas, cabrones! Deja tu mensaje si eres tan amable", cuando ganan los mininos. Están los que aman el arte conceptual y ponen completa una rola de Velvet Underground antes de que suene el bip para dejar el mensaje. Evidentemente ya no hay espacio para el mismo y sólo se alcanza decir "Hola, soy...", y pluc, uno se hace Ulises en el acto (para los escépticos, "Nobody", in other words). Aquí suele darse una circunstancia que me encanta: los mexicanos padecen en gran medida, y sin saberlo, el síndrome "Hugo Sánchez", es decir, hablar de uno mismo en tercera persona. Así, los mensajes que abundan en la cintas de contestadora, empiezan contundentemente con "Habla Lupita, Pedrito o Juan de las Pitas" o "Es María, José o el Niño Dios", en lugar de decir "Soy tal o cual güey".
Otro uso de las contestadoras, quizás poco practicado pero sumamente funcional, es el chantaje. Los mensajes grabados son la evidencia perfecta para la coacción de los amigos que tarde o temprano se harán famosos. Por ejemplo, en mi colección de cintas de contestadora hay varios que puedo utilizar en mi favor cuando me encuentre en la inopia. Hay uno alalimón del Fuc y el Olis antológico, que bien podría ser objeto de estudio para los especialistas en problemas alcohólicos; se trata de una borrachera in crescendo. Ese día yo estaba con ellos pero me fui temprano, como a las tres de la madrugada. Así, en lo sucesivo, mi contestadora se llenó de mensajes increpadores que empezaban invariablemente con un "Pinche puto". La última llamada llegó a las nueve de la mañana. La voz del Fuc hacía imaginar lagañas diligentemente incrustadas en su garganta: "Pinche güey, nos abandonaste; necesitamos ayuda, estamos muy mal. Ya salió el sol; mira, salgo a que me dé un poco y tú jetón. ¡Culero, nos abandonaste!" Como ambos aspiran cuando menos a sendos nóbeles, ya estoy preparando mi carta intimidatoria para recibir la parte del premio que me merezco. Otro caso fue el de Jermoc. Un día, cuando vivía todavía en México y abusaban de él en La Jornada, le pidieron un trabajo vejatorio. Corría el 31 de diciembre de 1999 y le tocaba hacer guardia en el periódico para esa noche de año y siglo nuevo (aunque fuera sólo por el primer dígito); su jefe lo llamó para decirle "Jerónimo, se me acaba de ocurrir una idea genial: vamos a publicar el primer nacimiento y la primera muerte del siglo en México; a ti te toca la segunda". Sin estar de acuerdo con la orden del jefe, pero con la firme certeza de que no podía perder la chamba, el buen Jermoc se dirigió el Hospital de Cardiología de la ciudad de México, según las estadisticas, el hospital con mayor índice de mortalidad en el país. Así, mientras la mayoría de la gente festejaba el nuevo siglo, Jermoc acompañaba a los familiares de una persona a punto de morir, aunque él estuviera ahí para hacer su trabajo. "Vida de mierda", pensó al tiempo que injuriaba también a su jefe. Pero el primer muerto del año no llegó en Cardiología sino en la calle. Minutos después de las doce, un abuelo salió con su nieta a comprar unos refrescos. Nunca llegaron: un imbécil alcoholizado a bordo de su auto los arrolló. Las fotos de Jermoc son de la niña en la morgue; cabe decir que nunca la tomó de cuerpo entero sino que fueron placas de muchísimo sentido común: de los pies desde abajo, del cuerpo con la sábana, etc. Las fotos, por suerte, nunca salieron en La Jornada. Lo que vino a continuación fue una serie de disquisiciones acerca de la ruindad humana dejadas en mi contestadora. Todo eso lo escuché una semana más tarde, después de que regresé de vacaciones, y fue algo estremecedor. La última llamada había sido desde un puente del Periférico, adonde se había ido con una amiga a beber champaña. Por algunos días consideré borrarlo, pero después de pensarlo bien, creí que podía utilizarlo para cuando Jermoc gane el Pulitzer. Está de más mencionarlo, pero estamos ante una joya.
Las contestadoras, en resumen, son artefactos que una vez adquiridos no se puede vivir sin ellos. Están a la altura de un refrigerador, una computadora o una wafflera. Sin exagerar la nota, con ellas hay una extraña sensación de sentirse queridos.
CAS
En una sociedad disipada en la que los vehículos de comunicación pasan casi estrictamente por los mass media o la prensa escrita, es necesario señalar un canal alterno, acaso menos pernicioso que los demás (ya lo ha dicho el presidente Fox, "que bueno que no leen, se sentirán mejor"). Sin saldar cuentas con los que no estén en favor, aludo sin más a las contestadoras telefónicas. Herederas de una tradición que pasa por las misivas decimonónicas, la cinematografía de Fritz Lang y las misteriosas señales de humo, estos aparatos documentan una historia extravagante que se extiende hasta el presente: son portadoras de una inmediatez sostenida, pues las voces cuando suenan después de apretar play se reproducen en un estadio de insondable actualidad. Los mensajes en una contestadora, como sucede con las cartas, son en principio deseos esperanzadores que tienen como esencia la expectativa de ser escuchados y luego respondidos con otra llamada telefónica. Quien deja el registro de una voz, propicia, sin saberlo pues no hay tiempo para pensarlo, su inmortalidad.
La secuencia de voces anónimas, un bodegón caótico al más puro estilo de Lichtenstein, simula el coro de las tragedias griegas: un mural acústico cuya principal función es iluminar la parte oscura del depositario de los mensajes, su alter ego, su historia de hombre ilustrado a la manera de Ray Bradbury. Pero la expectativa de quien habla también tiene su contraparte en quien escucha. Cuando la persona que llama no deja un mensaje y se oye simplemente el teléfono colgado, el oyente crea una expectativa a la inversa y se lamenta ad infinitum por la privación de un potencial mensaje, nunca dicho y, por tanto, perdido en una realidad alterna; la cuarta dimensión, dirían los científicos. Una contestadora puede ser, asimismo, un arma perniciosa que atente contra uno mismo; esto si no existe el cinismo suficiente para asumir con sobrada responsabilidad un "me valen madres las llamadas colgadas". No obstante, quien lo asuma como tal es un vulgar mentiroso.
Las contestadoras sirven también como un momento de suspensión entre su dueño y la realidad exterior. Dicho de otro modo, promueven la posibilidad de privilegiar al interlocutor o aventajar a quien llama al responderle la llamada en un momento más adecuado, es decir, cuando le venga en gana. En la taxonomía de gente que enfrenta a la grabadora se incluyen varios personajes: los que dejan mensajes, los que cuelgan y los persistentes que se niegan a hablar con una máquina y amedrentan violentamente con un "¡Contesta, hijo de tu pinche madre; sé que estás ahí!" Consideremos, sin ánimo de ofender a nadie, que esta persona guarda un trauma de infancia del orden "mis papás nunca me pelaron y pensé en matarlos". Sobra decirlo, pero en estos casos hay que contestar sin considerarlo mucho. Otro caso sucede con los mensajes de amor o las voces desconocidas que invitan ir al Más Allá o al véngase pa' cá. Aquí hay que irse con mucho tiento, pues uno se puede llevar un chasco de dimensiones espectaculares. Sin misoginia implícita, a esas mujeres hay que dejarlas en la contestadora.
Mención aparte merecen los mensajes de bienvenida, verbigracia, "no estoy, deja tu mensaje", "te hablo después" o "si quieres mandar un fax inicia la vaca porque no tengo fax". Mi amigo el Mat es especialista en ellos, pues van desde grabar el último comunicado del Supmarcos hasta un "¡Arriba los Pumas, cabrones! Deja tu mensaje si eres tan amable", cuando ganan los mininos. Están los que aman el arte conceptual y ponen completa una rola de Velvet Underground antes de que suene el bip para dejar el mensaje. Evidentemente ya no hay espacio para el mismo y sólo se alcanza decir "Hola, soy...", y pluc, uno se hace Ulises en el acto (para los escépticos, "Nobody", in other words). Aquí suele darse una circunstancia que me encanta: los mexicanos padecen en gran medida, y sin saberlo, el síndrome "Hugo Sánchez", es decir, hablar de uno mismo en tercera persona. Así, los mensajes que abundan en la cintas de contestadora, empiezan contundentemente con "Habla Lupita, Pedrito o Juan de las Pitas" o "Es María, José o el Niño Dios", en lugar de decir "Soy tal o cual güey".
Otro uso de las contestadoras, quizás poco practicado pero sumamente funcional, es el chantaje. Los mensajes grabados son la evidencia perfecta para la coacción de los amigos que tarde o temprano se harán famosos. Por ejemplo, en mi colección de cintas de contestadora hay varios que puedo utilizar en mi favor cuando me encuentre en la inopia. Hay uno alalimón del Fuc y el Olis antológico, que bien podría ser objeto de estudio para los especialistas en problemas alcohólicos; se trata de una borrachera in crescendo. Ese día yo estaba con ellos pero me fui temprano, como a las tres de la madrugada. Así, en lo sucesivo, mi contestadora se llenó de mensajes increpadores que empezaban invariablemente con un "Pinche puto". La última llamada llegó a las nueve de la mañana. La voz del Fuc hacía imaginar lagañas diligentemente incrustadas en su garganta: "Pinche güey, nos abandonaste; necesitamos ayuda, estamos muy mal. Ya salió el sol; mira, salgo a que me dé un poco y tú jetón. ¡Culero, nos abandonaste!" Como ambos aspiran cuando menos a sendos nóbeles, ya estoy preparando mi carta intimidatoria para recibir la parte del premio que me merezco. Otro caso fue el de Jermoc. Un día, cuando vivía todavía en México y abusaban de él en La Jornada, le pidieron un trabajo vejatorio. Corría el 31 de diciembre de 1999 y le tocaba hacer guardia en el periódico para esa noche de año y siglo nuevo (aunque fuera sólo por el primer dígito); su jefe lo llamó para decirle "Jerónimo, se me acaba de ocurrir una idea genial: vamos a publicar el primer nacimiento y la primera muerte del siglo en México; a ti te toca la segunda". Sin estar de acuerdo con la orden del jefe, pero con la firme certeza de que no podía perder la chamba, el buen Jermoc se dirigió el Hospital de Cardiología de la ciudad de México, según las estadisticas, el hospital con mayor índice de mortalidad en el país. Así, mientras la mayoría de la gente festejaba el nuevo siglo, Jermoc acompañaba a los familiares de una persona a punto de morir, aunque él estuviera ahí para hacer su trabajo. "Vida de mierda", pensó al tiempo que injuriaba también a su jefe. Pero el primer muerto del año no llegó en Cardiología sino en la calle. Minutos después de las doce, un abuelo salió con su nieta a comprar unos refrescos. Nunca llegaron: un imbécil alcoholizado a bordo de su auto los arrolló. Las fotos de Jermoc son de la niña en la morgue; cabe decir que nunca la tomó de cuerpo entero sino que fueron placas de muchísimo sentido común: de los pies desde abajo, del cuerpo con la sábana, etc. Las fotos, por suerte, nunca salieron en La Jornada. Lo que vino a continuación fue una serie de disquisiciones acerca de la ruindad humana dejadas en mi contestadora. Todo eso lo escuché una semana más tarde, después de que regresé de vacaciones, y fue algo estremecedor. La última llamada había sido desde un puente del Periférico, adonde se había ido con una amiga a beber champaña. Por algunos días consideré borrarlo, pero después de pensarlo bien, creí que podía utilizarlo para cuando Jermoc gane el Pulitzer. Está de más mencionarlo, pero estamos ante una joya.
Las contestadoras, en resumen, son artefactos que una vez adquiridos no se puede vivir sin ellos. Están a la altura de un refrigerador, una computadora o una wafflera. Sin exagerar la nota, con ellas hay una extraña sensación de sentirse queridos.
CAS
lunes, octubre 06, 2003
Me ha escrito gente para decirme que no existe alguien que pueda robarse una tapa de alcantarilla en el pantalón y mucho menos alguien lo suficientemente idiota para autonombrarse Nicoménicus. En efecto, tienen razón: lo inventé. Lo curioso es que mi mitomanía me ha traído problemas mayores, como el llamado síndrome Monterroso, verbigracia, que hoy cuando desperté la pinche alcantarilla seguía afuera de mi casa.
CAS
CAS
Siempre me gustó el box. El sábado pasado, por azar, vi la pelea de Guty Espadas frente al maestro Erick "El terrible" Morales. Sin esforzarse mucho, "El terrible" noqueó en el tercero con un certero volado a la oreja. Yo estaba en un antro cubano con una amiga, calentando motores para lo que vendría después: una noche de salsa de carrera larga. Por la pelea y el lugar, quise recordar un poco más a los grandes boxeadores cubanos que hicieron su carrera en México. Pensé en Mantequilla, en Ultiminio. El baile pasó, por unos instantes célebres, a segundo término; no obstante, regresó al primero cuando me acordé de que ahora Mantequilla tiene un grupo de salsa. Lo que vino después no tuvo que ver propiamente con box, aunque también se incluyeran ejecuciones cuerpo a cuerpo y cara a cara. Sin saber cómo, de repente y sin proponérmelo, me encontré chupando al lado de jugadores del Zacatepec. Mi amiga me dijo "Te acuerdas que una vez me dijiste que Mario Grana sería el hombre de mi vida, pues creo que sí". En realidad no tenía ni idea de por qué le había dicho eso y ni siquiera de habérselo dicho, pero ya estabamos ahí chupando tranquilos con ellos por los buenos oficios de mi amiga. Resulta que lo vio y dijo ahorita vengo. Lo ubicó cuando el jugador argentino salía del baño y se topó con él, pero no toparse de "cruzarse con él" sino de literalmente clavarle su nariz en el esternón. Perdón, sonrisa y ciao: no funcionó. Pero como el que persevera alcanza, de nuevo el baño, la salida y el esternón. Y ahora sí "Estamos predestinados, ¿verdad?". Y bueno, pues los tragos, eso sí, sin dejar de increparlos: "¿Cómo se revientan si mañana juegan?" "No, jugamos hoy contra las Cobras (equipo de Ciudad Juárez que creo que por allá no conocen) y ganamos 2-0". Sin en algún momento de mi vida tengo que hacer una confesión dura creo que será ahora: el Zacatepec fue mi equipo de la infancia pero dejé de irle cuando descendió la última vez a segunda división y los hinchas cortaron la porterías a machetazos (con qué más). Era ese gran equipo del Harapos Morales, Mario Hernández, Blanco, Castro, los Larios (de hecho Pablo Larios fue el último jugador de segunda división que estuvo en la selección nacional). En fin, ignoro si mi amiga logró hacer migas, llamas, camas o algo con Grana, pues mientras ella hacía su luchita, yo le cuestionaba a Jorge Jerez su mal carácter y qué pensaba de la palabra "hácesela". El Zacatepec es ahora dirigido por el turco Antonio Mohamed y están haciendo una buena campaña.
Todo esto sucedía en el lugar de salsa y yo en ese momento quería, ya fuera, bailar o acordarme de boxeadores importantes y no platicar con futbolistas argentinos de segunda división. Por suerte se fueron temprano y pasamos a la segunda fase de la farra: la borrachera, el dancing y los desaguisados. Puedo decir, sin cortapisas, que soy una persona tolerante, pero hay momentos en que mi tolerancia la canalizo de otra forma; según dice mi mamá, me transformo en un hombre ideático. Yo le llamo, más bien, salud mental. En general hay pocas cosas en la vida que no soporto: los triunfos del América, un tenedor que no esté paralelo o un martini mal preparado; sin embargo, hay situaciones que me desagradan sobremanera, pues me hacen ver la vileza del ser humano. Y es algo, por lo demás, un poco raro. Me refiero a los mingitorios. Y digo "raro" porque normalmente el olor a baño o una orina recién puesta, esto es, con espuma, los soporto sin muchos problemas; incluso una de las mayores diversiones en la vida --permitidas sólo para los hombres-- es tratar de partir el bloque de hielo que se pone en los mingitorios (a esta actividad se le conoce como romper el hielo). Empero, hay una circunstancia que, como las caricaturas, puede hacerme llorar: no soporto orinar en un mingitorio que tenga una colilla de cigarro. Ese día fui al baño, ya no aguantaba y tenía que hacerlo en algún lado ya. El único libre era uno en el que había una colilla. En realidad hubiera optado por un lavabo pero también estaban llenos, así que cerré los ojos y dije va. Me deprimí; olvidé a los boxeadores, al Zacatepec, la táctica de estenón de mi amiga y salí del tocador como alma en pena buscando la indulgencia del mejor postor. En la mesa, mi amiga bailaba con el mesero (más adelante me diría "Voy subiendo de nivel, ¿no?" La última vez había bailado con un garrotero). Mi desgracia era sólo con mi conciencia. Ya en su casa, con la minifalda subida más allá de donde debe subirse una minifalda, me dijo "¿Quieres que te haga un strip tease?" Sin contestarle, terminé mi mezcal y le dije me voy. En el coche de regreso, pensé en la posible derrota de "El Terrible" y las consecuencias al respecto. No había vuelta de hoja: me hubiera deprimido antes de tiempo.
CAS
Todo esto sucedía en el lugar de salsa y yo en ese momento quería, ya fuera, bailar o acordarme de boxeadores importantes y no platicar con futbolistas argentinos de segunda división. Por suerte se fueron temprano y pasamos a la segunda fase de la farra: la borrachera, el dancing y los desaguisados. Puedo decir, sin cortapisas, que soy una persona tolerante, pero hay momentos en que mi tolerancia la canalizo de otra forma; según dice mi mamá, me transformo en un hombre ideático. Yo le llamo, más bien, salud mental. En general hay pocas cosas en la vida que no soporto: los triunfos del América, un tenedor que no esté paralelo o un martini mal preparado; sin embargo, hay situaciones que me desagradan sobremanera, pues me hacen ver la vileza del ser humano. Y es algo, por lo demás, un poco raro. Me refiero a los mingitorios. Y digo "raro" porque normalmente el olor a baño o una orina recién puesta, esto es, con espuma, los soporto sin muchos problemas; incluso una de las mayores diversiones en la vida --permitidas sólo para los hombres-- es tratar de partir el bloque de hielo que se pone en los mingitorios (a esta actividad se le conoce como romper el hielo). Empero, hay una circunstancia que, como las caricaturas, puede hacerme llorar: no soporto orinar en un mingitorio que tenga una colilla de cigarro. Ese día fui al baño, ya no aguantaba y tenía que hacerlo en algún lado ya. El único libre era uno en el que había una colilla. En realidad hubiera optado por un lavabo pero también estaban llenos, así que cerré los ojos y dije va. Me deprimí; olvidé a los boxeadores, al Zacatepec, la táctica de estenón de mi amiga y salí del tocador como alma en pena buscando la indulgencia del mejor postor. En la mesa, mi amiga bailaba con el mesero (más adelante me diría "Voy subiendo de nivel, ¿no?" La última vez había bailado con un garrotero). Mi desgracia era sólo con mi conciencia. Ya en su casa, con la minifalda subida más allá de donde debe subirse una minifalda, me dijo "¿Quieres que te haga un strip tease?" Sin contestarle, terminé mi mezcal y le dije me voy. En el coche de regreso, pensé en la posible derrota de "El Terrible" y las consecuencias al respecto. No había vuelta de hoja: me hubiera deprimido antes de tiempo.
CAS
viernes, octubre 03, 2003
martes, septiembre 30, 2003
Mañana comienzo a dar una serie de clases sobre Conversación en La Catedral de Vargas Llosa; sin duda estaría en mi decálogo de las diez mejores novelas de Latinoamérica.
CAS
PD. Como breviario cultural, pongo a consideración del lector el decálogo del maestro Julio Ortega: Las memorias de Mamá Blanca (1926): Teresa de la Parra; Pedro Páramo (1955): Juan Rulfo; Los ríos profundos (1958): José María Arguedas; La muerte de Artemio Cruz (1962): Carlos Fuentes; Rayuela (1963): Julio Cortázar; Paradiso (1966): José Lezama Lima; Cien años de soledad (1967): Gabriel García Márquez; El obsceno pájaro de la noche (1970): José Donoso; La vida exagerada de Martin Romaña (1981): Alfredo Bryce Echenique; El cuarto mundo (1988): Diamela Eltit.
CAS
PD. Como breviario cultural, pongo a consideración del lector el decálogo del maestro Julio Ortega: Las memorias de Mamá Blanca (1926): Teresa de la Parra; Pedro Páramo (1955): Juan Rulfo; Los ríos profundos (1958): José María Arguedas; La muerte de Artemio Cruz (1962): Carlos Fuentes; Rayuela (1963): Julio Cortázar; Paradiso (1966): José Lezama Lima; Cien años de soledad (1967): Gabriel García Márquez; El obsceno pájaro de la noche (1970): José Donoso; La vida exagerada de Martin Romaña (1981): Alfredo Bryce Echenique; El cuarto mundo (1988): Diamela Eltit.
Hace un momento volvió a visitarme el hada verde. Y aunque dudé un instante en abrirle, al final le permití la entrada. Fue de nuevo, lo sé muy bien, como se le narra en los cuentos: un poco seductora, disfrazada de Marie Brizard y encantada con la música de Rubén Blades; además, fiel a su costumbre, durmió lenguas a setenta grados.
CAS
CAS
lunes, septiembre 29, 2003
Said
Desde la muerte de Octavio Paz, no sentía tanta desolación por la muerte de alguien a quien sólo conociera por su producción artística o intelectual, como me sucedió este fin de semana con Edward Said. Defensor a capa y espada de Palestina (hay fotos de él apedreando al ejército israelí), Said fue sobre todo un especialista en los estudios culturales y autor de dos libros fundamentales para la historia del pensamiento occidental: Orientalismo y Cultura e imperialismo; hace un par de años había publicado su autobiografía, en la que al parecer (no la he leído) están los enigmas intelectuales de este hombre salido del melting pot perfecto: nació en Jerusalem, era católico y tenía pasaporte estadounidense. He de confesar que aunque discrepaba abiertamente de muchos de sus planteamientos, como ver la llamada literatura colonial inglesa estrictamente como una expresión de imperialismo, las lecturas de Said fueron importantísimas en mi desarrollo intelectual. En mi libro sobre El volcán de Lowry hay un capítulo que se llama, sin más, "Said". Desde hacía varios años yo sabía --por amigos en común-- acerca de su leucemia y de que entraba y salía de los hospitales cotidianamente. El martes pasado Hernán Lara Zavala me había dicho que Said vendría a la ciudad de México en un mes. Me emocioné como pocas veces. Ahora, como si las palabras de Hernán hubieran sido emitidas en un pasado indefinido, pienso de nuevo acerca de la vita brevis y, por supuesto, en que los deseos elementales de la vida no son perennes. Por eso, a veces, uno se cuestiona ingenuamente pertenecer a esa extraña taxonomía llamada "ser humano".
CAS
Desde la muerte de Octavio Paz, no sentía tanta desolación por la muerte de alguien a quien sólo conociera por su producción artística o intelectual, como me sucedió este fin de semana con Edward Said. Defensor a capa y espada de Palestina (hay fotos de él apedreando al ejército israelí), Said fue sobre todo un especialista en los estudios culturales y autor de dos libros fundamentales para la historia del pensamiento occidental: Orientalismo y Cultura e imperialismo; hace un par de años había publicado su autobiografía, en la que al parecer (no la he leído) están los enigmas intelectuales de este hombre salido del melting pot perfecto: nació en Jerusalem, era católico y tenía pasaporte estadounidense. He de confesar que aunque discrepaba abiertamente de muchos de sus planteamientos, como ver la llamada literatura colonial inglesa estrictamente como una expresión de imperialismo, las lecturas de Said fueron importantísimas en mi desarrollo intelectual. En mi libro sobre El volcán de Lowry hay un capítulo que se llama, sin más, "Said". Desde hacía varios años yo sabía --por amigos en común-- acerca de su leucemia y de que entraba y salía de los hospitales cotidianamente. El martes pasado Hernán Lara Zavala me había dicho que Said vendría a la ciudad de México en un mes. Me emocioné como pocas veces. Ahora, como si las palabras de Hernán hubieran sido emitidas en un pasado indefinido, pienso de nuevo acerca de la vita brevis y, por supuesto, en que los deseos elementales de la vida no son perennes. Por eso, a veces, uno se cuestiona ingenuamente pertenecer a esa extraña taxonomía llamada "ser humano".
CAS
viernes, septiembre 26, 2003
El martes pasado en Casa Lamm, uno de los lugares en donde doy clases, se presentó un libro de Natividad González Parás, gobernador electo de Nuevo León. La presentación era al lado de mi salón de clases y mientras don Nati ilustraba su riguroso ideario político, yo les comentaba a mis alumnas cómo no hay que hablar. Pedí un poco de silencio y escuchamos a los comentaristas del libro; más adelante agregué: "Hablando de políticos, quien hoy tiene la patente del verbo cantinflear es Diego Fernández de Cevallos". Me miraron incrédulas pero al final, luego de dos o tres explicaciones contundentes, me dieron la razón. Terminada la clase noté que la crema y nata de la clase política mexicana (incluidos priístas, panistas y perredistas) se hallaba ahí bebiendo vino francés y los acatempazos estaban a la orden del día. Salí en puntas de pie de ese lugar indigno y pedí me coche. La calle había sido tomada por guaruras y los últimos modelos adornaban la acera. Mientras me traían mi coche y como quien pernocta en el limbo, traté de cohabitar con esos rara avis que existen en este país. Fue sólo en ese momento cuando entendí que para ser guarura de político no sólo hay que estar dispuesto a dar su vida por el big chief sino que, sobre todo, ser un poco parecido a él. Uno de ellos les narraba a sus compañeros las vicisitudes futboleras del fin de semana: "No mamen, el pinche Cardozo falló un penalty de la manera más pendeja: el güey estaba solo frente al portero y mandó el balón a un lado".
CAS
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lunes, septiembre 22, 2003
Durante una semana entera traté de eliminar a Juanita. Después de muchos intentos, incluido el viejo truco del hoyo profundo utilizando la tapa de alcantarilla de Nicoménicus, fracasé (Juanita pasaba y pasaba sobre ella y nada ocurría; cuando yo me paré encima para ver qué sucedía, casi me voy de hocico hasta el primer piso). Ya fuera de mí, ensayé una última opción: como quien tira una colilla de cigarro, dejé una cáscara de plátano camuflada en las escaleras. Por varios días no supe nada de mi conspicua vecina y me dio por celebrar eufórico mi triunfo bailando claqué sobre la mesa. Pero una mañana que salía a dar mi clase, noté que al lado de su puerta había colgado un muñequito con lentes; arriba, una cruz azul bastante mal hecha y, en medio de ambos, la antes mencionada cáscara de platano de color negro. Sobra decir que ni la maté ni hice que se rompiera nada y lo peor: usaba MIS métodos en MI contra (¡bitch!). Desde ese día el Azul no gana un miserable partido y es probable que yo termine pronto en una celda sucia y hedionda, ya sea porque Hacienda se encargue de hacerlo o por reventar cualquier alcoholímetro que tengan a bien ponerme en la boca (olvidé decir que en el paquete pernicioso en mi contra va el hecho de que casi me mato en la carretera: una de las llantas de mi coche tenía como menos ocho libras). Ahora, como todos los lunes, iré con el barbero, con mi contador, y no sería malo, en lo sucesivo, conseguirme un brujo de cabecera que contrarresté la conjura, al cabo que la suerte está echada y cosas peores ya no pueden suceder (esto último no debí decirlo pero ya está: mañana cierran el Corona, Juanita vive hasta los 210, Ana María Lomelí sucede a Marthita en la carrera presidencial y el Chelito Delgado regresa a Argentina por no soportar jugar en un equipo tan malo).
CAS
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lunes, septiembre 15, 2003
Nunca escribí acerca de la naturaleza del blog. Siempre me pareció algo irrelevante, intrascendente, pues no pasa de ser un divertimento seudoliterario de unos pocos (por supuesto, incluido estoy). No obstante, ahora sé que puede ser un arma dañina que atente contra uno mismo; una navaja de doble filo y sin asidero que secuestre la última parte real de vida que nos ata a esta tierra y a esta Tierra. Entonces es necesario dejarse de mamadas y pensar las cosas en perspectiva, con un poco de cabeza fría, y decirlo de una vez con todas sus letras: el blog no es, como pretenden algunos pícaros neurasténicos, la nueva forma de hacer literatura ni tampoco una moderna fuente de conocimiento; acaso llegue a ser sólo un ejercicio de escritura para algunos (muy pocos, si se me permite decirlo). Y hago esta disertación por lo que pasó el sábado. Eran las cuatro de la madrugada y queríamos una última chela; compramos unas y fuimos a casa de Paty. Ahí, el Fuc --que no podía permanecer parado mucho tiempo más-- cayó fuera de sí en un sillón. Yo serví unos vasos y guardé la cervezas restantes en el refrigerador. Paty, por su parte, fue a su computadora (que dicho sea de paso está en el comedor) y se conectó a la red. Sólo hasta que pasaron varios minutos y yo chupaba solo en la sala con el cadáver del Fuc, entendí que Paty estaba en el blog, obsesionada por saber los comentarios de sus posts. Sentí abatimiento, hastío, y pensé qué estoy haciendo aquí. Terminé mi cerveza y me fui. Ella se quedó escribiendo frente a la computadora: vivir para bloguear era ahora el asunto inmediato (Nicoménicus me dijo después "A mí me hizo lo mismo la noche anterior"). Al día siguiente me acordé de Until the end of the world, la película de Wim Wenders. En ella, al final de una caótica persecución, los protagonistas recalan en el desierto australiano (el fin del mundo), donde un hombre escalofriante ha creado la máquina de los sueños; esto es: un aparato que permite proyectar en imágenes los sueños de las personas. Las imágenes son borrosas, casi sólo de siluetas; funestas. La obstinación por conocer los sueños, entonces, se potencia y la gente empieza a vivir para ello. La mitad de su vida duerme para soñar; la otra, para observar las imágenes oníricas. Un día hay una crisis de energía en la Tierra y la máquina deja de funcionar; los soñadores, al carecer de su razón para existir, buscan el suicidio. Al final lo que perdura, y es en parte la tesis de la película, es la palabra escrita, es decir, la historia de esta máquina formidable escrita por otra de mayor alcance y perdurabilidad: una Rémington decimonónica. El peligro del blog es no darse cuenta de que acaso uno es el creador de seres humanos de "Las ruinas circulares", el fotógrafo de "Las babas del diablo". De repente no sería malo regresar al papel así como los melómanos lo hacen con los acetatos. Ahora que releo a Onetti pienso que él, como muchos otros, nunca tocó una computadora; sin embargo, es alguien que puede hacerme llorar. Si alguna certeza tengo en este instante es que un blog jamás podrá hacerlo (ni siquiera los que están para llorar).
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sábado, septiembre 13, 2003
Desde hace una semana tengo un billete falso de cincuenta pesos en la cartera. Y aunque ignore quién me lo dio, hay que hacer notar que el maestro Morelos aparece un poco deforme. Cualquiera que no lo conozca pensaría en él como un vulgar facineroso, un hombre más cercano a Chucho El Roto o a Luis Candelas que a un ilustre prócer. En todo caso, sería una circunstancia agradecida por el gran Juan Nepomuceno Almonte, quien perdería ipso facto su bastardía. El billete sigue en mi cartera y, por designios inexpugnables de mi memoria, he intentado darlo tres veces. Las tres me dijeron "su billete es falso, joven". Yo, quizás por desidia o vértigo, sigo sin aceptar que sea falsificado. Acaso ahora que se acercan las fiestas patrias sea bueno recapitular y pensar que si un héroe aparece en un billete falso sea porque él mismo es un personaje apócrifo.
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viernes, septiembre 12, 2003
Las consecuencias de los encuentros de poetas son desastrosas por varias razones: 1) no soy poeta, 2) son amigos a los que no se ve muy seguido, pues no viven en la ciudad, 3) son alcohólicos y drogadictos, ergo, hay que gastar mucho dinero, 4) las mesas son tan aburridas que la banda lo único que desea es que se acaben cuanto antes para emborracharse, 5) bailan mal, 6) son carnales y hay que estar dispuestos a por lo menos un día de dedo gordo, 7) uno desea que se vayan cuanto antes si es que se desea vivir algunos añitos más.
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martes, septiembre 09, 2003
Leo, en el último Proceso, que Julio Sherer se tomó unos "huisquis" con Salvador Allende. Más allá de hablar de uno de los momentos medulares en la vida de "Don Julio", me interesa aludir a la manera de enunciar tan importante bebida: huisqui. Hay que acotar varias cosas. Por un lado, hay una diferencia en la forma de escribirla por parte de escoceses y gringos; cuando se habla de un scotch se escribe whiskey y cuando nos referimos a un bourbon ponemos whisky. Asimismo, para castellanizar la palabra algunos escritores vanguardistas escriben "güisqui" (cosa que no deja de extrañar, pues estoy seguro que nunca escribirían Froid en lugar de Freud, Rambó en vez de Rimbaud o Camiú donde va Camus). Yo jamás, en todo caso, he escuchado decir "huisqui", así, con la "h" muda como debe ser en español. Es como si dijéramos, por ejemplo, "me da hueva" en lugar de güeva. Por lo demás, cualquier despistado podría pensar que Huixquilucan es el lugar de origen de este licor. Creo, sin ánimo de ofender ni polemizar con don Julio (quien merece mi admiración y respeto), que bien podríamos escribir en castellano "whisky" y pronunciarlo, sin más, güisqui, pues en español la "w" se pronuncia como "gu" y la "h" es muda. Hay palabras, por otra parte, que han sido castellanizadas por completo para evitar errores de pronunciación, verbigracia, jaibol (whisky con agua mineral), que viene de highball, una copa alta (algunos dicen que el jaibol puede ser, además, ron, tequila, ginebra o vodka con soda, ginger ale o agua quinada, pero es una vulgar falacia). Otro ejemplo es la palabra jonrón, de home run, y así sucesivamente. En fin, salú.
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lunes, septiembre 08, 2003
Los llamados globalifóbicos son personajes que, por lo general, me desagradan. Sobre todo porque sus sapientes apreciaciones como que un McDonald's representa el capitalismo y, por lo tanto, hay que apadrear sus ventanas, rebasan por completo mi panorama hermenéutico. Sin embargo, y siempre habrá que decirlo, es una exageración lo que de ellos se dice en los medios a propósito de la reunión de la OMC que se realizará esta semana en Cancún. Pensemos que acaso puedan rayar algunas bardas, escupir uno que otro Burger King o mearse un poquito a las afueras del Centro de Convenciones donde se realizará la Cumbre; pero de ahí a pensar en ellos como auténticas hordas de fieros astrogodos hay una gran diferencia. Por esa razón, Cancún es ahora una moderna ciudad amurallada y la sede de la cumbre uno de los lugares más seguros del mundo. Me da curiosidad, por lo demás, cómo nuestro H. Ejército Nacional contrarrestaría un scud bien puesto. No olvidemos que se acercan los festejos.
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domingo, septiembre 07, 2003
sábado, septiembre 06, 2003
Hoy es un día aciago. La ausencia de una señora que me haga el aseo ha empezado a rendir frutos; me acabo de encontrar un ciempiés al lado de una maceta. Sobra decir que vivo en un tercer piso y la maceta está dentro de mi casa (lo pisé; no murió. Me debatí con cada uno de sus pies pero siguió vivo. Entonces tuve que quemarlo parte por parte). Además, la tapa de alcantarilla de Nicoménicus sigue aquí afuera, Playboy Channel lo han doblado por completo al español y al rato tengo que acompañar a Miriam a que le saquen las muelas del juicio. Esto último no tendría ningún asegún si ella llegara, se sentara tranquilamente, la doparan como Dios manda y, sin más, se las extrajeran; pero no es así y sufro por ello. De entrada puedo decir que no soporta que alguien más le meta nada en la boca (lo único que acepta, con trabajos, son los cubiertos). Está de más decir que los dentistas la padecen, pues les quita la mano cuando intentan observar con un explorador de qué se trata su dentadura. Tenía diez años de no ir al dentista y ahora le van a quitar un par de muelas. Me preguntó si se podía morir y le contesté que dependía de que se estuviera quieta para que el dentista no le clavara la jeringa de anestesia en la glotis. Por supuesto me arrepentí en el acto porque, por lo demás, es una probabilidad muy alta. El Fuc dice que debiera tomarse unos valiums para que esté más tranquila; yo, por si las dudas, ya tengo preparado un lazo que utilizaré a la menor provocación. Por eso concluyo que hoy es un día aciago: un ciempiés, una alcantarilla, Playboy Channel en español y una mujer con dos muelas menos, que seguramente dirá que el futbol acrecienta su dolor y mejor apague la televisión.
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viernes, septiembre 05, 2003
Esta crónica apareció publicada hace algunos años en La Jornada, cuando a la comandancia del EZLN se le ocurrió darse una vuelta por el país. Con ella me gané a nuevos y distinguidos enemigos que no me han dejado dormir desde entonces. Sirva este recuerdo para mover las fibras sensibles de Marcosín y nos ilustre con un nuevo comunicado.
Esperando a Marcos
No hay nada que hacer... Empiezo a creerlo. La plaza de Armas de Cuernavaca es una verbena popular. Lo vendedores ambulantes, tendidos a un lado del asta bandera, ofrecen suvenires para todos los gustos. Hay muñecas Ramonas, múltiples pasamontañas y, sobre todo, playeras con la efigie del subcomandante Marcos. Las que más se venden son en las que hace una seña obscena. Marcos, todos lo sabemos, es en principio un provocador. En el improvisado templete se gritan consignas en favor de los neozapatistas y grupos "alternativos" se avientan rolas de protesta. El grito más común entre la gente es "¡Pinche gobierno!". También, quien tiene que bailar con la más fea es el buen Marco Tafoya al echarse numerosas canciones cocinadas allende Xoxocotla y enserñárselas a un público revolucionario que no quería aprender. Hasta adelante, la muchedumbre se arremolina para ganar un lugar y poder ver de cerca al Sub. Es muy probable, incluso, que alguna mujer esquizofrénica haya aventado un sostén al escenario. Nadie se mueve de su lugar. Marcos no tiene seguidores; tiene fans.
Las consignas en favor de los zapatistas son numerosas y atávicas. El grito de "E-Z-L-N, E-Z-L-N" permea el centro de esta ciudad. Parece que las viejas revoluciones sesentayocheras regresan con nuevos bríos a una época de falsas ilusiones y realidades virtuales distintas a las de antaño. Al final siempre serán iguales. Es, entonces, el zócalo de Cuernavaca un espacio abigarrado y lúdico; de encuentros y desencuentros instantáneos; de máscaras danzantes y humanizadas; de recuerdos oscuros y acaso inciertos. Es este lugar de dudas y lamentaciones una tierra de nadie (hay quien dice que es la de Zapata), a la que llegarán personajes sin rostro salidos de una obra de Pirandello y que buscan ser incluidos en un nuevo libreto. "Zapata vive", escucho decir a un niño al lado mío que no debe pasar de 16 años. Es cierto, Zapata vive, así como el Che, así como Marcos. Todos son imágenes vivientes pertenecientes al pop art, a la cultura de masas, a las banalidades comerciales que hacen que Marcos aparezca por igual en la portada de Time que de Vanity fair, que Mike Tyson tenga tatuado un "Che" en el pecho y que Antonio Banderas quiera interpretar a Zapata y hacerlo ver un latin lover. Son, como muchas cosas de la vida, imágenes vacías. Siguiendo a Baudrillard: el origen del crimen perfecto.
Es mediodía en la capital morelense. En los periódicos se ha dicho que el arribo de los zapatistas al zócalo será a las doce en punto. Sólo los ingenuos lo creen así, pues desde que empezó la marcha no han llegado puntuales a un solo mitín. El mismo Marcos se disculpa cada vez que cierra con broche de oro las participaciones de la Comandancia Zapatista. La expectación, sin embargo, es descomunal. La gente espera a los comandantes como una teenager a su artista preferido afuera del hotel donde se hospeda. No obstante, el tiempo es implacable: sigue su curso. Con unos amigos, concluímos que estos muchachos tardarán mínimo dos horas en hacer su entrada triunfal. Por eso tampoco puedo dejar de pensar en el ejército Trigarante. Los neozapatistas ya lo superaron: han tenido entradas similares en muchas más ciudades, no sólo en una. Durante las primeras cervezas, empiezan los rumores: se accidentaron a la altura de Huitzilac; Marcos está con el pescuezo quebrado; David se ha quedado sin piernas. Al final son eso nada más: rumores. Regresamos a la plaza y ya la gente empezaba a quejarse: "Hemos ido a tres cafés y no llegan estos cabrones". También por ahí, un muchacho, desconsolado, buscaba a un zapatista que se le había perdido. Le pregunto si llevaba pasamontañas y me responde que es un viejo combatiente zapatista, que tan pronto lleguen los comandantes lo va a trepar al templete para que esté con ellos. Me imagino entonces que no debe ser difícil encontrar a una momia en el centro de Cuernavaca.
Aunque "La universal" está llena tenemos suerte de encontrar una mesa libre. Consideramos que es un buen lugar para ver cuando lleguen. Antes de ello, tenemos que driblar dos o tres cinturones, creo que les dicen de paz, para llegar a un sitio menos aburrido. Desde ahí observamos que el sol ha hecho que la banda se ponga como loquita; algunos intolerantes empiezan a insultar a los comandantes. Todo ello hace que la cosa no me quede muy clara y piense que es muy probable que la Comandancia Zapatista esté en contubernio con los restaurantes de los centros de las ciudades que visitan. Así, ellos llegan tarde, la banda consume cerveza y café como degenerada, y los zapatistas reciben una partida por las ganancias a través de su representante: el comandante Germán.
Son ya las dos y empiezo a considerar la posibilidad de perderme el magno evento, pues doy una clase en la ciudad de México y tengo que salir a más tardar a las cuatro. Godot y la carta del coronel empiezan moverse fantasmalmante. Sin embargo, como en los partidos de futbol emocinantes, nadie se mueve. Pero se desesperan. Entonces Javier Sicilia aparece vestido de beduino, con algún trapo extraño en la cabeza, y quejándose: "Llevo aquí desde la nueve". Carlos Monsiváis, por su parte, se camuflajea de la mejor manera posible y sale rápidamente de su escondite en "La universal" para que ningún reporterillo le pregunte "¿Qué opina usted de la marcha, maestro?" Por cierto, ese día confirmaría mi tesis de que hay varios Monsiváis deambulando por ahí: en la noche me encontraría con otro en la presentación de un libro en la ciudad de México. En pocos minutos, los compañeros, compañeras y compañer@s piensan que la supuesta visita sólo es una estrategia publicitaría zapatista para hacerse promoción. Otra cerveza más y a lo lejos se escucha a la maestra de ceremonias diciendo que había gente en la azotea de Palacio de Gobierno, como sugiriendo que son espías oficiales. Algo está claro, si hay "espías del gobierno" no van a ser lo suficientemente idiotas para ver a los posibles "revoltosos" desde la azotea de Palacio de Gobierno. A veces subestimamos demasiado los servicios de Inteligencia de este país.
Otra cerveza y empiezo a entristecerme porque la posibilidad de ver a Marcos se esfuma. Hasta mis binoculares llevo para ver si en efecto el Sub tiene barba o no; por lo menos quiero escuchar que lea su lista del supermercado. A lo lejos, los cinturones de paz empiezan a cansarse y sus hebillas se aflojan. Para qué se mortifican: los zapatistas prefieren los cinturones italianos; dicen que son de mejor calidad y aparte blancos. Tres y media y la cerveza empieza a hacer su efecto; esos cabrones siguen sin llegar. Pienso de nuevo en Marcos y su hablidad para fumar pipa en medio de un aguacero endemoniado. Debe de haber alguna táctica especial. En eso alguien grita que están por la glorieta de Tlaltenango; la gente se pone de pie para ganar un buen lugar. Quién haya estado alguna vez en el carnaval de Veracruz sabrá a qué me refiero. Yo también me levanto pero para dirigirme a la terminal de camiones y partir al Defe a dar mi clase. Me he perdido la posibilidad de ver en vivo y directo a los zapatistas, que por cierto regresan a su tierra, una tierra que, dicho sea de paso, nunca han pisado. A mi clase llego tarde y tengo que decirles a los alumnos que la culpa es de los zapatistas. En la noche medio veo las noticias y medio me entero del discurso de Marcos en Cuernavaca. Al día siguiente, los periódicos destacan sobre todo que el gobernador panista dio el día de asueto, seguramente obligado por el gobierno federal, y los textos de los cronistas oficiales del zapatour son como demasiado ambiguos y soporíferos. Como se espera a Godot, aguardé a Marcos para ver si en efecto era alguien de carne y hueso y si tenía algún parecido conmigo, pues por ahí se dice que todos somos él. Pero nunca llegó, o por lo menos a mi nunca me constó. Lo que vi fue solo la pirotecnia aparentemente revolucionaria de la llamada sociedad civil, un ente abstracto que a nadie le queda claro qué es. Lo único transparente en ese momento, y por eso creo que no me fui con las manos vacías, fue conocer el último grito de la moda revolucionaria: pasamontañas, huaraches, blusas de manta y pipa. ¿Qué? ¿Nos vamos?... Vamos.
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Esperando a Marcos
No hay nada que hacer... Empiezo a creerlo. La plaza de Armas de Cuernavaca es una verbena popular. Lo vendedores ambulantes, tendidos a un lado del asta bandera, ofrecen suvenires para todos los gustos. Hay muñecas Ramonas, múltiples pasamontañas y, sobre todo, playeras con la efigie del subcomandante Marcos. Las que más se venden son en las que hace una seña obscena. Marcos, todos lo sabemos, es en principio un provocador. En el improvisado templete se gritan consignas en favor de los neozapatistas y grupos "alternativos" se avientan rolas de protesta. El grito más común entre la gente es "¡Pinche gobierno!". También, quien tiene que bailar con la más fea es el buen Marco Tafoya al echarse numerosas canciones cocinadas allende Xoxocotla y enserñárselas a un público revolucionario que no quería aprender. Hasta adelante, la muchedumbre se arremolina para ganar un lugar y poder ver de cerca al Sub. Es muy probable, incluso, que alguna mujer esquizofrénica haya aventado un sostén al escenario. Nadie se mueve de su lugar. Marcos no tiene seguidores; tiene fans.
Las consignas en favor de los zapatistas son numerosas y atávicas. El grito de "E-Z-L-N, E-Z-L-N" permea el centro de esta ciudad. Parece que las viejas revoluciones sesentayocheras regresan con nuevos bríos a una época de falsas ilusiones y realidades virtuales distintas a las de antaño. Al final siempre serán iguales. Es, entonces, el zócalo de Cuernavaca un espacio abigarrado y lúdico; de encuentros y desencuentros instantáneos; de máscaras danzantes y humanizadas; de recuerdos oscuros y acaso inciertos. Es este lugar de dudas y lamentaciones una tierra de nadie (hay quien dice que es la de Zapata), a la que llegarán personajes sin rostro salidos de una obra de Pirandello y que buscan ser incluidos en un nuevo libreto. "Zapata vive", escucho decir a un niño al lado mío que no debe pasar de 16 años. Es cierto, Zapata vive, así como el Che, así como Marcos. Todos son imágenes vivientes pertenecientes al pop art, a la cultura de masas, a las banalidades comerciales que hacen que Marcos aparezca por igual en la portada de Time que de Vanity fair, que Mike Tyson tenga tatuado un "Che" en el pecho y que Antonio Banderas quiera interpretar a Zapata y hacerlo ver un latin lover. Son, como muchas cosas de la vida, imágenes vacías. Siguiendo a Baudrillard: el origen del crimen perfecto.
Es mediodía en la capital morelense. En los periódicos se ha dicho que el arribo de los zapatistas al zócalo será a las doce en punto. Sólo los ingenuos lo creen así, pues desde que empezó la marcha no han llegado puntuales a un solo mitín. El mismo Marcos se disculpa cada vez que cierra con broche de oro las participaciones de la Comandancia Zapatista. La expectación, sin embargo, es descomunal. La gente espera a los comandantes como una teenager a su artista preferido afuera del hotel donde se hospeda. No obstante, el tiempo es implacable: sigue su curso. Con unos amigos, concluímos que estos muchachos tardarán mínimo dos horas en hacer su entrada triunfal. Por eso tampoco puedo dejar de pensar en el ejército Trigarante. Los neozapatistas ya lo superaron: han tenido entradas similares en muchas más ciudades, no sólo en una. Durante las primeras cervezas, empiezan los rumores: se accidentaron a la altura de Huitzilac; Marcos está con el pescuezo quebrado; David se ha quedado sin piernas. Al final son eso nada más: rumores. Regresamos a la plaza y ya la gente empezaba a quejarse: "Hemos ido a tres cafés y no llegan estos cabrones". También por ahí, un muchacho, desconsolado, buscaba a un zapatista que se le había perdido. Le pregunto si llevaba pasamontañas y me responde que es un viejo combatiente zapatista, que tan pronto lleguen los comandantes lo va a trepar al templete para que esté con ellos. Me imagino entonces que no debe ser difícil encontrar a una momia en el centro de Cuernavaca.
Aunque "La universal" está llena tenemos suerte de encontrar una mesa libre. Consideramos que es un buen lugar para ver cuando lleguen. Antes de ello, tenemos que driblar dos o tres cinturones, creo que les dicen de paz, para llegar a un sitio menos aburrido. Desde ahí observamos que el sol ha hecho que la banda se ponga como loquita; algunos intolerantes empiezan a insultar a los comandantes. Todo ello hace que la cosa no me quede muy clara y piense que es muy probable que la Comandancia Zapatista esté en contubernio con los restaurantes de los centros de las ciudades que visitan. Así, ellos llegan tarde, la banda consume cerveza y café como degenerada, y los zapatistas reciben una partida por las ganancias a través de su representante: el comandante Germán.
Son ya las dos y empiezo a considerar la posibilidad de perderme el magno evento, pues doy una clase en la ciudad de México y tengo que salir a más tardar a las cuatro. Godot y la carta del coronel empiezan moverse fantasmalmante. Sin embargo, como en los partidos de futbol emocinantes, nadie se mueve. Pero se desesperan. Entonces Javier Sicilia aparece vestido de beduino, con algún trapo extraño en la cabeza, y quejándose: "Llevo aquí desde la nueve". Carlos Monsiváis, por su parte, se camuflajea de la mejor manera posible y sale rápidamente de su escondite en "La universal" para que ningún reporterillo le pregunte "¿Qué opina usted de la marcha, maestro?" Por cierto, ese día confirmaría mi tesis de que hay varios Monsiváis deambulando por ahí: en la noche me encontraría con otro en la presentación de un libro en la ciudad de México. En pocos minutos, los compañeros, compañeras y compañer@s piensan que la supuesta visita sólo es una estrategia publicitaría zapatista para hacerse promoción. Otra cerveza más y a lo lejos se escucha a la maestra de ceremonias diciendo que había gente en la azotea de Palacio de Gobierno, como sugiriendo que son espías oficiales. Algo está claro, si hay "espías del gobierno" no van a ser lo suficientemente idiotas para ver a los posibles "revoltosos" desde la azotea de Palacio de Gobierno. A veces subestimamos demasiado los servicios de Inteligencia de este país.
Otra cerveza y empiezo a entristecerme porque la posibilidad de ver a Marcos se esfuma. Hasta mis binoculares llevo para ver si en efecto el Sub tiene barba o no; por lo menos quiero escuchar que lea su lista del supermercado. A lo lejos, los cinturones de paz empiezan a cansarse y sus hebillas se aflojan. Para qué se mortifican: los zapatistas prefieren los cinturones italianos; dicen que son de mejor calidad y aparte blancos. Tres y media y la cerveza empieza a hacer su efecto; esos cabrones siguen sin llegar. Pienso de nuevo en Marcos y su hablidad para fumar pipa en medio de un aguacero endemoniado. Debe de haber alguna táctica especial. En eso alguien grita que están por la glorieta de Tlaltenango; la gente se pone de pie para ganar un buen lugar. Quién haya estado alguna vez en el carnaval de Veracruz sabrá a qué me refiero. Yo también me levanto pero para dirigirme a la terminal de camiones y partir al Defe a dar mi clase. Me he perdido la posibilidad de ver en vivo y directo a los zapatistas, que por cierto regresan a su tierra, una tierra que, dicho sea de paso, nunca han pisado. A mi clase llego tarde y tengo que decirles a los alumnos que la culpa es de los zapatistas. En la noche medio veo las noticias y medio me entero del discurso de Marcos en Cuernavaca. Al día siguiente, los periódicos destacan sobre todo que el gobernador panista dio el día de asueto, seguramente obligado por el gobierno federal, y los textos de los cronistas oficiales del zapatour son como demasiado ambiguos y soporíferos. Como se espera a Godot, aguardé a Marcos para ver si en efecto era alguien de carne y hueso y si tenía algún parecido conmigo, pues por ahí se dice que todos somos él. Pero nunca llegó, o por lo menos a mi nunca me constó. Lo que vi fue solo la pirotecnia aparentemente revolucionaria de la llamada sociedad civil, un ente abstracto que a nadie le queda claro qué es. Lo único transparente en ese momento, y por eso creo que no me fui con las manos vacías, fue conocer el último grito de la moda revolucionaria: pasamontañas, huaraches, blusas de manta y pipa. ¿Qué? ¿Nos vamos?... Vamos.
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miércoles, septiembre 03, 2003
Otro texto escrito hace siete años:
Crónica de un primer año clínico y convulso
El ejercicio de recordar rebasa las cualidades humanas y trasciende como una verdad extraña. La memoria se impregna de un escepticismo viscoso y oculta los límites entre el pasado y el presente. Como si el ser humano se llamara REMEMBER. Nací el 25 de noviembre de 1972, en una familia que en teoría era de clase media alta, pero en la que inexplicablemente a veces sólo había dinero para comer arroz y frijoles. Mis padres, Tere y Carlos, enfermera y cantante de ópera, vivían con mis abuelos paternos en la colonia Lindavista de la Ciudad de México y pasaban largas temporadas en la casa de mis bisabuelos de Cuernavaca. Desde el vientre materno tenía ya esa cualidad dickensiana de vivir entre las dos ciudades.
Corría la mitad de noviembre del 72, y mi mamá empezó a sentir mis pataditas en su vientre, que dicho sea de paso no tenían nada de pequeñas porque ahora calzo del 33, y dijo que había llegado la hora. Toda la familia, ante la expectativa de que la llegada del primer nieto varoncito se acercaba, salieron de inmediato hacia el sanatorio Guadalupe Tepeyac, al que entraron en fila india, para salir de igual forma veinte minutos después cuando el doctor le dijo a mi mamá que todavía faltaba para que me recibieran en el mundo exterior.
No fue sino hasta finales de mes que los alcancé en el tiempo para que me padecieran en el futuro. Siguiendo la mecánica acostumbrada, entró toda la familia al hospital, anhelando que no se repitiera el ridículo de días anteriores. En esa ocasión no los hice quedar mal. Mi mamá, al verme, dijo hola niño y mi tía, enfermera también y que había estado en el parto, cómo que hola niño, si es tu hijo. Mi papá, como buen tenor y avezado en las cuestiones vocales, comentaría después que su hijo había llorado con voz de bajo. Yo lo primero que vi fue la radiante intensidad de un foco de 100 watts.
Puede pensarse que el primer año de cualquier infancia es monótono y aburrido porque uno no recuerda nada; sin embargo, por la solicitud demandante de mi falsa modestia, me es obligatorio relatarlo, si no con lujo de detalle, sí con ciertas particularidades que me parece importante resaltar. Como puede suponer la gente allegada a mí, nunca fui un niño remilgoso, es más, si a mis padres se les olvidaba darme leche caliente con chocolate antes de dormir, lo más seguro es que recibieran de mi puño un recto al mentón, acompañado de lágrimas y gritos que les harían pasar una noche insufrible. Por lo tanto, la decencia de quien siempre ha tenido buen diente se imponía en el lugar y le dio un giro radical a la cotidianidad que existía en una casa en la que el jefe, mi abuelo, era excelente vendedor de desinfectantes para baño, que podía tener, como todo, buenas y malas jornadas, pero que cuando se trataba de las segundas, lo más probable era que no hubiera dinero para comer el día siguiente; y mi papá, artista y promotor cultural, habiéndose quedado en el sexto semestre de derecho, hacía el nada agradable papel de gato-gato en la compañía de Patentes y Marcas del jeque de la familia, mi tío abuelo José de la Sierra, alias Bubi. A los seis meses de trabajar con él, abandonó su despacho y se dedicó a hacer conciertos por toda la república. Mi mamá era su representante y yo su hijo, al que trataban de dejar a como diera lugar con su misma madre y los abuelos, porque si me llevaban lo más seguro habría sido que me quedara encerrado en el baño del hotel y él tuviera que gastar el dinero ganado por el concierto en un cerrajero, como había sucedido en San Luis Potosí y en Querétaro. Habría que acotar aquí que aprendí a caminar a los nueve meses, a hablar para que me entendieran como al año y medio y a pegarles a mis hermanas pequeñas tan pronto salieron del útero materno.
Y como el contacto a los nueve meses era constante con el piso, la primera palabra que dije, para indignación de mis padres, fue Peki, nombre de la perrita pekinés con maltés (siempre me dijeron que esa era su raza), que teníamos en la casa. ¡Cómo no fue a decir lo que dice cualquier niño normal, mamá, papá o caca!, dijeron. El caso es que cuando uno tiene un año de edad lo que importa son las cosas importantes, así que para mí la Peki, de eterna mirada melancólica y pelo hacia atrás como peinado con gel, lo era. Después aprendí las palabras acostumbradas, formadas por repeticiones de sílabas, y mis papás se tranquilizaron.
Siempre fui un niño muy sano, salvo contadas excepciones coyunturales en las que nada tuve que ver. Al año de nacido, ya vivíamos casi todo el tiempo en Cuernavaca y, como buen lugar caluroso, las inclemencias del clima jugaron un papel fundamental en la vida cotidiana. Por razones que todavía no me explico y ante las que mis papás, sufriendo una demencia muy sospechosa, me dijeron que no supieron qué pasó, me deshidraté en un tiempo record: tres horas. En el hospital el médico dijo que la siguiente expulsión habría sido la del intestino delgado. Para fortuna de todos, en algunos días ya estaba recuperado.
A los pocos meses, una epidemia de sarna invadió la casa. Todos teníamos que bañarnos mínimo dos veces diarias, lavar las sábanas también dos veces, aplicarnos una pomada infumable, etcétera. Yo sé que en esos momentos de preocupación había que extremar los cuidados. El problema fue que mi mamá las extremó en extremo y, sin mala intención, ingenua y clandestinamente puso insecticida en mi cuna cuando no estaba. Ni para darme cuenta. Como ya lo había sugerido, yo era un niño inquieto, fuerte y simpático, pero ante una ración doble de DDT entre las sábanas no pude hacer nada. Trataba de pararme en la cuna para pedir mi leche y me desvanecía rápidamente sobre el colchoncito. Mis papás me vieron y pensaron que estaba jugando. Qué chistoso, mira cómo se cae. Pero no fue chistoso cuando ya no me levanté y vieron que tenía los ojos desorbitados, como los del chimpancé eléctrico que tocaba lo platillos, mi juguete preferido en mi temprana niñez, que estaba al lado de la cuna.
El cantante de ópera y la maestra de enfermería se espantaron y salieron como Dios sólo sabe dar a entender, directo a la Cruz Roja. Y nada. Me estaba muriendo y los incompetentes médicos del hospital, seguramente con la característica típica de los hospitales provincianos, dijeron que con unas aspirinas me aliviaba. Mis papás ni siquiera esperaron que terminaran de decir la palabra aspirina y salieron del hospital. ¿Qué hacer? Pues la última opción: una ambulancia y vámonos a México. Y así fue como por primera vez me sentí en una serie televisiva estadounidense. Mi papá adelante en su coche, abriendo paso a una ambulancia cuyo chofer en su vida había manejado en la gran ciudad y atrás mamá, con lágrimas en las mejillas diciendo "no te mueras mijito, por favor" y su servidor pensando, "ya mamita, ni es para tanto. Sólo fue una pequeña dosis de insecticida. Ya me recuperaré, no te preocupes". Llegamos al hospital, no recuerdo cuál, pero seguramente fue uno bueno, en donde –en teoría– pudieran salvarme la vida. Así fue. Sin embargo, no todo en este mundo es tan maravilloso. A mis papás les dijeron que estaba a salvo de la intoxicación, pero que durante mi breve paso por la Cruz Roja de Cuernavaca había pescado una bacteria que sólo vive en los hospitales. Mi mamá, con su experiencia en este tipo de lides, entendió de inmediato lo que era una seudomona. Yo todavía sigo sin comprender qué es.
Con estas primeras experiencias en los hospitales, cada vez que me acuerdo o paso por uno se me enchinan los pelillos de la nuca y estornudo entre nueve y diez veces. Mi hermana menor es médica (en la casa se le conoce como la doctora Titi). Cuando de repente me sale un fuego en el labio, en lugar de que me diga tienes un fuego horripilante comenta, con propiedad médica, tienes herpes zoster. Yo sólo encojo los hombros y me chupo las comisuras; para eso no hay que ir a atenderse a una clínica.
CAS
Crónica de un primer año clínico y convulso
El ejercicio de recordar rebasa las cualidades humanas y trasciende como una verdad extraña. La memoria se impregna de un escepticismo viscoso y oculta los límites entre el pasado y el presente. Como si el ser humano se llamara REMEMBER. Nací el 25 de noviembre de 1972, en una familia que en teoría era de clase media alta, pero en la que inexplicablemente a veces sólo había dinero para comer arroz y frijoles. Mis padres, Tere y Carlos, enfermera y cantante de ópera, vivían con mis abuelos paternos en la colonia Lindavista de la Ciudad de México y pasaban largas temporadas en la casa de mis bisabuelos de Cuernavaca. Desde el vientre materno tenía ya esa cualidad dickensiana de vivir entre las dos ciudades.
Corría la mitad de noviembre del 72, y mi mamá empezó a sentir mis pataditas en su vientre, que dicho sea de paso no tenían nada de pequeñas porque ahora calzo del 33, y dijo que había llegado la hora. Toda la familia, ante la expectativa de que la llegada del primer nieto varoncito se acercaba, salieron de inmediato hacia el sanatorio Guadalupe Tepeyac, al que entraron en fila india, para salir de igual forma veinte minutos después cuando el doctor le dijo a mi mamá que todavía faltaba para que me recibieran en el mundo exterior.
No fue sino hasta finales de mes que los alcancé en el tiempo para que me padecieran en el futuro. Siguiendo la mecánica acostumbrada, entró toda la familia al hospital, anhelando que no se repitiera el ridículo de días anteriores. En esa ocasión no los hice quedar mal. Mi mamá, al verme, dijo hola niño y mi tía, enfermera también y que había estado en el parto, cómo que hola niño, si es tu hijo. Mi papá, como buen tenor y avezado en las cuestiones vocales, comentaría después que su hijo había llorado con voz de bajo. Yo lo primero que vi fue la radiante intensidad de un foco de 100 watts.
Puede pensarse que el primer año de cualquier infancia es monótono y aburrido porque uno no recuerda nada; sin embargo, por la solicitud demandante de mi falsa modestia, me es obligatorio relatarlo, si no con lujo de detalle, sí con ciertas particularidades que me parece importante resaltar. Como puede suponer la gente allegada a mí, nunca fui un niño remilgoso, es más, si a mis padres se les olvidaba darme leche caliente con chocolate antes de dormir, lo más seguro es que recibieran de mi puño un recto al mentón, acompañado de lágrimas y gritos que les harían pasar una noche insufrible. Por lo tanto, la decencia de quien siempre ha tenido buen diente se imponía en el lugar y le dio un giro radical a la cotidianidad que existía en una casa en la que el jefe, mi abuelo, era excelente vendedor de desinfectantes para baño, que podía tener, como todo, buenas y malas jornadas, pero que cuando se trataba de las segundas, lo más probable era que no hubiera dinero para comer el día siguiente; y mi papá, artista y promotor cultural, habiéndose quedado en el sexto semestre de derecho, hacía el nada agradable papel de gato-gato en la compañía de Patentes y Marcas del jeque de la familia, mi tío abuelo José de la Sierra, alias Bubi. A los seis meses de trabajar con él, abandonó su despacho y se dedicó a hacer conciertos por toda la república. Mi mamá era su representante y yo su hijo, al que trataban de dejar a como diera lugar con su misma madre y los abuelos, porque si me llevaban lo más seguro habría sido que me quedara encerrado en el baño del hotel y él tuviera que gastar el dinero ganado por el concierto en un cerrajero, como había sucedido en San Luis Potosí y en Querétaro. Habría que acotar aquí que aprendí a caminar a los nueve meses, a hablar para que me entendieran como al año y medio y a pegarles a mis hermanas pequeñas tan pronto salieron del útero materno.
Y como el contacto a los nueve meses era constante con el piso, la primera palabra que dije, para indignación de mis padres, fue Peki, nombre de la perrita pekinés con maltés (siempre me dijeron que esa era su raza), que teníamos en la casa. ¡Cómo no fue a decir lo que dice cualquier niño normal, mamá, papá o caca!, dijeron. El caso es que cuando uno tiene un año de edad lo que importa son las cosas importantes, así que para mí la Peki, de eterna mirada melancólica y pelo hacia atrás como peinado con gel, lo era. Después aprendí las palabras acostumbradas, formadas por repeticiones de sílabas, y mis papás se tranquilizaron.
Siempre fui un niño muy sano, salvo contadas excepciones coyunturales en las que nada tuve que ver. Al año de nacido, ya vivíamos casi todo el tiempo en Cuernavaca y, como buen lugar caluroso, las inclemencias del clima jugaron un papel fundamental en la vida cotidiana. Por razones que todavía no me explico y ante las que mis papás, sufriendo una demencia muy sospechosa, me dijeron que no supieron qué pasó, me deshidraté en un tiempo record: tres horas. En el hospital el médico dijo que la siguiente expulsión habría sido la del intestino delgado. Para fortuna de todos, en algunos días ya estaba recuperado.
A los pocos meses, una epidemia de sarna invadió la casa. Todos teníamos que bañarnos mínimo dos veces diarias, lavar las sábanas también dos veces, aplicarnos una pomada infumable, etcétera. Yo sé que en esos momentos de preocupación había que extremar los cuidados. El problema fue que mi mamá las extremó en extremo y, sin mala intención, ingenua y clandestinamente puso insecticida en mi cuna cuando no estaba. Ni para darme cuenta. Como ya lo había sugerido, yo era un niño inquieto, fuerte y simpático, pero ante una ración doble de DDT entre las sábanas no pude hacer nada. Trataba de pararme en la cuna para pedir mi leche y me desvanecía rápidamente sobre el colchoncito. Mis papás me vieron y pensaron que estaba jugando. Qué chistoso, mira cómo se cae. Pero no fue chistoso cuando ya no me levanté y vieron que tenía los ojos desorbitados, como los del chimpancé eléctrico que tocaba lo platillos, mi juguete preferido en mi temprana niñez, que estaba al lado de la cuna.
El cantante de ópera y la maestra de enfermería se espantaron y salieron como Dios sólo sabe dar a entender, directo a la Cruz Roja. Y nada. Me estaba muriendo y los incompetentes médicos del hospital, seguramente con la característica típica de los hospitales provincianos, dijeron que con unas aspirinas me aliviaba. Mis papás ni siquiera esperaron que terminaran de decir la palabra aspirina y salieron del hospital. ¿Qué hacer? Pues la última opción: una ambulancia y vámonos a México. Y así fue como por primera vez me sentí en una serie televisiva estadounidense. Mi papá adelante en su coche, abriendo paso a una ambulancia cuyo chofer en su vida había manejado en la gran ciudad y atrás mamá, con lágrimas en las mejillas diciendo "no te mueras mijito, por favor" y su servidor pensando, "ya mamita, ni es para tanto. Sólo fue una pequeña dosis de insecticida. Ya me recuperaré, no te preocupes". Llegamos al hospital, no recuerdo cuál, pero seguramente fue uno bueno, en donde –en teoría– pudieran salvarme la vida. Así fue. Sin embargo, no todo en este mundo es tan maravilloso. A mis papás les dijeron que estaba a salvo de la intoxicación, pero que durante mi breve paso por la Cruz Roja de Cuernavaca había pescado una bacteria que sólo vive en los hospitales. Mi mamá, con su experiencia en este tipo de lides, entendió de inmediato lo que era una seudomona. Yo todavía sigo sin comprender qué es.
Con estas primeras experiencias en los hospitales, cada vez que me acuerdo o paso por uno se me enchinan los pelillos de la nuca y estornudo entre nueve y diez veces. Mi hermana menor es médica (en la casa se le conoce como la doctora Titi). Cuando de repente me sale un fuego en el labio, en lugar de que me diga tienes un fuego horripilante comenta, con propiedad médica, tienes herpes zoster. Yo sólo encojo los hombros y me chupo las comisuras; para eso no hay que ir a atenderse a una clínica.
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